viernes, marzo 11, 2016

Sicario económico

Confesiones de un gángster económico 

La cara oculta del imperialismo americano 

John Perkins

Título original: Confessions of an Economic Hit Man First published by Berrett-Koehler Publishers, Inc., San Francisco, CA, USA. AU Rights Reserved Traducción: José Antonio Bravo Alfonso Directora de Tendencias: Nuria Almiron Proyecto editorial: Editrends Reservados todos los derechos. 
Copyright © 2004 by John Perkins © de la traducción 2005 by José Antonio Bravo Alfonso © 2005 by Ediciones Urano, S. A. Aribau, 142, pral. - 08036 Barcelona www.edicionesurano.com ISBN: 84-934642-0-1 Depósito legal: B. 42.175 - 2005 Fotocomposición: Ediciones Urano, S. A. Impreso por Romanyá Valls, S. A. - Verdaguer, 1 - 


Prefacio

Los gángsteres económicos (Economic Hit Men: EHM) son profesionales generosamente pagados que estafan billones de dólares a países de todo el mundo. Canalizan el dinero del Banco Mundial, de la Agencia Internacional para el Desarrollo (USAID) y de otras organizaciones internacionales de «ayuda» hacia las arcas de las grandes corporaciones y los bolsillos del puñado de familias ricas que controla los recursos naturales del planeta. Entre sus instrumentos figuran los dictámenes financieros fraudulentos, las elecciones amañadas, los sobornos, las extorsiones, las trampas sexuales y el asesinato. Ese juego es tan antiguo como los imperios, pero adquiere nuevas y terroríficas dimensiones en nuestra era de la globalización. Yo lo sé bien, porque yo he sido un gángster económico.

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En 1982 escribí estas líneas como comienzo de un libro cuyo título de trabajo era Conscience of an Economic Hit Man. Lo dedicaba a los presidentes de dos países, a dos hombres que fueron clientes míos, respetados y considerados por mí como espíritus afines: Jaime Roídos, presidente de Ecuador, y Ornar Torrijos, presidente de Panamá. Ambos habían fallecido recientemente en aquellos momentos. Sus aviones se estrellaron, pero no se trató de ningún accidente sino de asesinatos motivados por la oposición de ambos a la cofradía de dirigentes empresariales, gubernamentales y financieros que persigue un imperio mundial. Nosotros, los gángsteres económicos, no conseguimos doblegar a Roídos y Torrijos, y por eso fue preciso que intervinieran los otros tipos de gángsteres, los chacales patrocinados por la CÍA que siempre estaban pegados a nuestras espaldas.

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Esta historia debe ser contada. Vivimos en una época de crisis terribles, y de oportunidades tremendas. La historia de este particular gángster es la historia de cómo hemos llegado adonde estamos y por qué nos enfrentamos actualmente a una crisis que parece insuperable. Y hay que contarlo porque necesitamos entender nuestros errores del pasado si queremos hallamos en situación de aprovechar las oportunidades futuras. Porque han ocurrido cosas como el 11-5 y la segunda guerra en Iraq. Porque además de las tres mil personas que murieron a manos de los terroristas el 11 de septiembre de 2001, otras veinticuatro mil murieron ese día de hambre y de otras secuelas de la miseria. O mejor dicho, todos los días mueren veinticuatro mil personas que no encuentran con qué alimentarse.1 Y lo más importante, esta historia hay que contarla porque hoy, por primera vez en la historia, existe un país capaz de cambiar todo eso mediante sus recursos, su dinero y su poder. Es el país en donde nací y al que he servido como gángster económico: Estados Unidos de América del Norte.

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Algunos preferirían achacar nuestros problemas actuales a una conspiración organizada. Ya me gustaría que fuese tan sencillo. A los conspiradores se les puede capturar y llevar ante los tribunales. Pero este sistema nuestro lo impulsa algo mucho más peligroso que una conspiración. Lo impulsa, no un pequeño grupo de hombres, sino un concepto que ha sido admitido como verdad sagrada: que todo crecimiento económico es siempre beneficioso para la humanidad y que, a mayor crecimiento, más se generalizarán sus beneficios. Esta creencia tiene también un corolario: que los sujetos más hábiles en atizar el fuego del crecimiento económico merecen alabanzas y recompensas, mientras que los nacidos al margen quedan disponibles para ser explotados.

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La corporatocracia no es una conspiración, aunque sus miembros sí suscriben valores y objetivos comunes. Una de las funciones de la corporatocracia estriba en perpetuar, extender y fortalecer el sistema continuamente. Las vidas de los «triunfadores» y sus privilegios -sus mansiones, sus yates, sus jets privados-, se nos ofrecen como ejemplos sugestivos para que todos nosotros sigamos consumiendo, consumiendo y consumiendo. Se aprovechan todas las oportunidades para convencemos de que tenemos el deber cívico de adquirir artículos, y de que saquear el planeta es bueno para la economía y por tanto conviene a nuestros intereses superiores. Para servir a este sistema, se paga unos salarios exorbitantes a sujetos como yo. Si nosotros titubeamos, entra en acción un tipo de gángster más funesto, el chacal. Y si el chacal fracasa, el trabajo pasa a manos de los militares.

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Este libro ha sido escrito para hacemos recapacitar y cambiar. Estoy convencido de que, cuando un número suficiente de nosotros cobre conciencia de cómo estamos siendo explotados por la maquinaria económica que genera un apetito insaciable de recursos del planeta - y crea sistemas promotores de la esclavitud-, no seguiremos tolerándolo. Entonces nos replantearemos nuestro papel en un mundo en que unos pocos nadan en la riqueza y la gran mayoría se ahoga en la miseria, la contaminación y la violencia. Y nos comprometeremos a emprender un viraje que nos lleve a la compasión, la democracia y la justicia social para todos. Admitir que tenemos un problema es el primer paso para solucionarlo. Confesar que hemos pecado es el comienzo de la redención. Que sirva este libro, pues, para empezar a salvamos, para inspiramos nuevos niveles de entrega e incitamos a realizar nuestro sueño de una sociedad justa y decente.

John Perkins Agosto de 2004

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Prólogo

Construir el imperio global es lo que se nos da mejor a los EHM. Somos una élite de hombres y mujeres que utilizamos las organizaciones financieras internacionales para fomentar condiciones por cuyo efecto otras naciones quedan sometidas a la corporatocracia que dirigen nuestras grandes empresas, nuestro gobierno y nuestros bancos. Al igual que nuestros semejantes de la Mafia, los EHM concedemos favores. Estos adoptan la apariencia de créditos destinados a desarrollar infraestructuras: centrales generadoras de electricidad, carreteras, puertos, aeropuertos o parques industriales. Una de las condiciones de estos empréstitos es que los proyectos y la construcción deben correr a cargo de compañías de nuestro país. y el resultado es que, en realidad, la mayor parte del dinero nunca sale de Estados Unidos. En esencia, sencillamente se transfiere desde los emporios bancarios de Washington a las constructoras de Nueva York, Houston o San Francisco. Pese al hecho de que el dinero regresa casi enseguida a las corporaciones que forman parte de la corporatocracia acreedora, el país destinatario queda obligado a reembolsado íntegramente, el principal más los intereses. Si el EHM ha trabajado bien, esa deuda será tan grande que el deudor se declarará insolvente al cabo de pocos años y será incapaz de pagar. Cuando esto ocurre, nosotros, lo mismo que la Mafia, reclamamos nuestra parte del negocio. Lo cual comprende, a menudo, una o varias de las consecuencias siguientes: votos cautivos en Naciones Unidas, establecimiento de bases militares o acceso a recursos preciosos corno el petróleo y el canal de Panamá. El deudor sigue debiéndonos el dinero, por supuesto... y otro país más queda añadido a nuestro imperio global.

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El caso de Ecuador, por desgracia, no es excepcional. Casi todos los países congregados por nosotros, los gángsteres económicos, bajo el paraguas del imperio global han corrido una suerte parecida.6
La deuda del Tercer Mundo sobrepasa los 2,5 billones de dólares y su coste -más de 375.000 millones de dólares al año según datos de 2004- excede el total de lo que gasta el Tercer Mundo en sanidad y educación, y equivale a veinte veces toda la ayuda extranjera anual que reciben los países en vías de desarrollo. Más de la mitad de "la población mundial sobrevive con menos de dos dólares al día por cabeza, más O menos lo mismo que recibía a comienzos de la década de 1970. Mientras tanto, en el Tercer Mundo el 1 por ciento de las familias más ricas acumula entre el 70 y el 90 por ciento de las fortunas privadas y del patrimonio inmobiliario de sus países (el porcentaje varía según el país que consideremos). 7

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El caso de Ecuador es típico de entre los países que los EHM han doblegado política y económicamente. De cada 100 dólares de crudo extraídos de las selvas ecuatorianas, las petroleras reciben 75 dólares. Quedan 25 dólares, pero tres de cada cuatro de éstos van destinados a saldar la deuda extranjera. Una parte del resto cubre los gastos militares y gubernamentales, lo que deja unos 2,50 dólares para sanidad, educación y programas de asistencia social en favor de los pobres.9 Es decir, que de cada 100 dólares arrancados a la Amazonia, menos de 3 dólares van a parar a los más necesitados -aquellas personas cuyas vidas se han visto perjudicadas por los pantanos, las perforaciones y los oleoductos, y que están muriendo por falta de alimentos y de agua potable. Todas estas personas - millones en Ecuador, miles de millones en todo el mundo- son terroristas en potencia. No porque crean en el comunismo, ni en el anarquismo, ni porque sean intrínsecamente perversas, sino porque están desesperadas, sencillamente. Al contemplar la presa hidráulica me pregunté, tal como me ha pasado en otros muchos lugares del mundo, cuándo pasarán a la acción esas personas; como los colonos de Norteamérica contra Inglaterra hacia la década de 1770, o los criollos contra los españoles a comienzos del siglo XIX. La sutileza de los constructores de este imperio moderno deja en evidencia a los centuriones romanos, los conquistadores españoles y las potencias coloniales europeas de los siglos XVIII y XIX. Nosotros los EHM somos hábiles. Hemos aprendido las enseñanzas de la historia. No llevamos espada al cinto. No usamos armaduras ni uniformes que nos diferencien de los demás. En países como Ecuador, Nigeria e Indonesia vamos vestidos como los maestros de escuela o los tenderos locales. En Washington y París adoptamos el aspecto de los burócratas públicos y los banqueros. Parecemos gente modesta, normal. Inspeccionamos las obras de ingeniería y visitamos las aldeas depauperadas. Profesamos el altruismo y hacemos declaraciones a los periódicos locales sobre los maravillosos proyectos humanitarios a que nos dedicamos. Desplegamos sobre las mesas de reunión de las comisiones gubernamentales nuestras previsiones contables y financieras y damos lecciones en la Harvard Business School sobre los milagros macroeconómicos. Somos personajes públicos, sin nada que ocultar. O por lo menos nos presentamos como tales y como tales se nos acepta. Así funciona el sistema. Pocas veces hacemos nada ilegal, porque el sistema mismo está edificado sobre el subterfugio. El sistema es legítimo por definición.

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PRIMERA PARTE 
1963-1971

Con no poca sorpresa por mi parte, tío Frank me animó a considerar esa posibilidad. En plan confidencial me dijo que después de la caída de Hanoi, que muchos en posiciones similares a la suya daban por cierta en aquellos tiempos, la Amazonia iba a pasar al primer plano del interés. «Está que rebosa de petróleo -dijo-. Necesitaremos buenos agentes ahí, individuos que sepan entender a los nativos.» Me aseguró que el servicio en el Peace Corps sería un entrenamiento excelente para mí, y me instó a que procurase dominar cuanto antes la lengua española así como varios dialectos indígenas. «Es posible que acabes al servicio de una compañía privada, no del gobierno», dijo con sorna.

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Ann y yo solicitamos el ingreso en el Peace Corps (Cuerpo de Paz) y ser destinados a la Amazonia. Cuando nos llegó el aviso de incorporación, al principio sufrí un fuerte desengaño. La carta decía que íbamos destinados al Ecuador.

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Ann y yo pasamos la instrucción para el Peace Corps en el sur de California. En septiembre de 1968 partimos hacia Ecuador. En la Amazonia convivimos con los shuar, cuyo estilo de vida, efectivamente, se asemejaba al de los aborígenes de Norteamérica en la época precolombina. También trabajamos en los Andes con los descendientes de los incas. Estaba yo descubriendo un aspecto del mundo cuya existencia ni siquiera sospechaba. Hasta entonces, los únicos latinoamericanos que yo había visto eran los señoritos ricos que asistían a las clases de mi padre en el instituto. Descubrí que me caían bien aquellos nativos cazadores y agricultores. Me sentía extrañamente emparentado con ellos, y por alguna razón me recordaban a los pueblerinos que había dejado en mi país. Hasta el día que apareció en la pista de aterrizaje comarcal un individuo en traje de ciudad. Era Einar Greve, vicepresidente de la Chas. T. Main Inc. (MAIN), consultoría internacional que practicaba una política empresarial de gran discreción. Por entonces, estaba encargado de estudiar si el Banco Mundial debía prestar a Ecuador y países limítrofes los miles de millones de dólares necesarios para la construcción de embalses hidroeléctricos y otras infraestructuras. Además, Einar era coronel de la Reserva estadounidense. Para empezar, se puso a hablarme de las ventajas de trabajar para una compañía como MAIN. Cuando mencioné que había sido admitido por la NSA antes de ingresar en el Peace Corps, y que estaba considerando la posibilidad de incorporarme a aquélla, él puso en mi conocimiento que algunas veces actuaba de enlace con la NSA. Mientras lo decía, me miraba de una manera que me hizo sospechar que venía con el encargo de evaluar mi capacidad, entre otras cosas. Hoy creo que estaba poniendo al día mi perfil y, sobre todo, tratando de calibrar mis aptitudes para sobrevivir en unos entornos que la mayoría de mis compatriotas juzgarían hostiles.

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Cuando nuestra toumée con Peace Corps finalizó, Einar me invitó a una entrevista de empleo en la sede central que tenía MAIN en Boston. En una conversación privada conmigo subrayó que, si bien el negocio principal de MAIN eran los proyectos de ingeniería, últimamente su principal cliente, el Banco Mundial, venía indicándole que contratase a economistas a fin de elaborar los pronósticos económicos indispensables para determinar la viabilidad y la magnitud de los mencionados proyectos. Y me confesó que antes de hablar conmigo había contratado a tres economistas muy cualificados, de credenciales impecables: dos profesores y un licenciado. Pero habían fracasado miserablemente.

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Así fue como, en enero de 1971, me vi candidato a un empleo de economista en MAIN. Acababa de cumplir veintiséis años, la edad mágica a la que ya no podía alcanzarme la tarjeta de reclutamiento. Lo consulté con Ann y su familia. Ellos me animaron a aceptarlo, en lo que me pareció notar la influencia del tío Frank. Entonces recordé su comentario sobre la posibilidad de acabar trabajando para una compañía privada. Sobre esto nunca se comentó nada de manera explícita, pero tuve la convicción de que mi empleo en MAIN era consecuencia de las disposiciones tomadas por tío Frank tres años antes, sumando mis experiencias en Ecuador y mi disposición para enviar informes sobre la situación económica y política del país.

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2 «Para toda la vida»

En términos legales podría decirse que MAIN era un coto cerrado. . Apenas un 5 por ciento de sus dos mil empleados, los llamados socios principales, tenían todas las acciones. Su posición era muy envidiada. No sólo mandaban sino que además se llevaban la mayor parte del pastel. Su actitud fundamental, la discreción. Porque trataban con jefes de Estado y otros altos dirigentes acostumbrados a exigir de sus asesores, como abogados y psicoterapeutas por ejemplo, el mayor respeto a las normas de la más estricta confidencialidad. Hablar con la prensa era tabú. No se toleraba, y punto. Como resultado, casi nadie fuera de la empresa sabía quién era MAIN, a diferencia de otras competidoras nuestras más conocidas como Arthur D. Little, Stone & Webster, Brown & Root, Halliburton y Bechtel. He utilizado la palabra «competidoras» en sentido figurado, porque MAIN en realidad era jugadora única en su propia liga. La mayoría de los profesionales contratados eran ingenieros, pero no teníamos ninguna maquinaria ni construíamos nada, ni que fuese un barracón para guardar trastos. Muchos empleados eran ex oficiales, pero no teníamos ningún contrato con el Departamento de Defensa ni ningún otro organismo de los militares. Estábamos en una rama comercial tan diferente de las normales, que me costó varios meses averiguar de qué se trataba. Sólo sabía que mi primer destino real iba a ser Indonesia y que formaría parte de un equipo de once hombres enviados a elaborar un plan maestro de aprovisionamiento energético para la isla de Java.

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MAIN era una corporación machista. En 1971 sólo empleaba a cuatro mujeres en cargos profesionales. Sin embargo, tendrían unas doscientas empleadas entre la dotación de secretarias personales: una para cada vicepresidente y cada director de departamento y el equipo de mecanógrafas a disposición de todos nosotros, los demás. Yo estaba acostumbrado a esta discriminación de género, por lo que me sorprendió especialmente lo que sucedió cierto día en la sala de lectura de la biblioteca pública.
Una atractiva morena se acercó y fue a sentarse en el sillón de enfrente.

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Se veía muy sofisticada con su traje sastre verde. Al observarla mientras procuraba hacerme el indiferente, o el disimulado, me pareció algunos años mayor que yo. Al cabo de un rato, sin decir palabra, ella empujó hacia mí un libro abierto. Contenía una tabla con información sobre Kuwait que yo había solicitado anteriormente, y una tarjeta de visita. El nombre decía Claudine Martin y el cargo: «Asesora especial en Chas. T. Main, Inc.» Al levantar los ojos me tropecé con la seductora mirada de sus ojos verdes. Ella me tendió la mano. «Tengo instrucciones de ayudarte en tu preparación» anunció. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo a mí. A partir del día siguiente nos reunimos en el apartamento que Claudine tenía en Beacon Street, no lejos de las oficinas centrales de MAlN en el Prudential Center. En nuestra primera hora de diálogo me manifestó que mi posición era poco común y exigía, entre otras cosas, la más estricta confidencialidad. Me explicó por qué nadie me había dado una descripción de mi puesto de trabajo. Nadie estaba autorizado a hacerlo ... excepto ella. Y por último me aclaró que su misión consistía en hacer de mí un gángster económico. La expresión evocaba asociaciones de gabardinas largas y revólveres ocultos. Se me escapó una risa nerviosa, que me dejó un poco avergonzado. Ella sonrió y me aseguró que el efecto humorístico era uno de los motivos de la elección del término. «Quién se lo va a tomar en serio», comentó.

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Ahora sé una cosa que desconocía entonces: que Claudine aprovechó todas mis debilidades, recogidas en el perfil de mi carácter trazado por la NSA. Ignoro quién le comunicaría la información, si fue Einar, la NSA, el departamento de personal de MAIN o alguna otra fuente. Pero supo explotarla con maestría. Aplicó una combinación de seducción física y manipulación verbal que parecía expresamente diseñada para mí. Y sin embargo, luego la he visto utilizada numerosas veces en muchos tipos diferentes de negociación, cuando el envite es cuantioso y hay mucha prisa por cerrar el lucrativo acuerdo. Ella supo desde el primer momento que yo jamás pondría en peligro mi matrimonio con la revelación de unas actividades clandestinas que, según dejó claro con brutal franqueza; me obligarían a sumergirme en aguas más bien turbias.

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Claudine enumeró los dos objetivos principales de mi trabajo. En primer lugar, yo debía justificar los grandes créditos internacionales cuyo dinero regresaría canalizado hacia MAIN y otras compañías estadounidenses (como Bechtel, Halliburton, Stone & Webster y Brown & Root) en pago de grandes proyectos de ingeniería y construcción. Segundo, debía conseguir la quiebra de los países que hubiesen recibido esos créditos (aunque no antes de que hubiesen pagado a MAIN y a las demás empresas contratistas estadounidenses, como es natural), a fin de dejarlos prisioneros para siempre de sus acreedores. Y así serían receptivos cuando les pidiéramos favores como bases militares, sus votos en Naciones Unidas o el acceso a sus recursos naturales, como el petróleo y otros.

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En cada uno de estos proyectos, el aspecto tácito era la intención de originar sustanciosos beneficios para las contratistas y hacer muy feliz al puñado de las familias más ricas e influyentes del país receptor. Al mismo tiempo, dicho país quedaba sumido en la dependencia financiera por muchos años, y cautiva la voluntad de sus dirigentes políticos. Y así en todo el mundo: cuanto más grandes los créditos, mejor. La carga de la deuda privaría de atenciones sanitarias, educación y otros beneficios sociales a los ciudadanos más pobres, también durante muchos años, pero eso no se tomaba en consideración.

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Transcurridos algunos meses, yo viajaría a la isla de Java, perteneciente al Estado indonesio y descrita en la época como la parcela más superpoblada del planeta. Dicho sea de paso, Indonesia era país productor de petróleo, además de musulmán y semillero de actividades comunistas. «Es la ficha siguiente del dominó después de Vietnam. Es preciso que nos ganemos a los indonesios. Si ellos también se unen al bloque comunista, bueno ... », me dijo una vez Claudine cruzándose la garganta con el dedo índice mientras sonreía dulcemente. «Limitémonos a decir que debes presentar una proyección muy optimista sobre esa economía y de cómo prosperará una vez que estén construidas todas esas centrales y líneas de distribución eléctrica. Eso proporcionará a USAID y a la banca internacional la justificación para los créditos. Tú recibirás una buena remuneración, por supuesto, y podrás pasar a nuevos proyectos en otros lugares exóticos. El mundo es tu carrito del supermercado.» Pero no dejó de advertirme que mi trabajo iba a ser duro. «Los expertos de los bancos irán por ti. El trabajo de ellos consiste en descubrir los fallos de tus proyecciones. Ellos quedan bien cuando consiguen hacerte quedar mal.»

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Una tarde, varios meses después, Claudine y yo estábamos sentados junto a la ventana viendo caer la nieve sobre Bacon Street. -Formamos parte de un club reducido y selecto -dijo-o Se nos paga, y muy bien por cierto, para estafar miles de millones de dólares a muchos países de todo el mundo. Buena parte de tu trabajo consistirá en estimular a los líderes de esos países para que entren a formar parte de la extensa red que promociona los intereses comerciales de Estados Unidos.
En último término esos líderes acaban atrapados en la telaraña del endeudamiento, lo que nos garantiza su lealtad. Podemos recurrir a ellos siempre que los necesitemos para satisfacer nuestras necesidades políticas, económicas o militares. A cambio, ellos consolidan su posición política porque traen a sus países complejos industriales, centrales generadoras de energía y aeropuertos. Y los propietarios de las empresas estadounidenses de ingeniería y construcción se hacen inmensamente ricos.

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El momento decisivo se produjo en 1951 con la rebelión de Irán contra una compañía petrolera británica que estaba esquilmando los recursos naturales del país y explotando a su gente. Esta compañía fue la antecesora de British Petroleum, la actual BP. En respuesta, un primer ministro iraní democráticamente elegido y muy popular (fue el Personaje del Año de la revista Time en 1951), Mohammad Mosaddeq, nacionalizó todos los yacimientos petrolíferos iraníes. Los indignados ingleses solicitaron ayuda a sus aliados de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses. Pero ambos países temieron que unas represalias militares provocasen la reacción soviética en favor de Irán. Por tanto, en vez de enviar la Infantería de Marina, Washington despachó a Kermit Rooseve1t, nieto de Theodore y agente de la CÍA. SU actuación fue brillante. Conquistó muchas voluntades mediante amenazas y sobornos. Con estas complicidades organizó . algaradas callejeras y manifestaciones violentas, lo cual creó la impresión de que Mosaddeq era un ministro tan impopular como inepto. Finalmente Mosaddeq cayó (y pasó el resto de su vida en arresto domiciliario). El proamericano Mohammad Reza Shah se erigió en dictador indiscutible. De esta manera, Kermit Roosevelt creó el escenario para una nueva profesión, la misma a cuyas filas me disponía a sumarme.1 Además de reconfigurar toda la historia del Oriente Próximo, la táctica de Roosevelt arrinconaba de una vez por todas las viejas estrategias de la construcción de imperios. También coincidió con los primeros experimentos de «acciones militares limitadas no nucleares», de cuya doctrina resultaron finalmente para Estados Unidos las humillaciones de Corea y Vietnam. En 1968, el año en que fui entrevistado por la NSA, era ya evidente que si Estados Unidos quería realizar el sueño de un imperio global (tal como lo habían planteado hombres como los presidentes Johnson y Nixon), tendría que recurrir a estrategias calcadas del ejemplo iraní sentado por Roosevelt. Era la única manera de derrotar a los soviéticos sin incurrir en el riesgo de una guerra nuclear. Restaba un problema, no obstante. Kermit Roosevelt había sido un agente de la CIA. Las consecuencias habrían podido ser funestas si lo hubiesen atrapado. Él orquestó la primera operación de Estados Unidos para derribar a un gobierno extranjero. Era probable que se recurriese a este expediente muchas veces más, pero interesaba buscar un planteamiento que no implicase directamente a Washington. Por fortuna para los estrategas, la década de 1960 fue también testigo de otra revolución: el auge de las corporaciones multinacionales y de los organismos internacionales como el Banco Mundial y el FMl. Estos dependían para su financiación principalmente de Estados Unidos y de nuestros primos europeos, también constructores de imperios. Se desarrolló una relación simbiótica entre el gobierno, las empresas y los organismos internacionales.

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3 Indonesia: lecciones de gangsterismo económico

En 1971 el interés de Estados Unidos en alejar a Indonesia de la órbita comunista era enorme, porque el desenlace de la guerra de Vietnam empezaba a verse muy incierto. El presidente Nixon había iniciado una serie de retiradas de tropas en verano de 1969 y Estados Unidos empezaba a adoptar una estrategia nueva, de un tipo más global. El objetivo de dicha estrategia consistía en contrarrestar el «efecto dominó», es decir, evitar que los países fuesen cayendo uno tras otro bajo regímenes comunistas. Se fijaron las prioridades en un par de países, pero Indonesia era la clave. El proyecto de electrificación de MAIN era parte de un plan más amplio con el objeto de asegurar el dominio estadounidense en el Sudeste asiático.
La premisa de la política exterior estadounidense era que Suharto se pondría al servicio de Washington de la misma manera que el sha en Irán. Además, Estados Unidos confiaba en que aquel país sirviera de modelo para otros de la región. En parte, Washington basaba su estrategia en la suposición de que las ventajas logradas en Indonesia repercutirían positivamente sobre todo el mundo islámico y particularmente en la explosiva región del Oriente Próximo. Por si eso no fuese incentivo suficiente, Indonesia tenía además yacimientos de petróleo. No se conocía con exactitud ni el tamaño ni la calidad de sus reservas, pero los sismólogos de las petroleras rebosaban optimismo en cuanto a sus posibilidades.

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Cierto día de 1971 -faltaba más o menos una semana para la fecha de partida a Indonesia-, al llegar al piso de Claudine vi la mesita de la sala puesta con un surtido de canapés y quesos variados, y también una buena botella de Beaujolais.
Ella me recibió con un brindis.
-Lo has conseguido -dijo con una sonrisa, que sin embargo me pareció algo ambigua-. Ya eres de los nuestros. Charlamos alegremente como media hora. Y luego, mientras apurábamos la botella, me dirigió una mirada que nunca le había visto.
-Jamás le hables a nadie de nuestros encuentros -dijo con voz enérgica -. Nunca te lo perdonaría, y además negaría haberte conocido alguna vez. Después de asestarme otra ojeada tan severa que por primera vez llegué a sentirme amenazado, soltó una carcajada sarcástica y agregó:
 -Si mencionaras algo de esto, la vida podría llegar a ponerse peligrosa para ti.

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4 Salvar a una nación del comunismo

Rodeado de volutas de humo, Charlie paseó la mirada por el salón.
-Estaremos bien atendidos aquí - dijo acompañando las palabras con varios cabezazos de satisfacción. Los indonesios cuidarán de nosotros, y también los de nuestra embajada. Pero no olvidemos que hemos venido con una misión que cumplir. Miró un puñado de fichas que tenía delante.
-Sí. Estamos aquí a fin de desarrollar un plan maestro para la electrificación de Java, el lugar más poblado del mundo. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Su expresión se ensombreció, me recordó al actor George C. Scott en su papel de General Patton, uno de los héroes de Charlie.
- Estamos aquí para salvar el país de las garras del comunismo. Que no es poca cosa. Como saben ustedes, Indonesia tiene una historia larga y trágica. Ahora, cuando se disponía a entrar definitivamente en el siglo XX, se ha visto enfrentada a una nueva prueba. Es nuestra responsabilidad conseguir que Indonesia no siga los pasos de sus vecinos del norte, Vietnam, Camboya y Laos. El sistema eléctrico integrado será un elemento clave. Con eso, más que con ningún otro factor, salvo la posible excepción del petróleo, quedará asegurada la presencia del capitalismo y de la democracia. Después de una pausa para inhalar del puro y barajar sus anotaciones, prosiguió:
-Y hablando de petróleo. Todos sabemos hasta qué punto lo necesita nuestro país. Indonesia puede llegar a ser una aliada poderosa en tal sentido. De manera que, cuando desarrollen ustedes ese plan maestro, tengan la bondad de recordar lo que van a necesitar la industria del petróleo y las demás que dependen de ella, los puertos, los oleoductos, las constructoras. Debe proporcionárseles lo que haga falta en términos de consumo eléctrico para los veinticinco años de vigencia de ese plan.

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Seguí dando vueltas en mi cama sin pegar ojo. Era innegable que tanto Charlie como los demás miembros del equipo estábamos allí por motivos egoístas. Promovíamos la política exterior de Estados Unidos y los intereses corporativos. Nos impulsaba la codicia y no un supuesto deseo de mejorar las condiciones de vida de la gran mayoría de los indonesios. Una palabra acudió a mi mente: la corporatocracia. No consigo recordar si la había escuchado en alguna parte o la inventé yo mismo, pero me pareció perfecta para describir la nueva clase dominante que se había metido entre ceja y ceja el afán de dominar el planeta. Era una cofradía de unos pocos, estrechamente unidos por unos objetivos comunes. Los miembros de esa cofradía pasaban con facilidad de los consejos de administración a los cargos públicos, y viceversa. Se me antojaba que el entonces presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, era el ejemplo perfecto. Había pasado de su puesto de presidente de Ford Motor Company a la secretaría de Defensa con los gabinetes de Kennedy y Johnson, y en aquellos momentos era la autoridad máxima de la institución financiera más poderosa del mundo. Comprendía también que mis profesores de la EADE no habían captado la verdadera naturaleza de las magnitudes macroeconómicas. Que en muchos casos, contribuir al crecimiento económico de un país sólo servía para enriquecer todavía más a los que estaban en la cima de la pirámide, sin hacer nada por los de abajo excepto empujarlos más abajo "todavía. En efecto, la promoción del capitalismo muchas veces produce un sistema parecido a las sociedades feudales de la Edad Media. Si alguno de mis profesores lo sabía, nunca nos lo contó, probablemente porque las grandes empresas y los hombres que las dirigen financian las universidades. Si aquellos profesores nos hubieran enseñado la verdad, sin duda les habría costado el empleo, lo mismo que podían costármelo a mí unas revelaciones por el estilo.

(...)

5 Cómo vendí mi alma

-No soy ningún novato -dije-. Podré parecerte joven, pero acabo de regresar después de pasar tres años en Suramérica. He visto lo que puede ocurrir cuando se descubre petróleo. Las cosas cambian muy deprisa.
-¡Ah! Yo tampoco soy ningún novato -se burló él-. He dado muchas vueltas por ahí, muchacho, y voy a decirte una cosa. Me importan un comino tus descubrimientos de petróleo y todo eso. Llevo toda la vida pronosticando cargas de electricidad. Durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, en épocas de alza y en épocas de baja. He visto lo que supuso para Boston el llamado «Milagro de Massachusetts» de la Ruta 128. Y puedo afirmar que la carga eléctrica nunca creció más de un siete a nueve por ciento anual durante un período sostenido. Ni siquiera en los mejores tiempos. Un seis por ciento sería la cifra más razonable. Me quedé mirándole. En parte sospechaba que tenía razón. Pero me hallaba a la defensiva y sentí la necesidad de persuadirle, porque mi propia conciencia me reclamaba una justificación.
-Esto no es Boston, Howard. En este país la gente no había tenido electricidad hasta hoy. Las cosas son diferentes aquí. Él giró sobre sus talones e hizo un ademán, como para barrer mis argumentos. 
-Adelante -gruñó-. Sigue vendiéndome la moto. Me importa un comino lo que digas.
-Sacó el sillón de detrás de su escritorio y se dejó caer en él antes de continuar-: Yo haré mi pronóstico de la demanda eléctrica basándome en lo que creo, no en ningún estudio económico de vuestra cocina -y tomó un lápiz y se puso a garabatear en un bloc.
Era un desafío que yo no podía pasar por alto. Me planté delante de su escritorio.
-Vas a quedar como un necio si yo presento lo que todo el mundo espera, un boom como el de la fiebre del oro de California, y tú presentas un crecimiento de la demanda eléctrica comparado con el de Boston en la década de 1960. Golpeó el escritorio con el lápiz y me lanzó una ojeada furibunda.
-¡Falta de escrúpulos! ¡Eso es lo que es! Tú ... todos vosotros ... -se corrigió con un aspaviento que abarcaba la totalidad de los despachos-, habéis vendido el alma al diablo. Estáis en esto por la pasta y nada más. Y ahora... - forzó una mueca y se llevó la mano bajo la camisa -. ¡Ahora desconecto mi audífono y me vuelvo a mi trabajo!

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Pocos días más tarde, Howard cayó enfermo de una grave infección. Lo llevamos de urgencias al hospital de la misión católica. Los médicos le recetaron fármacos pero recomendaron su evacuación inmediata a Estados Unidos. Él nos aseguró que tenía ya todos los datos necesarios y que completaría el estudio de cargas en Boston. Sus palabras de despedida para mí fueron una repetición de su anterior advertencia. «No hay necesidad de maquillar los números -dijo-. Di lo que quieras sobre los milagros del desarrollo económico, pero yo no voy a ser cómplice de esa estafa.»

(...)

SEGUNDA PARTE 1971 -1975 

6 Mi papel de inquisidor

Los industriales me comunicaban sus programaciones a cinco y diez años. Los banqueros ofrecían gráficos y tablas. Y los funcionarios oficiales tenían listas de los proyectos a punto de emerger de las oficinas técnicas para convertirse en motores del crecimiento económico. Todo lo que transmitían esos capitanes de la industria y de la autoridad pública, y todo lo que manifestaban durante las entrevistas, tendía a indicar que Java se disponía a abordar el boom posiblemente más grande que ninguna economía hubiese conocido antes. Nadie, ni uno solo, cuestionó nunca esa premisa ni me ofreció ninguna información de signo negativo. Mientras regresaba a Bandung, sin embargo, yo iba lleno de dudas en cuanto a estas experiencias, en cuyo trasfondo se adivinaba algo muy inquietante. Era como si todo lo que estábamos haciendo en Indonesia fuese una especie de juego sin relación con la realidad. Más bien como una partida de póquer, las cartas ocultas y todos desconfiando de las informaciones que intercambiábamos. Pero ésta era una partida a muerte, pues de sus resultados iban a depender millones de vidas durante los próximos decenios.

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7 La civilización a prueba

Fue una representación notable, en la que se combinaron las leyendas tradicionales con los acontecimientos de actualidad. Más tarde me enteré de que el dalang es un chamán que actúa en estado de trance. Tenía más de un centenar de títeres y hablaba por cada uno de ellos con voz diferente. Fue una noche inolvidable para mí, que ha ejercido una influencia perdurable en toda mi vida. Después de recitar una selección de textos clásicos del antiguo Ramayana, el dalang sacó un muñeco que era Richard Nixon, con la inconfundible nariz en pico de pato y los mofletes. El presidente de Estados Unidos iba vestido de Tío Sam, con el chaqué y el sombrero de copa a rayas y estrellas como la bandera nacional. Le daba la réplica otro muñeco, éste luciendo un traje de rayadillo financiero. En una mano llevaba un cesto decorado con el símbolo del dólar y en la otra empuñaba una bandera americana, con la que daba viento a Nixon como un criado abanicando a su amo. Detrás de estos dos personajes apareció un mapa de Oriente Próximo y Extremo Oriente. Los distintos países estaban colgados de ganchos en sus posiciones. Nixon se acercó enseguida al mapa, desenganchó Vietnam y se lo llevó a la boca. En seguida se puso a gritar y lo que dijo me fue traducido como: «Está amargo! ¡Puaf. ¡Ya tenemos suficiente!», y lo arrojó al cesto. A continuación fue haciendo lo mismo con otros países. Para sorpresa mía, sin embargo, no continuó con las demás naciones asiáticas según la «teoría del dominó». Lo hacía con los del Oriente Próximo, como Palestina, Kuwait, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Irán. Luego continuó con Pakistán y Afganistán. Cada vez, el muñeco de Nixon gritaba algún epíteto antes de arrojar el país al cesto. Y todas esas veces, sus gritos eran improperios anti-islámicos: «perros musulmanes», «engendros de Mohammed» y «demonios islámicos». La multitud empezaba a soliviantarse y la tensión crecía cada vez que otro país iba a parar al cesto. La gente, por lo visto, no sabía si reír, asombrarse o montar en cólera. A veces parecía que los escandalizaban las palabras del titiritero. Empecé a preocuparme. En medio de aquella multitud, mi aspecto y estatura llamaban la atención, y pensé que la indignación popular podría volverse contra mí. Entonces Nixon dijo una cosa que me puso los pelos de punta cuando Rasy me la tradujo.
—Este se lo daremos al Banco Mundial. Veamos si se puede sacar un poco de dinero de Indonesia. Descolgó Indonesia del mapa y se acercó al cesto para arrojarla también, pero en ese preciso instante saltó a escena un nuevo protagonista. Representaba a un indonesio en camisa de batik y pantalón caqui de soldado. Llevaba un parche con su nombre claramente legible. —Es un político popular aquí en Bandung —explicó Rasy. El muñeco se interpuso entre Nixon y el hombre del cesto, y alzó la mano. — ¡Alto! — gritó—. ¡Indonesia es un país soberano! La multitud rompió en un aplauso. Entonces el hombre del cesto enarboló la bandera a modo de lanza y atravesó con ella al indonesio, que trastabilló y falleció muy dramáticamente. El público prorrumpió en abucheos, imprecaciones y gritos, agitando los puños alzados al aire. Nixon y el hombre del cesto se quedaron mirándonos, impasibles, hicieron sendas reverencias y abandonaron el escenario.

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Era preferible cambiar de conversación. Les pregunté por qué, en opinión de ellos, el dalang se había fijado en los países islámicos, con excepción de Vietnam. La bella estudiante de inglés soltó una carcajada.
— ¡Porque ése es el plan! —Vietnam no es más que una maniobra de diversión —intervino uno de los hombres—. Como Holanda lo fue para los nazis. Un peldaño de la escalada.
—El blanco real es el mundo musulmán —continuó la mujer. Pensé que no podía dejarlo pasar sin réplica.
—Sin duda no creerán ustedes que Estados Unidos va contra el islam — protesté.
—Ah ¿no? —preguntó ella—. ¿Y desde cuándo no es así? No tiene más que leer a uno de sus propios historiadores. El británico Toynbee. Allá por los años cincuenta, él predijo que la auténtica guerra del próximo siglo no estaría entre comunistas y capitalistas, sino entre cristianos y musulmanes.
—¿Arnold Toynbee dijo eso? —pregunté con asombro.
—Sí. Lea usted El juicio a la civilización y El mundo y el Occidente.
—Pero ¿por qué iba a producirse tal animosidad entre musulmanes y cristianos? —planteé. Cambiaron miradas entorno a la mesa. Como si les costase creer que alguien fuese capaz de formular una pregunta tan tonta.
—Porque Occidente... —empezó muy despacio, como quien habla a un interlocutor algo lento de entendimiento, o duro de oído—, y en especial su líder, Estados Unidos, está decidido a apoderarse del mundo, a convertirse en el imperio más grande de la historia. Ya se halla muy cerca de conseguirlo. La Unión Soviética es la única que se lo impide, pero los soviéticos van a durar poco. Toynbee supo verlo. No tienen ninguna religión, ninguna fe, ninguna sustancia más allá de su ideología. La historia demuestra que la fe, lo espiritual, la creencia en un poder superior, es esencial. Nosotros los musulmanes la tenemos. Tenemos de eso más que nadie en el mundo, incluso más que los cristianos. Así que estamos a la espera, mientras tanto nos hacemos cada vez más fuertes.
—Nos tomaremos nuestro tiempo —intervino otro—, y luego atacaremos como la serpiente.
—¡Qué idea más horrible! —exclamé sin poder contenerme—, ¿Qué podemos hacer para cambiar esto? La estudiante de inglés me miró a los ojos.
—Dejar de ser tan codiciosos. Y tan egoístas —dijo—. Comprender que hay algo más en el mundo que vuestros rascacielos y vuestras tiendas de lujo.

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8 Un Jesús diferente

El recuerdo de aquel dalang me perseguía. Y lo mismo las palabras de la bella estudiante de inglés. Esa noche e Bandung me catapultó a un plano nuevo del pensamiento y del sentimiento. Aunque no sería exacto decir que antes hubiese ignorado las implicaciones de lo que estábamos haciendo en Indonesia, por lo general yo conseguía tranquilizarme apelando al raciocinio, a los precedentes históricos, al imperativo biológico. Justificaba nuestra intervención como un aspecto de la condición humana y me persuadía de que Einar, Charlie y los demás obrábamos, sencillamente, como siempre lo han hecho los hombres: atendiendo a las necesidades propias así como a las de nuestras familias. Pero mi discusión con aquellos jóvenes indonesios me había obligado a ver otro aspecto de la cuestión. Mirando a través de los ojos de ellos, me daba cuenta de que un planteamiento egoísta en política exterior no sirve ni protege a las generaciones futuras en ninguna parte. Es una postura tan miope como los informes anuales de las empresas y las estrategias electorales de los políticos que definen esa política exterior.

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Escribí en mi diario: ¿Se puede ser inocente en Estados Unidos? Es verdad que quienes ocupan la cúspide de la pirámide económica cosechan grandes ganancias, pero millones de nosotros, los demás, dependemos directa o indirectamente de la explotación de los países menos desarrollados. Los recursos y la mano de obra barata que utilizan casi todas nuestras empresas provienen de lugares como Indonesia, que apenas reciben nada a cambio. Los créditos de la ayuda exterior son la garantía de que sus hijos y nietos seguirán siendo rehenes nuestros. Tendrán que permitir el saqueo de sus recursos naturales por nuestras empresas y seguirán privándose de educación, sanidad y demás servicios sociales, simplemente para pagarnos la deuda. En esa fórmula no interviene el hecho de que nuestras compañías hayan recibido ya la mayor parte del pago por la construcción de esas centrales generadoras, esos aeropuertos y esos complejos industriales. Que la mayoría de los estadounidenses desconozcan estas realidades, ¿es excusa suficiente? Desinformados y mal informados adrede, sí, pero... ¿inocentes?

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El concepto de una guerra santa mundial era inquietante, pero cuanto más lo pensaba más me convencía de su posibilidad. Sin embargo, me parecía que, caso de producirse la yihad, ésta no sería tanto de musulmanes contra cristianos como de los PMD contra los PD, quizá con el mundo islámico en funciones de avanzadilla. Nosotros los PD éramos los usuarios de los recursos, y los PMD eran los proveedores. Es decir, el retomo del sistema mercantil colonial, y todo dispuesto en favor de los que tuviesen el poder y pocos recursos naturales, a fin de explotar a los que tenían recursos pero no el poder.

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Lo que Paine ofreció a sus compatriotas en su brillante panfleto Sentido común era lo mismo que habían dicho mis amigos indonesios: un espíritu, una idea, la fe en la justicia de un poder superior y una religión de la libertad y la igualdad diametralmente opuesta a la monarquía inglesa y su elitista sistema de clases. Los musulmanes ofrecían algo similar: la fe en un poder superior y la creencia de que los países desarrollados no tenían derecho a subyugar y explotar a los demás países del mundo. Como aquellos minutemen de la colonia (voluntarios para formar en menos de un minuto cuando se diese la voz de alarma), los musulmanes estaban dispuestos a luchar por sus derechos. Y nosotros, lo mismo que los británicos en 1770, calificábamos sus acciones de atentados terroristas. Más que nunca, parecía cierto aquello de que la historia se repite. Me preguntaba qué clase de mundo tendríamos si Estados Unidos y sus aliados hubiesen dedicado el dinero que gastaron en guerras coloniales, como la de Vietnam, a erradicar el hambre o a facilitar educación y servicios básicos de sanidad a todos, incluidos los nuestros. Me pregunté cómo se verían afectadas las generaciones del futuro si nos dedicásemos a eliminar las causas de la miseria y a proteger los acuíferos, los bosques y las comarcas naturales que además de proporcionarnos agua potable y aire puro aportan otras cosas que alimentan el espíritu tanto como el cuerpo. Yo no podía creer que nuestros padres fundadores hubiesen propuesto que el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad existiera sólo para los estadounidenses. En consecuencia, ¿por qué impulsábamos ahora estrategias tendentes a implantar valores imperialistas, como los que ellos habían combatido?

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Entonces recordé lo que acababa de soñar. Me había visto en presencia de Jesucristo. Parecía el mismo con quien yo hablaba todas las noches cuando era niño para confiarle mis pensamientos después de recitar las oraciones de rigor. Excepto que el Jesús de mi infancia era rubio y de piel blanca, y éste tenía el pelo ensortijado y la tez oscura. Inclinándose, cargó algo sobre sus espaldas. Pero no era la cruz, sino un eje de automóvil. Una de las llantas sobresalía por encima de su cabeza a manera de aureola de metal. Por su frente rodaban gotas de grasa, en vez de sangre. Al incorporarse me miró cara a cara, y dijo: —Si yo regresara hoy, me verías de otra manera —y al preguntarle por qué, agregó—: Porque el mundo ha cambiado.

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9 Una oportunidad en la vida

La verdadera prueba de Indonesia me aguardaba en el cuartel general de MAIN. Acudí al edificio Prudential Center a primera hora de la mañana. Mientras esperaba el ascensor junto con docenas de empleados, me enteré de que Mac Hall, el enigmático y octogenario presidente y consejero delegado de MAIN, había nombrado a Einar presidente de la oficina de Portíand (Qregón). En consecuencia, yo pasaba a rendir cuentas oficialmente a Bruno Zambotti.

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Poco antes de la hora del almuerzo me llamó a su despacho. Después de un cordial diálogo acerca de Indonesia me dijo una cosa que casi me hizo saltar del asiento.
—Voy a despedir a Howard Parker. No es necesario entrar en detalles, excepto que ese hombre ha perdido el sentido de la realidad.
—Sonreía con desconcertante satisfacción, sin embargo, mientras repicaba con el índice en un montón de papeles que tenía sobre el escritorio. El ocho por ciento anual, ¡figúrate! Ésa ha sido su previsión de carga. ¡Para un país con el potencial de Indonesia! La sonrisa se desvaneció mientras me miraba a los ojos.
— Charlie Illingworth me ha dicho que tu proyección económica cumple los objetivos y justificará un crecimiento de la carga entre el diecisiete y el veinte por ciento. ¿Es cierto eso? Le aseguré que lo era. El se puso en pie y me tendió la mano.
—Te felicito. Acabas de ganar un ascenso.

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Durante las semanas siguientes procuré no pensar en Claudine. Me dediqué a escribir mi dictamen sobre la economía indonesia, así como a corregir los pronósticos de Howard. Hasta dejar en limpio el tipo de estudio que mis jefes querían ver: un crecimiento medio del 19 por ciento en la demanda eléctrica anual durante los primeros doce años, a contar desde la puesta en marcha del nuevo sistema, disminuyendo poco a poco hasta el 17 por ciento durante los ocho años siguientes, y manteniéndose finalmente en un crecimiento del 15 por ciento durante los últimos cinco años, de los veinticinco que contemplaba la previsión. Presenté mis conclusiones en una reunión formal con las agencias financieras internacionales encargadas de los créditos. Sus equipos de expertos me interrogaron largamente y sin contemplaciones. Para entonces mis emociones se habían convertido en una especie de determinación obstinada, no muy diferente de la rebeldía que me inflamaba en mis tiempos de instituto. Sin embargo, el recuerdo de Claudine nunca me abandonaba. Cuando un economista joven e impertinente del Asian Development Bank deseoso de destacar delante de sus jefes me acribilló a preguntas durante toda una tarde, recordé el consejo que muchos meses antes me había dado Claudine, sentados los dos en su apartamento de Beacon Street. «¿Quién es capaz de prever el futuro a veinticinco años vista? —había preguntado—. Tus conjeturas valen tanto como las de ellos. Sólo es cuestión de tener confianza en uno mismo.»

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Me consideraba miembro de la nueva generación de jóvenes prodigio fanáticos de la estadística y enamorados de la econometría, émulos de McNamara, el altanero presidente del Banco Mundial, ex presidente de Ford Motor Company y ex secretario de Defensa en tiempos de Kennedy. Ése fue un hombre que se labró su reputación con los números, con la teoría de las probabilidades, con los modelos matemáticos, y —sospechaba yo— con una elevadísima opinión de sí mismo. Traté de imitar a McNamara y a Bruno, mi jefe, adoptando algunos giros de expresión del primero y los andares jactanciosos del segundo, con el maletín colgado balanceándose a mi paso. Ahora que lo recuerdo, me admiro de mi propia osadía. A decir verdad, mis conocimientos eran muy limitados. Lo que me faltaba en cuanto a formación y práctica lo suplí a base de audacia. Y salió bien. A su debido tiempo, el grupo de expertos puso su sello de «visto bueno» a mis informes. Durante los meses siguientes asistí a reuniones en Teherán, Caracas, Guatemala, Londres, Viena y Washington. Fui presentado a personajes famosos como el sha de Irán, los ex presidentes de varios países y el mismo Robert McNamara en persona. Al igual que mi instituto, era un mundo exclusivamente masculino. Me sorprendió comprobar cómo afectaban a las actitudes de otras personas para conmigo tanto mi, nuevo título como el rumor de mis triunfos recientes ante las instituciones financieras internacionales. Al principio, todas estas atenciones se me subieron a la cabeza. Empecé a creerme un mago Merlín cuya varita mágica agitada sobre un país haría brotar la luz eléctrica y desplegarse las industrias como otras tantas flores. Más tarde me desengañé, y desconfiaba de mis propios  motivos tanto como de los de todas las personas que me rodeaban. Me parecía que ni las licenciaturas ni otros títulos más sonoros calificaban a nadie para comprender la condición lamentable de un leproso que vive al lado de una cloaca en Yakarta; y dudaba de que la habilidad para manipular estadísticas implicase ninguna capacidad para ver el futuro. Cuanto más conocía a las personas responsables de las decisiones que determinaban la marcha del mundo, más crecía mi escepticismo en cuanto a su capacidad y sus intenciones. Y cuando los veía cerca de mí, sentados a las mesas de reunión, me costaba un gran esfuerzo disimular mi cólera.

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Al mismo tiempo empezaba a plantearme quién se beneficia con la guerra y la producción en masa de armamento, la construcción de grandes presas y la destrucción del medio ambiente y de las culturas indígenas. ¿A quién beneficia la muerte de cientos de miles de seres humanos por inanición, por beber aguas contaminadas, por enfermedades curables en otras latitudes?, me preguntaba. Poco a poco fui comprendiendo que, a la larga, eso no beneficia a nadie pero, a corto plazo, sí parecía beneficiar a los que ocupaban la cúspide de la pirámide, como mis jefes y yo. Al menos materialmente. Pero esto planteaba otras muchas preguntas. ¿Por qué persiste tal situación? ¿Por qué ha sido tolerada tanto tiempo? ¿Reside la respuesta simplemente en el viejo principio de «la razón de la fuerza»? ¿Los que tienen el poder perpetúan el sistema?

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No hemos sido los primeros, por supuesto. La lista de los antecedentes se retrotrae a los antiguos imperios del norte de África, de Oriente Próximo y de Asia; y continúa con los persas, los griegos, los romanos, los cruzados cristianos y todos los europeos constructores de imperios de la época poscolombina. Ese afán imperialista fue y continúa siendo la causa de buena parte de las guerras, la contaminación, las hambrunas, la desaparición de especies y los genocidios. Y, desde siempre, ha cobrado un severo tributo a la conciencia y al bienestar de los ciudadanos, ha contribuido al malestar social y ha dado lugar a una situación en la que las culturas más prósperas de la historia de la humanidad se hallan afectadas por los índices más elevados de suicidios, toxicomanías y delitos violentos.

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10 Presidente y héroe de Panamá

Aterricé en el aeropuerto internacional Tocumen de Panamá una noche de abril de 1972, en pleno aguacero tropical.

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Panamá formaba parte de Colombia cuando el ingeniero francés Ferdinand de Lesseps, que había dirigido la construcción del canal de Suez, decidió abrir a través del istmo centroamericano una vía para enlazar los océanos Atlántico y Pacífico. Iniciadas las obras en 1881, el descomunal esfuerzo del francés sufrió una larga serie de catástrofes. Hasta que, en 1889, el proyecto acabó en la quiebra financiera. Pero le inspiró un sueño a Theodore Roosevelt. A comienzos del siglo XX, Estados Unidos exigió que Colombia firmase un tratado que ponía el istmo en manos de un consorcio norteamericano. Los colombianos se negaron. En 1903, el presidente Roosevelt envió a la zona el acorazado Nashville. Los soldados estadounidenses desembarcaron, se apoderaron de un popular comandante de la milicia, al que dieron muerte y declararon la independencia de Panamá. Quedó instaurado un gobierno títere y firmado el primer Tratado del Canal. Establecía una zona estadounidense a ambos lados del trazado, legalizaba la intervención militar estadounidense y cedía prácticamente a Washington el control sobre la recién constituida nación «independiente». Lo más curioso es que el tratado lo firmaron Hay, secretario de Estado, y un ingeniero francés, Philippe Bunau-Varilla, que había sido miembro del equipo inicial, sin intervención de ningún panameño. En esencia, Panamá se independizó de Colombia en beneficio de Estados Unidos, en un acuerdo rubricado por un estadounidense y un francés. Un comienzo profético, si lo miramos retrospectivamente. 1

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Similares en esto a la mayoría de los dictadores latinoamericanos aliados de Washington, los dirigentes de Panamá entendieron que los intereses de Estados Unidos incluían la represión de cualquier movimiento populista que oliese a socialismo. También prestaron apoyo a la CÍA y la NSA para sus actividades anticomunistas en todo el hemisferio y ayudaron a las grandes compañías estadounidenses como la Standard Oil de Rockefeller y la United Fruit Company (más tarde adquirida por George H. W. Bush). Evidentemente, esos gobiernos no creían que favoreciese a los intereses de Estados Unidos ninguna mejora del nivel de vida de sus ciudadanos, que vivían en una miseria espantosa o trabajaban prácticamente como - esclavos en las grandes empresas y plantaciones. Las familias dirigentes panameñas recibieron una buena recompensa por su colaboración. Para defenderlas, Estados Unidos intervino militarmente una docena de veces entre la declaración de independencia del país y 1968. Pero en esta fecha, y mientras yo estaba todavía en Ecuador como voluntario del Peace Corps, el rumbo de la historia panameña cambió de pronto. Un golpe de Estado derribó a Arnulfo Arias, el último de aquel linaje de dictadores, y Ornar Torrijos, aunque no había participado activamente en el golpe, 2 llegó a la jefatura del Estado.

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Su amor a la vida y su compasión con la gente traspasaron las fronteras de Panamá. Por iniciativa de Torrijos, el país se convirtió en refugio de perseguidos y concedió asilo a los exiliados de los dos bandos del espectro político, desde izquierdistas de la oposición chilena contra Pinochet hasta prófugos de la guerrilla anticastrista. Muchos lo consideraban un agente de la paz y esa percepción le valió los elogios de todo el hemisferio. También adquirió prestigio como dirigente capaz de salvar las diferencias que destrozaban a tantos otros países latinoamericanos, como Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Cuba, Colombia, Perú, Argentina, Chile y Paraguay. Su pequeño país de dos millones de habitantes pasaba por ser un modelo de reforma social y una inspiración para líderes tan diversos como los dirigentes obreros que tramaban el desmembramiento de la Unión Soviética y los militantes islámicos como el libio Moammar al-Gaddafi.4

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En algún periódico de la hemeroteca me había tropezado con un artículo que elogiaba a Torrijos como el hombre que cambiaría la historia de las Américas invirtiendo la tradicional tendencia a la hegemonía estadounidense. En cuanto a ésta, el autor situaba sus orígenes en la doctrina del «Destino Manifiesto». Es decir, la creencia —muy difundida hacia 1840 entre los estadounidenses — de que la conquista de las tierras norteamericanas obedecía a un designio divino. Era Dios, por tanto, y no el hombre, quien había dispuesto el exterminio de los indios, de los bosques y de los bisontes, la desecación de los pantanos, la canalización de los ríos y la imposición de un sistema económico que requería la explotación incesante del trabajo y de los recursos naturales. Este artículo me llevó a una serie de reflexiones sobre las actitudes de mi país frente al mundo. La doctrina Monroe de 1823, así llamada por su atribución al presidente James Monroe, se aplicó a la generalización del Destino Manifiesto en las décadas de 1850 y 1860, al afirmar que Estados Unidos disfrutaba de una jurisdicción especial sobre todo el hemisferio, que incluía el derecho a invadir cualquier país de Centroamérica o Suramérica que no se plegase a la política estadounidense. Teddy Roosevelt invocó la doctrina Monroe para justificar la intervención estadounidense en la República Dominicana, y luego en Venezuela y durante la «liberación» de Panamá con respecto a Colombia. Y toda una serie de sucesores, en especial Taft, Wilson y Franklin Roosevelt, utilizaron el mismo argumento en apoyo de la expansión de las actividades panamericanas de Washington hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Durante la segunda mitad del siglo XX se acudió a la amenaza comunista para justificar una nueva generalización del concepto e incluir a países como Vietnam e Indonesia. Pero ahora, por lo que parecía, un hombre estorbaba las intenciones de Washington. Yo sabía que no era el primero, al haberle precedido otros dirigentes como Castro y Allende, pero sólo Torrijos lo intentaba sin acogerse a la ideología comunista y sin decir que su movimiento fuese una revolución. Lo único que estaba diciendo era que Panamá tenía sus derechos, en particular la soberanía sobre sus gentes, sobre sus tierras y sobre la obra hidráulica que dividía a éstas en dos. Y estos derechos eran tan válidos y de origen tan sagrado como los que pudiese pretender Estados Unidos. Torrijos protestaba también contra la presencia de la Escuela de las Américas y del centro de instrucción para la guerra tropical del Comando Sur, ambos instalados en la zona del Canal. Durante años, y por invitación de los militares estadounidenses, los dictadores y los presidentes de Latinoamérica enviaron a sus hijos así como a la oficialidad de sus ejércitos para que se formasen en dichos centros, los más grandes y los mejor equipados fuera del territorio de Estados Unidos. Allí no sólo aprendieron tácticas militares, sino también técnicas de interrogatorio y de lucha clandestina que les servirían para combatir el comunismo y proteger sus propias fortunas así como las de las compañías petroleras y otras corporaciones privadas. La asistencia proporcionaba además la oportunidad de relacionarse con los altos mandos estadounidenses.

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Al observar al apuesto general del cartel y leer el texto impreso bajo su cara: «El ideal de Ornar es la libertad, y no se ha inventado el misil capaz de matar un ideal». Sentí un escalofrío. Tuve el presentimiento de que la historia de Panamá durante el siglo XX no iba a terminar tan pronto y de que le esperaban a Torrijos tiempos difíciles y tal vez trágicos.

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11 Piratas en la zona del Canal

Había pintadas en muchas paredes. Algunas eran los habituales corazones flechados y con las iniciales de las parejas, pero la mayoría eran proclamas que manifestaban odio contra Estados Unidos: «Gringos fuera», «No sigan jodiendo en nuestro Canal», «Tío Sam negrero», «Nixon: Panamá no es Vietnam». Pero uno que me heló la sangre decía: «Morir por la libertad es el camino de Cristo».
—Ahora veremos el otro lado —dijo Fidel—. Yo tengo pase oficial y usted es ciudadano americano, así que podemos entrar. Entramos en la zona del Canal bajo un cielo de color magenta. Aunque iba advertido, no fue suficiente. La opulencia del lugar era increíble: grandes edificios blancos, céspedes primorosamente segados, casas espléndidas, campos de golf, comercios, salas de cine.
—Los datos a la vista —anunció — . Aquí todo es propiedad estadounidense. Todos los comercios, los supermercados, las barberías, los salones de belleza, los restaurantes, todos están exentos de las leyes y los impuestos de Panamá. Hay siete campos de golf de dieciocho hoyos, estafetas de correos estadounidenses donde hagan falta, juzgados y escuelas estadounidenses. Es un país dentro de otro país.
— ¡Menuda afrenta! Fidel me miró fijamente, como para calibrar mi sinceridad.
—Sí —admitió—. Es una palabra bastante adecuada. Ahí fuera —dijo apuntando con un ademán hacia la ciudad—, la renta per capita no alcanza los mil dólares al año y el índice de paro es del treinta por ciento. Por supuesto, en la barriada que acabamos de visitar nadie llega a esos mil dólares, y casi nadie tiene trabajo.
—¿Y qué se hace al respecto? Se volvió hacia mí con una mirada entre furiosa y triste.
— ¿Qué podemos hacer? —meneó la cabeza—. No lo sé, pero puedo decir una cosa: Torrijos lo intenta. Creo que va a ser fatal para él, pero está haciendo todo lo que puede. Es un hombre capaz de dar la vida luchando por su pueblo.

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12 Soldados y prostitutas

Mientras echábamos a andar de nuevo, Fidel me explicó que las mujeres panameñas tenían prohibido por ley el ejercicio de la prostitución. «Pueden ser camareras y bailarinas, pero no comerciar con su cuerpo. Eso se lo dejamos a las importadas.»

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13 Conversaciones con el General

La invitación me llegó de manera totalmente inesperada. Una mañana, durante aquella visita mía de 1972, estaba sentado en el despacho que me habían asignado en el Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación panameño, compañía de titularidad pública. Estudiaba una hoja con estadísticas cuando un hombre llamó golpeando discretamente en el marco de la puerta, que tenía abierta. Lo invité a pasar, felicitándome por la oportunidad de eludir durante un rato la lectura de cifras. El se presentó como el chófer del general y anunció que tenía orden de llevarme a una de las residencias de su jefe. Una hora más tarde me hallaba sentado ante una mesita de centro. Frente a mí, el general Ornar Torrijos. Vestía de modo informal, en típico estilo panameño: pantalón militar caqui y camisa de manga corta azul claro con un fino dibujo verde. Era alto, atlético y bien parecido. Su conversación era de una campechanía insólita en un hombre con tan altas responsabilidades. Un rizo de cabello oscuro le caía sobre la abultada frente. Me preguntó acerca de mis recientes viajes por Indonesia, Guatemala e Irán. Los tres países le fascinaban. Pero su curiosidad se centraba sobre todo en el soberano iraní, el sha Mohammad Reza Pahlevi, entronizado en 1941 cuando los británicos y los soviéticos derribaron a su padre acusándole de colaborar con Hitler.1 —¿Qué le parece? —me preguntó Torrijos—. ¡Participar en un plan para destronar a su propio padre! El jefe de Estado panameño estaba bien informado en cuanto a la historia de aquel lejano país. Comentamos cómo se volvieron las tomas en contra del sha en 1951, cuando su propio primer ministro, Mohammad Mosaddeq, le obligó a exiliarse. Torrijos, como casi todo el mundo, sabía que fue la CÍA quien le colgó al primer ministro la etiqueta de comunista para intervenir luego y restablecer al sha en el trono. En cambio, no sabía, o al menos no mencionó la parte que me había contado Claudine, con las brillantes maniobras de Kermit Roosevelt que inauguraron una nueva era de imperialismo. Es decir, la yesca que encendió la conflagración imperial mundial.

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—¿Sabe usted de quién es la United Fruit? — preguntó. —De Zapata Oil, la compañía de George Bush... nuestro embajador ante Naciones Unidas.
—Un personaje ambicioso.
—Se inclinó hacia mí y, bajando la voz, dijo —: Ahora voy contra sus compinches de la Bechtel. Tuve un sobresalto. La Bechtel era la compañía de ingeniería más poderosa del mundo, y había colaborado en muchos proyectos con MAIN. En el caso del plan maestro para Panamá, yo la creía una de nuestras principales competidoras.
—¿A qué se refiere usted?
—Estamos estudiando la construcción de un nuevo canal a nivel del mar. Sin esclusas. Podrían pasar los barcos de los mayores tonelajes. A los japoneses tal vez les interesaría financiarlo.
—Son los principales clientes del Canal.
—Exacto. Por supuesto, si ellos ponen el dinero, ellos serán los adjudicatarios de la obra. Fue una revelación súbita para mí.
—Y la Bechtel se queda al margen.
— La obra de ingeniería más grande de la historia reciente —y prosiguió—: el presidente de Bechtel es George Shultz, el secretario del Tesoro de Nixon. Ya imaginará usted la influencia que tiene, además de su notorio mal genio. La Bechtel está atiborrada de amiguetes de Nixon, de Ford y de Bush. Me han dicho que la familia Bechtel maneja los entresijos del partido republicano.

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—General —pregunté—, ¿para qué me ha mandado llamar? Miró el reloj y sonrió.
—Sí, es hora de ocuparnos de lo nuestro. Panamá necesita su ayuda. Yo la necesito.
—¿Mi ayuda? —pregunté, sorprendido — . ¿En qué puedo ayudarles?
—Vamos a recuperar el Canal. Pero con eso no basta. —Se arrellanó en su sillón—. Es preciso que sirvamos de modelo. Debemos demostrar que nos preocupan nuestros pobres y demostrar, al mismo tiempo, sin lugar a dudas, que la decisión de ganar nuestra independencia no viene dictada por Rusia ni por China ni por Cuba. Que el mundo vea que Panamá es un país razonable, que no estamos contra Estados Unidos sino a favor de los derechos de los pobres. Cruzó las piernas y prosiguió:
—Para conseguirlo hay que construir una base económica que no tenga parangón en este hemisferio. Electricidad, sí, pero electricidad que llegue hasta los más humildes, subvencionada. Y lo mismo para el transporte y las comunicaciones, y sobre todo para la agricultura. Eso requiere dinero. El dinero de ustedes, del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. Una vez más se inclinó hacia mí para mirarme fijamente.
—Tengo entendido que su empresa necesita más trabajo y suele conseguirlo inflando las dimensiones de los proyectos: carreteras más anchas, centrales generadoras más potentes, puertos con más capacidad. Pero esta vez será diferente. Usted me da lo que le conviene a mi pueblo, y yo les doy todo el trabajo que quieran.


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Aquella propuesta totalmente inesperada me sorprendió y me excitó. Ciertamente contradecía todo lo que yo había aprendido en MAIN. Sin duda, sabía que el juego de la ayuda exterior era una estafa... no podía dejar de saberlo. Consistía en hacerle rico a él y encadenar a su país con el endeudamiento. De manera que los panameños quedarían atados para siempre a Estados Unidos y a la corporatocracia. Todo ello para que Latinoamérica no se saliera de la senda del Destino Manifiesto y siguiera sometida para siempre a Washington y a Wall Street. Yo no podía dudar de que estaba al tanto de que el sistema se basaba en el postulado de que todos los poderosos son corruptibles, y de que su decisión de no aprovecharse personalmente sería contemplada como un peligro, una nueva «línea de fichas de dominó» que tal vez iniciaría una reacción en cadena susceptible de derribar todo el sistema. Al otro lado de la mesita estaba yo contemplando a un hombre que desde luego había comprendido que la posesión del Canal le daba una posición de fuerza muy especial y única, pero especialmente precaria al mismo tiempo. Debía maniobrar con cuidado. Se había significado ya como líder entre los líderes de los países menos desarrollados. Si estaba decidido a mantener su posición, como su héroe Arbenz, el mundo entero sería testigo. ¿Cuál iba a ser la reacción del sistema? O, más concretamente, ¿cuál iba a ser la reacción del gobierno estadounidense? Los héroes difuntos abundan demasiado en la historia de Latinoamérica. Al mismo tiempo me daba cuenta de que las palabras de aquel hombre ponían en tela de juicio todas mis autojustificaciones. Ese hombre tendría sus defectos personales, pero no era ningún pirata. No era como aquellos Henry Morgan y Francis Drake, aventureros de capa y espada que legitimaban sus acciones de filibusteros con las patentes de corso que les concedían los soberanos ingleses. El retrato de la valla publicitaria todavía no se había convertido en otro de esos típicos engaños de la política: «El ideal de Ornar es la libertad, y no se ha inventado el misil capaz de matar un ideal». ¿Acaso Tom Paine no había escrito algo parecido? Lo cual, sin embargo, me suscitaba algunas dudas. Es admisible que los ideales no mueren, pero ¿y las personas que los sustentan? Che, Arbenz, Allende. Y otra pregunta: ¿cómo reaccionaría yo si Torrijos resultaba precipitado al papel de mártir? Cuando nos despedimos, quedó entendido entre ambos que MAIN conseguiría el contrato del plan maestro y que yo me encargaría de lograr que resultase de acuerdo con los designios de Torrijos.

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14 Comienza un nuevo y siniestro período de la historia económica

Durante la década de 1960, varios países se unieron para formar la OPEP, organización de países productores de petróleo, que fue en gran medida una reacción contra el poder de las grandes refinerías. También Irán fue un factor en eso. El sha debía su trono y tal vez su vida a la intervención clandestina de Estados Unidos que acabó con Mosaddeq. Sin embargo, o quizá debido precisamente a ello, el sha tenía aguda conciencia de que podían volverse las tornas contra él, otra vez y en cualquier momento. Los dirigentes de otros países ricos en petróleo compartían esa convicción y la paranoia consiguiente. También sabían que las principales compañías petroleras internacionales, conocidas como «las Siete Hermanas», colaboraban para mantener bajos los niveles de precios del crudo y, por tanto, lo que ellas pagaban a los países productores, para cosechar así beneficios extraordinarios. La OPEP se organizó con el fin de dar la réplica. Todos estos factores confluyeron a comienzos de la década de 1970, cuando la OPEP humilló a los gigantes industriales. Mediante una serie de acciones concertadas, simbolizadas por el embargo de 1973, cuyo emblema más visible fueron las largas colas de coches ante las gasolineras estadounidenses, amenazaron con una catástrofe económica peor que la Gran Depresión. El golpe apuntaba directamente al sistema económico del mundo desarrollado y era de una magnitud que pocas personas empezaban a comprender por aquel entonces.

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Ahora bien, en el momento en que se produjo el embargo ninguno de nosotros podía tener una idea completa de sus repercusiones. Teníamos nuestras teorías, desde luego, pero no veíamos lo que ha quedado bien claro en el tiempo transcurrido desde entonces. Ahora, aposteriori, observamos que después de la crisis los índices de crecimiento económico quedaron reducidos a la mitad, en comparación con los promedios de las décadas de 1950 y 1960, y que se enfrentaban a presiones inflacionistas mucho más intensas. Además, el menguado crecimiento había cambiado estructuralmente, en el sentido de que apenas creaba puestos de trabajo, y el desempleo se había disparado. Para colmo, el sistema monetario internacional había recibido un duro golpe. En esencia, se hundió la red de los tipos de cambio fijos establecida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

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En la actualidad, considero que la contribución más grande e históricamente más siniestra de McNamara fue desvirtuar el Banco Mundial hasta convertirlo en agente del imperio global a una escala nunca vista con anterioridad. Además sentó un precedente. Su capacidad para saltarse los compartimientos entre los sectores primordiales de la corporatocracia fue perfeccionada por sus sucesores. George Shultz, por ejemplo, fue secretario del Tesoro y presidente del Consejo de Política Económica bajo Nixon, luego presidente de la Bechtel y seguidamente secretario de Estado bajo Reagan. Después de vicepresidente y miembro del consejo de administración de Bechtel, Caspar Weinberger fue secretario de Defensa con Reagan. El director de la CÍA en tiempos de Johnson, que fue Richard Helms, recibió luego de Nixon el nombramiento de embajador en Irán. Richard Cheney ha sido secretario de Defensa bajo George H. W. Bush, presidente de la Halliburton y vicepresidente de Estados Unidos con George W. Bush. E incluso un presidente de Estados Unidos, el citado George H. W. Bush, empezó como fundador de Zapata Petroleum Corp., ejerció como embajador ante Naciones Unidas bajo los presidentes Nixon y Ford y fue nombrado director de la CÍA por Ford.

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El país miembro principal de la OPEP, Arabia Saudí, vino a cambiar todo eso.

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15 Arabia Saudí y el caso del blanqueo de dinero 

—Ningún saudí que se respete a sí mismo se dedica a recoger la basura — dijo—. Eso se lo dejamos a los animales. ¡Cabras! En la capital del reino petrolero más grande del mundo. Era increíble. En esa época yo formaba parte de un grupo de asesores que trataban de hilvanar una solución para la crisis del petróleo. Las cabras me permitieron intuir de qué manera iría germinando dicha solución, sobre todo teniendo en cuenta los esquemas de desarrollo de aquel país durante los últimos tres siglos. Su historia está llena de episodios de violencia y fanatismo religioso. En el siglo XVIII un caudillo local, Muhammad ibn Saud, se alió con los fundamentalistas de la ultraconservadora secta wahabí. La unión se evidenció poderosa y durante los dos siglos siguientes la familia Saud y sus aliados conquistaron la mayor parte de la península arábiga, incluidas las dos ciudades más santas, La Meca y Medina. La sociedad saudí era un reflejo de las ideas puritanas de sus fundadores y en ella se impuso una interpretación estricta de las creencias coránicas. Una policía religiosa se encargaba de hacer cumplir el mandato de las cinco oraciones diarias. Las mujeres debían taparse desde la cabeza hasta los pies. Los delitos se castigaban con severidad. Las decapitaciones y lapidaciones públicas eran moneda corriente.

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El criterio saudí de la religión como elemento importante de lo político y lo económico tuvo que ver con el embargo del petróleo que sacudió el mundo occidental. El 6 de octubre de 1973, día del Yom Kippur o del Gran Perdón, uno de los más santos del calendario judío, Egipto y Siria lanzaron sendos y simultáneos ataques contra Israel. Éste fue el comienzo de la guerra de octubre, la cuarta y la más destructiva de las guerras árabigo-israelíes y la que más impresionó al mundo entero. El presidente de Egipto, Sadat, presionó al rey Faisal de Arabia Saudí para que castigase la complicidad de Estados Unidos con los israelíes utilizando lo que Sadat llamó «el arma del petróleo». El 16 de octubre, Irán y los cinco estados árabes del Golfo, entre ellos Arabia Saudí, anunciaron un aumento del 70 por ciento sobre el precio oficial del crudo. Reunidos en la capital de Kuwait, los ministros árabes del petróleo consideraron otras opciones. El representante iraní era vehemente partidario de tomar medidas contra Estados Unidos. Pidió al resto de los delegados la nacionalización de los activos estadounidenses localizados en el mundo árabe, la imposición de un embargo total del petróleo a Estados Unidos y a todas las demás naciones amigas de Israel y la retirada de los depósitos árabes de todos los bancos estadounidenses. Argumentó que las cuentas bancarias árabes eran sustanciales y que esa medida tal vez desencadenaría un pánico similar al de 1929. Varios ministros árabes titubeaban en adherirse a un plan tan radical. El 17 de octubre decidieron actuar sobre las líneas de un embargo algo más limitado, con un recorte de producción inicial del 5 por ciento seguido de nuevos recortes del 5 por ciento cada mes, hasta que se cumpliesen los objetivos políticos. Hubo acuerdo en el sentido de que Estados Unidos merecía más severidad por su apoyo a los israelíes, y por tanto el embargo contra este país debía ser más severo. Algunos de los países asistentes anunciaron recortes del 10 por ciento en vez del cinco. El 19 de octubre, el presidente Nixon solicitó al Congreso 2.200 millones de dólares para ayudar a Israel. Al día siguiente, Arabia Saudí y otros productores árabes impusieron un embargo total sobre las expediciones de crudo con destino a Estados Unidos.1 El embargo concluyó el 18 de marzo de 1974. Su duración fue breve pero su impacto, inmenso. El precio de venta del crudo saudí pasó de los 1,39 dólares por barril del 1 de enero de 1970 a los 8,32 dólares del 1 de enero de 1974.2 Los políticos y las administraciones posteriores no olvidaron jamás las enseñanzas de la primera mitad de ese decenio. A largo plazo, esos breves pero traumáticos meses sirvieron para reforzar la corporatocracia. Sus tres pilares — las grandes empresas, la banca internacional y el gobierno — se unieron con más solidez que nunca, y esa unión se reveló duradera.

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El embargo produjo también significativos cambios de actitud en lo político. Wall Street y Washington estuvieron de acuerdo en que tal embargo no debía volver a ser tolerado jamás. Proteger nuestro aprovisionamiento de crudo había sido siempre una prioridad, pero después de 1973 pasó a constituir una obsesión. Con el embargo, Arabia Saudí adquirió la categoría de protagonista digna de consideración en la política mundial, viéndose Washington obligada a reconocer la estratégica importancia de aquel reino para nuestro sistema económico. Los líderes de la corporatocracia estadounidense buscaron con desesperación los métodos que les permitieran repatriar petrodólares a Estados Unidos, lo que dio lugar a reflexiones sobre el hecho de que las autoridades saudíes carecían de la infraestructura administrativa e institucional necesaria para gestionar adecuadamente el rápido crecimiento de su fortuna. Para Arabia Saudí, el incremento de renta resultante de los sucesivos aumentos en el precio del crudo no traía sólo ventajas. Cierto que las arcas del país se llenaban de miles de millones de dólares. Pero, al mismo tiempo, esa repentina riqueza minaba algunas de las estrictas creencias religiosas de los wahabíes. Los saudíes ricos viajaban por todo el planeta. Cursaban estudios en los institutos y las universidades de Europa y Estados Unidos. Compraban coches de lujo, y llenaban sus casas de enseres occidentales. Las creencias religiosas conservadoras estaban siendo reemplazadas por una nueva forma de materialismo. Y fue este materialismo el que sugirió el remedio a los temores de una repetición futura de la crisis del petróleo. Casi tan pronto como acabó el embargo, Washington empezó a negociar con los saudíes para ofrecerles asistencia técnica, armamento e instrucción militar. Y, además, la oportunidad de colocar el país en el siglo XX a cambio de petrodólares y de algo más importante todavía, el compromiso de no volver a decretar un embargo del petróleo. El resultado de estas negociaciones fue la creación del organismo más extraordinario que se haya visto jamás, la comisión económica conjunta Estados Unidos-Arabia Saudí. Conocida como JECOR, incorporaba un concepto innovador, a diferencia de los programas tradicionales de ayuda internacional: pagar con el dinero saudí a las empresas contratistas estadounidenses encargadas de la construcción de ese país. Aunque la administración general y la responsabilidad fiscal se delegaron al departamento estadounidense del Tesoro, esta comisión gozaba de gran independencia. En fin de cuentas se gastaron miles de millones de dólares durante un período superior a los veinticinco años, prácticamente sin supervisión parlamentaria alguna. Como los fondos públicos de Estados Unidos no intervenían para nada, el Congreso carecía de jurisdicción sobre el tema, pese al papel del Tesoro. En un detenido estudio sobre la JECOR, David Holden y Richard Johns concluyen que «fue el acuerdo más amplio de este tipo jamás concluido por Estados Unidos con un país en vías de desarrollo. Auguraba la posibilidad de un arraigo permanente de Estados Unidos en ese Reino, reforzando el concepto de interdependencia mutua».3

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Como todo se hacía con el mayor secreto, no tuve comunicación de lo hablado por el Tesoro con otros asesores y, por tanto, tampoco estoy seguro de la poca o mucha importancia de mi contribución a ese acuerdo que iba a sentar precedentes. Sí me consta, en todo caso, que la negociación estableció nuevas normas para el gangsterismo económico y que puso en marcha iniciativas innovadoras en comparación con los planteamientos tradicionales de los forjadores de imperios. También me consta que la mayoría de los supuestos desarrollados en mis estudios se llevaron finalmente a la práctica. La MAIN fue premiada con uno de los primeros grandes contratos de Arabia Saudí, que resultó sumamente rentable, y aquel año yo cobré una sustanciosa paga extra.

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En todo momento tuve presentes los verdaderos objetivos: maximizar la rentabilidad para las compañías estadounidenses y conseguir que Arabia Saudí dependiese cada vez más de Estados Unidos. No tardé mucho en comprender que lo uno iba estrechamente vinculado a lo otro. Casi todos los proyectos que realizar exigirían mantenimiento permanente y actualización continua, y eran de un carácter tan técnico que sería forzoso confiar a las contratistas originales esas tareas de conservación y modernización. Y, en efecto, conforme adelantaba en mi tarea, empecé a establecer dos listas para cada uno de los proyectos que planteaba: la primera, para los tipos de contratos de diseño y construcción a que podíamos aspirar y, la segunda, para los acuerdos a largo plazo en cuanto a servicios de asistencia técnica y administración. MAIN, Bechtel, Brown & Root, Halliburton, Stone & Webster y otras muchas compañías estadounidenses de proyectos y contratas cosecharían espléndidos beneficios durante varios decenios.

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Yo enviaba mis informes por medio del correo interior, en sobres cerrados y dirigidos al «Director de proyectos del departamento del Tesoro». En ocasiones me reuní con un par de miembros de nuestro equipo, vicepresidentes de MAIN y superiores míos. Como nuestro proyecto no tenía denominación oficial, puesto que todavía se hallaba en fase de investigación y desarrollo y aún no había sido comunicado a la JECOR, cuando hablábamos de él —siempre en voz baja— lo llamábamos SAMA, iniciales de «caso del blanqueo de dinero árabe saudí» (Saudi Arabian Money-Laundering Affair), pero que escondían otro juego de palabras malicioso, dado que el banco central de los saudíes tenía el nombre oficial de Saudi Arabian Monetary Agency. A veces se nos unía algún representante del Tesoro. Durante estas reuniones hice pocas preguntas. Cuando hablaba era sobre todo para describir mi trabajo, contestar a los comentarios de los demás y aceptar lo que quisieran encargarme. Los vicepresidentes y el delegado del Tesoro quedaron especialmente impresionados por mis ideas sobre los servicios de asistencia técnica y administración. Sobre esto, uno de los vicepresidentes acuñó una frase que luego citábamos con frecuencia, cuando dijo que el reino saudí era «la vaca que ordeñaremos hasta que se ponga el sol sobre nuestra jubilación». Para mí, esa frase evocaba siempre imágenes de cabras, antes que de vacas.

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De acuerdo con lo que íbamos sabiendo, Washington deseaba que los saudíes garantizasen el aprovisionamiento de petróleo en volumen y precio. Estos valores podían fluctuar pero siempre debían mantenerse en los límites de lo aceptable para Estados Unidos y nuestros aliados. Si otros países como Irán, Iraq, Indonesia o Venezuela amenazaban con el embargo, Arabia Saudí con sus inmensos recursos petrolíferos intervendría para cubrir la diferencia, y la simple constancia de que podía hacerlo a la larga sería suficiente para disuadir a los demás países de * considerar siquiera el embargo. A cambio de esta garantía, Washington ofrecería a la Casa de Saud un acuerdo irresistiblemente seductor: Estados Unidos se comprometía a darle pleno apoyo político y (en caso necesario) militar, con lo que aquélla perpetuaría su dominio sobre el país. Era un trato al que la Casa de Saud prácticamente no podía negarse, teniendo en cuenta su ubicación geográfica, su debilidad militar y su vulnerabilidad, en todos los sentidos, frente a vecinos como Irán, Siria, Iraq e Israel. En lógica consecuencia, Washington utilizaba su ventaja para imponer otra condición crítica. Era una condición susceptible de redefinir el papel del gangsterismo económico en el mundo —y de proporcionar un modelo que luego trataríamos de aplicar en otros países, en especial Iraq. En retrospectiva, a veces me cuesta entender cómo pudo Arabia Saudí aceptar esa condición. Desde luego el resto del mundo árabe, la OPEP y otros países islámicos se escandalizaron cuando descubrieron los términos del acuerdo y la manera en que la casa real había capitulado ante las exigencias de Washington. Esa condición fue que Arabia Saudí dedicase sus petrodólares a comprar bonos de la deuda pública estadounidense. A cambio, los intereses devengados por estos títulos serían invertidos por el departamento estadounidense del Tesoro de manera que garantizasen el despegue de aquella sociedad medieval y su entrada en el mundo industrializado y moderno. O dicho de otro modo, el interés calculado sobre los miles de millones de dólares de la renta petrolera del reino serviría para pagar a las compañías estadounidenses encargadas de realizar la visión que yo y (era de suponer) algunos de mis competidores habíamos concebido a fin de transformar a Arabia Saudí en una moderna potencia industrial. Nuestro propio departamento del Tesoro nos contrataba, pagando los saudíes, para construir proyectos de infraestructura y hasta ciudades enteras en toda la península árabe.

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Desde nuestro punto de vista, las perspectivas de inmensos beneficios parecían no tener límites. Era una prebenda extraordinaria, con posibilidades de constituirse en precedente. Y para hacerla todavía más apetitosa, nadie se vería en la necesidad de solicitar la aprobación del Congreso, trámite siempre odiado por las corporaciones y más especialmente por las compañías privadas como Bechtel y MAIN, que prefieren no abrir sus libros a nadie ni tener que compartir sus secretos. Thomas W. Lippman, especialista adjunto al Middle East Institute y en su día periodista, resume con elocuencia los puntos destacados de aquel acuerdo: Los saudíes, atiborrados de efectivo, entregarían cientos de millones de dólares al Tesoro y éste controlaría los fondos hasta que se necesitasen para pagar a los vendedores o al personal. Con este sistema se garantizaba el reciclado del dinero saudí devolviéndolo a la economía estadounidense [...] También se garantizaba que los gerentes de la comisión pudieran abordar cualesquiera proyectos acordados entre ellos y los saudíes sin necesidad de dar explicaciones al Congreso.4 El establecimiento de los parámetros para esta histórica empresa llevó menos tiempo del que cualquiera habría imaginado. Pero luego, como es natural, faltaba determinar la manera de implementarlos. A fin de poner en marcha el proceso tendría que desplazarse a Arabia Saudí alguna de nuestras autoridades, pero del máximo nivel. El cometido era sumamente confidencial y nunca he sabido con exactitud quién fue. Creo que enviaron a Henry Kissinger.

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16 Ejerciendo de proxeneta y financiando a Osama bin Laden

Los planes que concebimos en 1974 sentaron la norma para futuras negociaciones con los países ricos en petróleo. En cierta manera, SAMA/JECOR fue el segundo peldaño, después del que Kermit Roosevelt estableció en Irán. Suponía la incorporación de un innovador grado de sofisticación al arsenal de armas político-económicas que usaban la nueva generación de soldados que peseguían crear un imperio global. El «caso del blanqueo de dinero árabe saudí» y la Comisión conjunta sentaron también nuevos precedentes de jurisprudencia internacional, como quedó bien claro con el caso de Idi Amin. En 1979, cuando el célebre dictador ugandés pasó al exilio, solicitó y obtuvo asilo en Arabia Saudí. Aunque todos le considerasen un déspota asesino causante de entre cien mil y trescientas mil víctimas, pudo jubilarse rodeado de lujos, sin exceptuar los coches y el servicio doméstico puestos a su disposición por la Casa de Saud. Desde Estados Unidos se oyeron discretas protestas, pero no se quiso insistir para no comprometer el entendimiento con los saudíes. Amin pasó los últimos años de su vida pescando y paseando por la playa, hasta que en 2003 murió de un fallo renal en Yiddah, a la edad de ochenta años.4 Más sutil, y en último término mucho más pernicioso, fue el papel que desempeñó Arabia Saudí al tolerársele la financiación del terrorismo internacional. Estados Unidos no hizo ningún secreto de su deseo de que la Casa de Saudí apoyase económicamente la guerra afgana de Osama bin Laden contra la Unión Soviética durante la década de 1980. Riad y Washington contribuyeron juntos con unos 3.500 millones de dólares a la causa de los mujaidin.5 Pero no quedó sólo en eso la participación estadounidense y saudí. A finales de 2003 la U.S. News & World Reportpublicó un exhaustivo estudio titulado «La Conexión saudí». La revista había revisado miles de páginas de actas judiciales e informes de la inteligencia estadounidense y de otros países, entre otros documentos, y entrevistado a docenas de funcionarios públicos y expertos en terrorismo y en el Oriente Próximo. Entre sus resultados figura lo siguiente: Las pruebas eran innegables. Arabia Saudí, veterano aliado de Estados Unidos y primer país productor de petróleo del mundo, se había convertido de algún modo, como ha dicho un alto funcionario del departamento del Tesoro, en «el epicentro» de la financiación terrorista […] A partir de finales de la década de 1980 —después del doble trauma de la revolución iraní y de la guerra de los soviéticos en Afganistán— las organizaciones benéficas cuasi-oficiales de Arabia Saudí se convirtieron en fuente principal de fondos para el rápido crecimiento de la yihad. En una veintena de países, ese dinero se invirtió en montar campos de instrucción paramilitar, adquirir armamento y reclutar nuevos miembros [...] Seducidos por la generosidad saudí, los funcionarios estadounidenses miraron para otro lado, según declaran algunos oficiales de inteligencia. Miles de millones de dólares en contratos, subvenciones y salarios han beneficiado a un amplio grupo de ex funcionarios estadounidenses en tratos con los saudíes: embajadores, jefes locales de la CÍA e incluso secretarios de Estado [...] Las conversaciones intervenidas por vía electrónica implican a miembros de la familia real en la financiación de otros grupos terroristas además de a Al-Qaeda.6 Después de los atentados de 2001 contra el World Trade Center y el Pentágono han ido apareciendo más pruebas de la relación oculta entre Washington y Riad. En octubre de 2003 la revista Vcmity Fair publicó informaciones no reveladas con anterioridad en un trabajo de investigación titulado «Salvando a los saudíes». Lo que decían sobre las relaciones entre la familia Bush, la Casa de Saud y la familia Bin Laden no me sorprendió especialmente. Yo sabía que dichas relaciones databan por lo menos de la época del «caso del blanqueo de dinero árabe saudí», iniciado en 1974, y de la actividad de George H. W. Bush como embajador ante Naciones Unidas (1971-1973) y como director de la CÍA (1976-1977). Lo sorprendente era que la prensa se hubiese enterado por fin. Vanity Fair concluía: La familia Bush y la Casa de Saud, que son las dos dinastías más poderosas del mundo, mantienen estrechos vínculos personales, de negocios y políticos desde hace más de veinte años En el sector privado, los saudíes sacaron de dificultades a Harken Energy, la petrolera en que participaba George W. Bush. Más recientemente, el ex presidente H. W. Bush y su veterano aliado el ex secretario de estado James A. Baker III intervinieron cerca de los saudíes a fin de allegar fondos para el Carlyle Group, probablemente el fondo de inversiones privado más grande del mundo. En la actualidad, el presidente Bush sigue siendo consejero de esa compañía, entre cuyos inversores figura, según se asegura, un saudí acusado de estar relacionado con grupos de apoyo a actividades terroristas [...] Días antes del 11-S, numerosos saudíes adinerados entre los que se encontraban varios miembros de la familia Bin Laden fueron sacados de Estados Unidos en aviones privados. Nadie dice haber autorizado esos vuelos y los pasajeros no fueron interrogados. ¿Tuvo eso algo que ver con las viejas relaciones entre la familia Bush y los saudíes?7

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TERCERA PARTE 1975 -1981

17 Las negociaciones del Canal de Panamá y Graham Greene

Bruno me propuso sus ideas para un planteamiento innovador en predicciones, un modelo econométrico basado en la obra de un matemático ruso de comienzos del siglo XX. El modelo consistía en asignar probabilidades subjetivas a las predicciones de crecimiento de determinados sectores específicos de cualquier economía. Parecía un instrumento ideal para justificar los exagerados índices de crecimiento que solíamos presentar en apoyo de nuestros inflados créditos. Así que Bruno me pidió que estudiase el concepto, a ver si me servía de algo. Fiché para mi departamento a un joven matemático del MIT, el doctor Nadipuram Prasad, y le asigné un presupuesto. A los seis meses tenía a punto un desarrollo del método de Markov aplicado a los modelos econométricos. Juntos elaboramos una serie de artículos técnicos destinados a presentar el método de Markov como un sistema revolucionario para predecir cómo repercuten sobre el desarrollo económico las inversiones en infraestructuras. Era exactamente lo que necesitábamos: un instrumento que «demostrase» científicamente que estábamos haciéndoles un gran favor a los países cuando los ayudábamos a cargarse de préstamos que jamás estarían en condiciones de devolver. Por otra parte, incluso un economista altamente cualificado necesitaría mucho tiempo y dinero para comprender los intríngulis del método de Markov o cuestionar sus conclusiones. Los artículos fueron publicados por varias instituciones prestigiosas y presentados formalmente por nosotros en conferencias y universidades de varios países. Estos trabajos cobraron mucho prestigio en el sector —y nosotros, sus autores, también.2  

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Ornar Torrijos y yo hicimos honor a nuestro acuerdo secreto. Me aseguré de que nuestros estudios fuesen correctos y de que nuestras recomendaciones tuvieran presentes las necesidades de los pobres. Aunque llegaron a mis oídos algunas quejas porque mis previsiones para Panamá no aparecían tan infladas como de costumbre, y además se olfateaba en todo ello un recio relente a socialismo, la realidad fue que la administración de Torrijos iba adjudicando contratos a MAIN. En ellos se incluía una novedad: la elaboración de planes maestros innovadores que incluyesen a la agricultura junto con los sectores de infraestructura más tradicionales. Y fui testigo de los contactos entre Torrijos y Jimmy Cárter para la renegociación del tratado del Canal.

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—Ford es un presidente débil, que no será reelegido —había predicho Ornar Torrijos en 1975, hablando ante un grupo de panameños influyentes y siendo yo el único extranjero invitado al viejo y elegante club también con sus ventiladores de techo—. Por este motivo he decidido agilizar este asunto del Canal. Es el momento idóneo para lanzar una campaña política a todos los niveles con el fin de recuperarlo. Ese discurso me inspiró. Cuando regresé al hotel escribí rápidamente una carta al Boston Globe. Uno de sus responsables reaccionó y cuando regresé a Boston llamó a mi despacho para invitarme a escribir un artículo de opinión. «En 1975 no ha lugar al colonialismo en Panamá» ocupó casi media plana junto a la página de los artículos editoriales en el número de 19 de septiembre de 1975. El artículo citaba tres razones concretas para transferir el Canal a los panameños. Primera, «la situación actual es injusta, lo que constituye buen motivo para cualquier decisión». Segunda, «el tratado actual crea riesgos de seguridad mucho más graves de los que resultarían de la devolución a los panameños». Para argumentarlo, citaba un estudio realizado por la Comisión Interoceánica del Canal según cuyas conclusiones «el tráfico podría quedar colapsado durante dos años mediante la colocación de una bomba junto a la presa de Gatún, cosa que plausiblemente podría realizar un solo hombre», punto que el mismo general Torrijos había subrayado en público. Y tercero, «la situación actual origina serios problemas para unas relaciones Estados Unidos-Latinoamérica que no están pasando por su mejor momento». Y concluía diciendo: La mejor manera de asegurar el funcionamiento continuado y eficiente del Canal es ayudar a los panameños para que recuperen el control y la responsabilidad sobre él. Si lo hiciéramos así, podríamos enorgullecemos de iniciar una acción que reafirmaría el compromiso para con la causa de la autodeterminación que nosotros mismos abrazamos hace doscientos años. El colonialismo estaba tan de actualidad a la vuelta del siglo (alrededor del 1900) como en 1775. Es posible que la ratificación de semejante tratado pueda entenderse en el contexto de aquella época. Hoy carece ya de justificación. No ha lugar al colonialismo en 1975. Nosotros, que estamos celebrando nuestro bicentenario, deberíamos comprenderlo así y actuar en consecuencia.3

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—Perdone la molestia, pero ¿usted es Graham Greene, verdad? —Eso creo — sonrió él —. En Panamá no se me conoce mucho. Hablando como una ametralladora le dije que él era mi novelista favorito y le expuse mi curriculum, sin omitir mi trabajo en MAIN ni mis reuniones con Torrijos. Él preguntó si era yo el consultor que había escrito un artículo diciendo que Estados Unidos debía dejar Panamá. — En el Boston Globe,si no recuerdo mal. Quedé asombrado. —Un texto valiente, habida cuenta de la situación de usted. ¿Quiere acompañarme? Me trasladé a su mesa y estuvimos como una hora y media charlando. Durante la conversación me di cuenta de que le había tomado mucho afecto a Torrijos. A ratos hablaba del general como un padre refiriéndose a su hijo. —El general me invitó a escribir un libro sobre su país —dijo—. Estoy en ello. Esta vez no será una novela... es algo fuera de lo habitual en mí. Le pregunté por qué solía escribir novelas en vez de obras de no ficción. —La narrativa es más segura —contestó—. Muchos de mis temas son conflictivos. Vietnam. Haití. La revolución mexicana. Muchos editores tendrían miedo de publicar un libro que tratase de los hechos reales. Hizo un ademán hacia mi New York Review of Books, que yo había dejado sobre la mesa. —Una palabra así puede hacer mucho daño —y agregó sonriendo—: Además, prefiero la narrativa. Me concede más libertad. Luego, mirándome con intención, dijo: —Lo importante es escribir sobre cosas serias. Como su artículo del Globe acerca del Canal.

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18 Irán y su Rey de Reyes

Irán tenía petróleo en abundancia y, al igual que Arabia Saudí, no necesitaba endeudarse para financiar su ambiciosa lista de proyectos. Pero Irán difería en grado significativo de Arabia Saudí, aun hallándose también en Oriente Próximo, por la densidad de su población y por no ser ésta de etnia árabe, aunque sí de religión musulmana mayoritariamente. Además el país presentaba una larga historia de conflictos políticos, tanto internos como en sus relaciones con los vecinos. En consecuencia, elegimos una vía diferente: Washington y el mundo empresarial unieron fuerzas para presentar al sha como un símbolo del progreso.

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Todo parecía indicar que el sha era progresista y amigo de los desfavorecidos. En 1962 dispuso el reparto de los grandes latifundios. El año siguiente inauguró su «revolución blanca», que incluía un extenso programa de reformas socioeconómicas. Con el creciente poderío de la OPEP en el decenio de 1970, el sha llegó a ser un líder mundial cada vez más influyente. Al mismo tiempo, Irán se convirtió en la mayor potencia militar del Oriente Próximo musulmán.1

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A primera vista, Irán parecía un modelo ejemplar de cooperación entre cristianos y musulmanes. No tardé en descubrir que aquella apariencia tranquila encubría profundos resentimientos.

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Un hombre alto, de cabello largo y negro, que lucía traje azul marino visiblemente hecho a medida, se acercó y me estrechó la mano. Cuando Yamin habló para presentarse, su acento me dio a entender que aquel iraní se había criado en los mejores internados británicos, y desde luego  no me encajaba con ninguna imagen de radical subversivo.
Yamin estuvo muy cordial. Durante nuestra conversación comprendí que había visto en mí a un consejero económico sin otras segundas intenciones. Explicó que me había elegido porque sabía que yo había sido voluntario del Peace Corps y también le habían dicho que aprovechaba todas las ocasiones posibles para familiarizarme con su país y codearme con su gente. — Es usted muy joven, comparado con la mayoría de sus colegas — observó—. Demuestra un sincero interés hacia nuestra historia y nuestros problemas actuales. En eso reside nuestra esperanza. Estas palabras, así como la situación, el aspecto del interlocutor y la presencia de tantas personas en el restaurante, me tranquilizaron hasta cierto punto. Para mí no era nuevo que se intentase trabar amistad conmigo, como me había ocurrido con Rasy en Java y con Fidel en Panamá. Lo aceptaba como un cumplido y una oportunidad. Tenía conciencia de ser distinto de otros norteamericanos; me enamoraba de los lugares que visitaba. He averiguado que la gente toma confianza enseguida cuando uno abre los ojos, los oídos y el corazón a su cultura. Yamin me preguntó si estaba al corriente del proyecto llamado «Desierto Florido».2 —El sha cree que nuestros desiertos fueron en otros tiempos llanuras fértiles y espléndidos bosques. Al menos, eso es lo que dice. Según su teoría, en tiempos de Alejandro Magno maniobraban por estas tierras ejércitos inmensos con un séquito de millones de cabras y ovejas. Los rebaños se comieron la hierba y toda la vegetación. La desaparición del manto vegetal trajo la sequía y, con el tiempo, toda la región se desertificó. Ahora, dice el sha, bastará repoblar plantando millones y más millones de árboles. De esa manera, las lluvias volverán por arte de magia y los desiertos volverán a florecer. Por supuesto, habrá que gastar miles de millones de dólares en semejante operación —sonrió con aire condescendiente —. Las compañías como la suya se alzarán con grandes beneficios. —Me parece que no cree usted en esa teoría. —El desierto es un símbolo. Convertirlo en un vergel implica mucho más que agricultura.

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—Quiero hacerle una pregunta, señor Perkins, si no es impertinencia. ¿Qué fue lo que destruyó las culturas de los nativos de su país, los indios? Contesté que eso se debió a muchos factores, entre ellos la codicia y la superioridad de las armas de fuego. —Sí, cierto. Pero por encima de todo, ¿lo que ocurrió no puede resumirse en la destrucción del medio ambiente? Y pasó a explicar cómo una vez extinguidos los bosques y los animales como el bisonte, las culturas caen por la desaparición de sus fundamentos. — Es lo mismo que puede pasar aquí, ¿comprende? —concluyó—. El desierto es nuestro medio ambiente. El proyecto del Desierto Florido amenaza con la destrucción de todo nuestro tejido social. ¿Vamos a permitir que eso suceda? Contesté que según tenía entendido, toda la inspiración del proyecto se la había sugerido al sha su propio pueblo. El soltó una carcajada sarcástica y dijo que la idea había sido implantada en el cerebro del soberano por la administración estadounidense, y que el sha no era más que un títere de nuestras autoridades. —Un persa auténtico jamás permitiría cosa semejante —dijo Yamin, y se lanzó a una larga disertación sobre los vínculos entre su pueblo, los beduinos y el desierto. Comentó que muchos iraníes habitantes de las ciudades pasaban en el desierto sus vacaciones. Montaban tiendas con capacidad suficiente para toda la familia y se quedaban viviendo en ellas una semana o más. —Nosotros, mi pueblo, somos parte del desierto. El pueblo al que el sha dice gobernar con su mano de hierro no se limita a ser del desierto. Nosotros somos el desierto.

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19 Confesiones de un hombre torturado 

Varios días después, Yamin me sacó de Teherán. El coche cruzó un barrio de chabolas polvoriento y degradado, recorrió una vieja pista para camellos y siguió hasta el borde del desierto. Mientras el sol se ponía detrás de la ciudad, se detuvo junto a un grupo de barracas de adobe que se alzaban en medio de un palmeral. —Es un oasis muy antiguo —me explicó—. De muchos siglos antes de Marco Polo. Echó a andar hacia una de las casuchas. —El hombre que vive ahí es doctor en filosofía por una de las universidades de ustedes más prestigiosas. Por razones que entenderá enseguida, nuestro anfitrión debe permanecer en el anonimato. Llamémosle Doc

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—Bienvenido, señor Perkins. —Hablaba sin apenas acento discernible, en voz baja y ronca. Me incliné hacia él como tratando de reducir la escasa distancia que había entre ambos—. Lo que tiene delante es un hombre roto. No siempre he sido así. En otro tiempo fui fuerte, como usted, y un íntimo consejero del sha, con cuya confianza contaba.

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— El Sha de Shas, el Rey de Reyes. — El acento era más de tristeza que de resentimiento—. He conocido en persona a muchos dirigentes mundiales. Eisenhower, Nixon, De Gaulle. Ellos confiaron en mí para ayudar a conducir a este país al capitalismo. El sha confiaba en mí, y yo... —Emitió un sonido que pudo ser algo de tos pero yo interpreté como una risa sorda—. Yo confiaba en el sha, creía en su retórica. Estaba convencido de que el sha conduciría el mundo musulmán hacia una nueva época, de que Persia haría honor a su compromiso, al que parecía nuestro destino... el del sha, el mío, el de todos los que cumplíamos con el designio al que nos creíamos destinados. El montón de mantas se movió, la silla de ruedas rechinó y giró un poco. Nuestro interlocutor quedó recortado de perfil al contraluz. Vi la barba enmarañada y entonces, sobrecogido, un rostro plano. ¡Le faltaba la nariz! Me estremecí y contuve una exclamación. — Desagradable espectáculo, ¿verdad, señor Perkins? Lástima que no pueda verlo a plena luz. Es de lo más grotesco. Una vez más aquella risa ahogada. — Creo que comprenderá mi deseo de permanecer en el anonimato. Es obvio que podría averiguar mi identidad si se empeñase en ello, pero quizá le dirían que estoy muerto. Oficialmente, he dejado de existir. Confío en que no lo intente usted. Es mejor para usted y para su familia seguir ignorando quién soy. El brazo del sha y de la SAVAK es muy largo y llega a todas partes. La silla de ruedas rechinó y recuperó su posición anterior. Sentí un poco de alivio, como si dejando de ver el perfil se remediase en algo la violencia infligida. Por aquel entonces desconocía yo esa costumbre de algunas culturas islámicas. A los individuos responsables de deshonrar o atraer la desgracia sobre la sociedad o sus jefes, se les castiga cortándoles la nariz. De este modo, quedan marcados de por vida, como bien demostraba el semblante de mi anfitrión. —Sin duda se preguntará por qué le he invitado a venir, señor Perkins. —Sin esperar contestación, el hombre de la silla de ruedas continuó—: Pues bien, ese hombre que se hace llamar Rey de Reyes en realidad es un subdito de Satán. Su padre fue depuesto por la CÍA, lamento decir que con mi ayuda, porque decían que era colaborador de los nazis. Y luego sucedió el desastre de Mosaddeq. Hoy nuestro soberano está superando a Hitler en los caminos del mal. Y lo hace con pleno conocimiento y apoyo de su gobierno. —¿Porqué?
—Muy sencillo. Es el único aliado verdadero que tienen ustedes en Oriente Próximo, y el mundo industrializado gira alrededor de ese eje del petróleo que es Oriente Próximo. También tienen a Israel, desde luego, pero eso es una carga, no una baza. Ni tampoco hay petróleo allí. Sus políticos necesitan conquistar al votante judío. Necesitan el dinero judío para financiar sus campañas. Así que no tienen otro remedio sino continuar con Israel, me temo. Sin embargo, la clave es Irán. Las compañías petroleras, que esgrimen incluso más poder que los judíos, nos necesitan. Ustedes necesitan a nuestro sha... o creen necesitarlo, al igual que creían necesitar a los corruptos dirigentes de Vietnam. —¿Qué es lo que está sugiriendo? ¿Irán equivale a Vietnam? —Es mucho peor, en potencia. Sabe, este sha no va a durar mucho. El mundo musulmán le odia. Y no digo únicamente los árabes, sino los musulmanes de todas partes, de Indonesia, de Estados Unidos... Pero sobre todo, los de aquí. Su propio pueblo persa. Se oyó un golpe sordo y me di cuenta de que había dado con el puño en el brazo del sillón. — ¡Es el mal en persona! ¡Los persas le aborrecemos! Se hizo un silencio, como si la alteración lo hubiese fatigado en exceso. —Doc se halla muy próximo a la postura de los mullahs —me dijo Yamin, hablando en voz baja—. Hay una poderosa corriente subversiva entre las facciones religiosas, y se ha propagado por todo el país, excepto entre el reducido grupo de mercaderes beneficiarios del capitalismo del sha. —No lo dudo —respondí—. Pero debo decir que en mis cuatro visitas a este país no he visto nada de eso. Mis interlocutores siempre se han mostrado encantados con el sha y agradecen el desarrollo económico. —Esto es porque no habla usted farsi —observó Yamin—. Sólo oye lo que le cuentan los más beneficiados por el sistema, los que han estudiado en Estados Unidos o en Inglaterra y que ahora trabajan para el sha. Aquí Doc es una excepción... por ahora. Hizo una pausa como para sopesar bien lo que iba a decir. —Lo mismo ocurre con sus periodistas. Sólo hablan con su entorno próximo, con su círculo. Y, ademas, buena parte de esa prensa está controlada por las compañías petroleras. De modo que oyen lo que desean escuchar y escriben lo que sus anunciantes quieren leer. —¿Por qué estamos diciéndole todo esto, señor Perkins? —habló Doc con la voz aún más ronca que al principio. Parecía que el esfuerzo de hablar y las emociones le robasen las escasas energías que sin duda había procurado economizar para aquella reunión—. Pues porque nos gustaría conseguir que vaya y persuada a su compañía para que se marchen de nuestro país. Quiero advertirle. Aunque crean que tienen un gran negocio aquí, es una ilusión. Este régimen no va a durar. —Una vez más descargó la mano sobre el brazo del sillón—. Y cuando caiga, los que le sustituyan no tendrán ninguna simpatía para con ustedes y los que son como ustedes. —¿Que no cobraremos, quiere decir? Doc tuvo un ataque de tos y le faltó poco para ahogarse. Yamin se acercó a darle fricciones en la espalda. Cuando acabó el sofoco, le habló a Doc en farsi y luego regresó a mi lado. — Esta conversación debe terminar —me anunció Yamin—. Pero antes contestaremos a su pregunta. Está usted en lo cierto. No cobrarán. Harán todo el trabajo y a la hora de percibir los honorarios el sha ya no estará aquí. Durante el camino de regreso le pregunté a Yamin qué más les daba a ellos si MAIN se ahorraba o no el desastre financiero que Doc había pronosticado. —Celebraríamos ver la quiebra de esa compañía. Pero preferimos que se vayan ustedes de Irán. La marcha de una empresa como la suya podría sentar un precedente, o así lo esperamos. ¿Entiende? No deseamos que haya un baño de sangre aquí, pero el sha debe irse y somos partidarios de intentar cualquier cosa que lo facilite. Por eso rezamos a Alá para que consiga usted convencer a su señor Zambotti, ahora que todavía están a tiempo. —¿Yo? ¿Por qué? —Durante la cena que tuvimos, al hablar del proyecto del Desierto Florido me pareció que usted estaba abierto a la verdad. Entonces supe que nuestras informaciones eran correctas. Usted es un hombre entre dos mundos, un mediador.

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20 La caída de un rey

Llegados a Roma, cenamos en casa de los padres de Farhad. Su padre, un general iraní retirado que en una ocasión se interpuso en la trayectoria de una bala para evitar que el sha muriese en un atentado, estaba muy desengañado con su ex jefe. Dijo que en los últimos años el soberano había revelado su auténtica manera de ser, su arrogancia y su codicia. Según el general, la política estadounidense —en especial el apoyo incondicional a Israel, a los líderes corruptos y a los gobiernos despóticos— era la causa del odio que inundaba Oriente Próximo. Predijo que la caída del sha era cuestión de meses. — Ustedes sembraron la semilla de esta rebelión a comienzos de los años cincuenta, ¿sabe? Cuando derribaron a Mosaddeq. Eso les pareció muy hábil entonces... y a mí también. Pero ahora las consecuencias caerán sobre ustedes, mejor dicho sobre todos nosotros.1 Quedé atónito ante estos pronunciamientos. Algo parecido me habían dicho Yamin y Doc, pero viniendo de aquel hombre cobraban otro significado nuevo para mí. En esa época todo el mundo conocía la existencia de un movimiento fundamentalista islámico en la clandestinidad, pero nos habíamos convencido de que el sha gozaba de inmensa popularidad entre la mayoría de su pueblo y de que, por tanto, era políticamente invencible. Pero el general era categórico. — Recuerde lo que voy a decirle — dijo en tono solemne—. La caída del sha no será más que el comienzo. Será un anticipo del rumbo que va a tomar todo el mundo musulmán. La cólera ha hervido demasiado tiempo oculta bajo la arena. No tardará en hacer erupción.
Dos días después de aquella cena con Farhad y sus padres, se recibieron de Irán las primeras noticias de atentados con bomba y disturbios. El ayatolá Jomeini y sus mullahs, los clérigos musulmanes, iniciaban la ofensiva que no tardaría en llevarlos al poder. Después de esto los acontecimientos se sucedieron rápidamente. La cólera que había descrito el padre de Farhad estalló, en efecto, y se convirtió en una violenta insurrección islamista. El sha huyó a Egipto en enero de 1979, donde se le diagnosticó un cáncer que le llevó a una clínica neoyorquina.

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Para mí las enseñanzas eran irrefutables. Irán ilustraba más allá de toda duda que Estados Unidos era una nación dedicada a negar su verdadero papel en el mundo. Parecía incomprensible que estuviéramos tan mal informados en lo tocante al sha y a la oleada de cólera que iba a levantarse contra él. Ni siquiera supimos verlo nosotros, los de las compañías que como MAIN teníamos despachos y personal en el país. Yo albergaba la convicción de que tanto la NSA como la CÍA estaban al corriente de lo que era obvio para Torrijos desde mucho antes, tal como él mismo me manifestó en nuestra entrevista' de 1972. Pero nuestros servicios de información nos habían alentado intencionadamente a permanecer ciegos y sordos ante ello.

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21 Colombia, la clave de Latinoamérica

Un profesor universitario colombiano que estaba escribiendo un libro de la historia de las relaciones panamericanas me dijo una vez que Teddy Roosevelt había entendido la importancia de su país. Señalando Colombia en un mapa, el presidente estadounidense y ex combatiente voluntario en Cuba había dicho «es la clave del arco de Suramérica». No tengo comprobada esta anécdota, pero es verdad que vista en un mapa, Colombia parece la piedra que remata el resto del continente. Conecta a todos los países más meridionales con el istmo centroamericano, es decir, con los de América Central y del Norte. Dijese Roosevelt estas palabras para describir a Colombia o no, lo cierto es que fueron muchos los presidentes que comprendieron la importancia crucial del país. Desde hace casi dos siglos, Estados Unidos viene contemplando a Colombia como la clave o, mejor dicho, como la puerta de entrada al hemisferio Sur para sus negocios y su política.

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Históricamente, el papel de Colombia también ha sido crucial en la historia y la cultura de América Latina. En la época colonial fue la sede del virreinato para todos los territorios españoles al norte del Perú y al sur de Costa Rica. Las grandes flotas de galeones zarpaban rumbo a España desde el puerto de Cartagena de Indias, con su carga de metales preciosos, de tesoros incalculables procedentes del sur, de lo que hoy es Chile y Argentina. Y muchas de las batallas cruciales para la independencia se libraron en Colombia. Por ejemplo, la de Boyacá en 1819, cuando las fuerzas al mando de Simón Bolívar derrotaron a los españoles. En la época moderna Colombia tiene la reputación de producir algunos de los artistas, escritores, filósofos y otros intelectuales más brillantes de Latinoamérica, así como gobiernos responsables en lo fiscal y relativamente democráticos. Fue el modelo que se intentó aplicar a toda América Latina en el programa de reconstrucciones nacionales del presidente Kennedy. A diferencia de Guatemala, su gobierno no sufría el desprestigio de ser obra de la CÍA y, a diferencia de Nicaragua, era un gobierno electo que representaba una alternativa a las dictaduras de extrema derecha y a los regímenes comunistas. Por último, y a diferencia de tantos otros países, como los poderosos Brasil y Argentina, Colombia no desconfiaba de Estados Unidos. La imagen de esta nación como aliada fiable se ha mantenido, pese a la lacra de los cárteles de la droga.1

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Pese a los conflictos y a las paradojas, históricamente tanto Washington como Wall Street han visto siempre en Colombia un factor esencial para la promoción de sus intereses políticos y comerciales panamericanos. Lo cual se debe a varios factores, además de a la crucial situación geográfica del país. Entre ellos, la percepción de que todos los dirigentes del hemisferio miran a Bogotá en busca de inspiración y guía, y el hecho de que el país es al mismo tiempo un proveedor de muchos artículos que compra Estados Unidos —el café, los plátanos, los productos textiles, las esmeraldas, las flores, el petróleo y la cocaína — y un mercado para los bienes y los servicios que ofrecemos. Uno de los servicios más importantes que hemos vendido a Colombia durante la última parte del siglo xx es nuestra experiencia en ingeniería y construcción. Colombia fue un caso típico, entre los muchos lugares donde he trabajado. Resultaba relativamente fácil demostrar que el país era capaz de soportar ingentes volúmenes de deuda, y de amortizarla con los beneficios que aportasen tanto los proyectos mismos como los grandes recursos naturales de su territorio. Mediante fuertes inversiones en redes eléctricas, autovías y sistemas de telecomunicación, Colombia quedaría en condiciones de emprender la explotación de sus cuantiosos recursos gasísticos y petrolíferos y de sus regiones amazónicas apenas utilizadas todavía. Estos proyectos, a su vez, generarían las rentas necesarias para pagar los intereses y devolver los préstamos. Todo esto, según la teoría. En la práctica, y en coherencia con nuestro verdadero propósito en el mundo, se trataba de someter a Bogotá y ampliar el imperio global. Mi misión, lo mismo que en tantas otras ocasiones, consistía en argumentar la necesidad de unos créditos abultadísimos. En Colombia no se contaba con ningún Torrijos. Por consiguiente, consideré que no me quedaba más salida que presentar predicciones exageradas de crecimiento de la economía y de la carga eléctrica.

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Durante esa década, MAIN había sido el adjudicatario de una serie de contratos para desarrollar varios proyectos de infraestructura que incluían una red de centrales hidroeléctricas así como la red de transporte para llevar la electricidad desde las profundidades de la selva hasta las ciudades de la región montañosa. Se me asignó un despacho en la ciudad costera de Barranquilla. Y fue allí donde conocí, en 1977, a una bella colombiana que llegó a ser la causante de importantes cambios en mi vida. Paula tenía el cabello largo y rubio, y ojos de un verde intenso, que no es la idea que muchos extranjeros tienen de las colombianas. Su padre y su madre eran inmigrantes oriundos del norte de Italia. Ella siguió la tradición familiar del diseño de moda, pero no se detuvo ahí sino que fundó un pequeño taller donde transformaba sus creaciones en prendas, que vendía en boutiques de lujo de todo el país así como en Panamá y Venezuela. Era una mujer profundamente compasiva, que me ayudó a superar algunos de los traumas personales de mi fracaso matrimonial, y también empezó a corregir algunas de mis actitudes hacia las mujeres que afectaban negativamente a mi conducta. También me enseñó mucho sobre las consecuencias de lo que yo haría en mi trabajo.

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22 La república americana contra el imperio global

Fue la primera de muchas conversaciones parecidas con Paula. Ahora sé que estas discusiones prepararon el escenario para lo que iba a ocurrir después. Yo tenía el alma desgarrada, pero aún me podía mucho la billetera y aquellas otras debilidades que la NSA identificó cuando elaboró mi perfil diez años antes, allá por 1968. Al obligarme a verlo así, al ayudarme a entender las raíces profundas de mi fascinación por los piratas y los rebeldes, Paula me puso en el camino de la salvación. Más allá de mi propio dilema personal, la estancia en Colombia me sirvió para comprender la diferencia entre la vieja república norteamericana y el nuevo imperio global. La República ofrecía una esperanza al mundo. Sus fundamentos eran morales y filosóficos antes que materialistas. Se basaban en los conceptos de igualdad y justicia para todos. Pero también supo ser pragmática, no un mero sueño utópico sino una entidad viva, activa y magnánima. Abría los brazos a los perseguidos y les concedía asilo. Fue una inspiración y, al mismo tiempo, una fuerza con la que era preciso contar: en caso necesario, podía pasar a la acción, como lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial para defender los principios que representaba. Las mismas instituciones que amenazan la República, las grandes empresas, la banca y las burocracias gubernamentales, podrían servir para instituir cambios fundamentales en el mundo. Ellas tienen las redes de comunicaciones y los sistemas de transporte necesarios para acabar con el hambre, la enfermedad e incluso las guerras... si fuese posible convencerlas para que tomaran ese rumbo. El imperio global, por otra parte, es la ruina de la República. Es un sistema egocéntrico, egoísta, codicioso y materialista, basado en el mercantilismo. Como todos los imperios anteriores, sólo abre los brazos para acumular recursos, para apoderarse de todo y llenar sus insaciables tripas. Y sus dirigentes recurrirán siempre a todos los medios que consideren útiles para hacerse cada vez más ricos y poderosos.

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Yo era leal a la república norteamericana, pero lo que estábamos perpetrando a través de esa nueva y muy sutil forma de imperialismo era, en lo financiero, la repetición de lo que habíamos intentado en Vietnam por lo militar. Sin embargo, el Sudeste asiático nos había enseñado que los ejércitos tienen sus limitaciones. Los economistas reaccionaron ideando un plan mejor. Y las agencias internacionales de ayuda, así como los contratistas privados al servicio de ellas (o mejor dicho, que se beneficiaban de los servicios de ellas), habían aprendido a ejecutar ese plan con gran eficacia. En los países de todos los continentes yo veía cómo los hombres y mujeres que trabajaban para las empresas estadounidenses, aunque no formasen parte oficialmente de las redes del gangsterismo económico, participaban en algo mucho más pernicioso que lo denunciado por las teorías conspirativas al uso

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—Todo lo que te enseñó Claudine es un engaño —continuó Paula—. Tu vida es una gran mentira. Sonrió, condescendiente, y agregó: —¿Has leído tu propio curriculum últimamente? Confesé que no. —Hazlo —me aconsejó ella—. El otro día leí la versión en español. Si el texto inglés dice lo mismo, creo que te parecerá muy interesante.

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23 Un currículum engañoso

Mientras me hallaba en Colombia llegó la noticia de la jubilación de Jake Dauber como director general de MAIN. Según estaba previsto, el presidente y consejero delegado, Mac Hall, nombró sucesor a Bruno. Las líneas telefónicas entre Boston y Barranquilla echaban humo. Todo el mundo pronosticaba que yo también sería ascendido en breve. AI fin y al cabo, era uno de los pupilos de más confianza de Bruno. Estos cambios y rumores me incentivaron a reconsiderar mi propia posición. Estando todavía en Colombia seguí el consejo de Paula y leí la versión en español de mi currículum. Quedé atónito. De regreso a Boston, busqué el original en inglés así como el ejemplar de Mainlines, el boletín interno de la compañía, fechado en noviembre de 1978, que incluía un artículo sobre mí bajo el título «Especialistas ofrecen nuevos servicios a la clientela de MAIN»
A simple vista parecía un curriculum bastante inocente. En el apartado de «Experiencia» mencionaba los proyectos de qué había sido responsable en Estados Unidos, Asia, Latinoamérica y Oriente Próximo, y resumía la naturaleza de éstos: planificación de desarrollos, proyecciones económicas, previsiones de la demanda energética, etc. Esta parte concluía con una descripción de mi trabajo con el Peace Corps en Ecuador, pero omitiendo toda referencia al Peace Corps mismo, lo que daba la impresión de que yo había sido el gerente profesional de un fabricante de materiales para la construcción, no un voluntario que colaboraba en una pequeña cooperativa de fabricación artesanal de ladrillos, compuesta por campesinos andinos analfabetos. Al final citaba una larga lista de clientes, desde el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (nombre oficial del Banco Mundial) y el Asian Development Bank, pasando por el go bierno de Kuwait, el Ministerio iraní de energía, la Arabian-American Oil Company de Arabia Saudí y el Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación, hasta la Perusahaan Umum Listrik Negara y otros muchos. Me asombró que una lista así hubiese llegado a hacerse pública, aunque obviamente formaba parte de mi ficha.

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Nada de lo que decían ambos documentos era mentira flagrante: todo estaba documentado en los archivos y en mi ficha. Pero transmitían una percepción que, al releerlos, me pareció tendenciosa y maquillada. En una cultura que practica la idolatría de los documentos oficiales, estos perpetraban además algo todavía más siniestro. Una mentira flagrante puede ser refutada. Pero los documentos de ese tipo eran irrebatibles porque se basaban en retazos de verdad, no engañaban abiertamente, y la fuente era una corporación que había merecido la confianza de otras corporaciones, de los bancos internacionales y de las autoridades de varios países.

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No obstante, por mucho que yo desease llegar a la conclusión de que todo seguía igual que siempre y que tanto la fachada de mi currículum en MAIN así como la verdad que escondía eran meros reflejos de la naturaleza humana, en el fondo de mi corazón sabía que no era así. Las cosas habían cambiado. Empezaba a comprender que habíamos alcanzado un plano superior del engaño, uno que nos llevaría a la destrucción —no sólo moral, sino también física, en tanto que cultura—, a menos que realicemos sin demora cambios significativos. El ejemplo de la delincuencia organizada me parecía ofrecer una metáfora. Los jefes de la mafia con frecuencia empiezan haciendo de matones callejeros. Pero, con el tiempo, los que consiguen escalar las posiciones más altas cambian de aspecto. Adoptan la costumbre de vestir impecables trajes a medida, regentan empresas legales y se rodean de todos los atributos de la buena sociedad. Contribuyen a las organizaciones benéficas y son miembros respetados de sus comunidades. No tienen inconveniente en prestar dinero a las personas en apuros. Como el John Perkins descrito en el currículum de MAIN, aparentan ser ciudadanos modélicos. Cuando los deudores no pueden pagar, aparecen los representantes del gangsterismo exigiendo su parte. Si no la consiguen, intervienen los chacales con sus bates de béisbol. Y finalmente, como último recurso, hablan las pistolas.

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24 El presidente de Ecuador contra las grandes petroleras

La explotación petrolera de la Amazonia ecuatoriana comenzó en serio hacia finales de la década de 1960 y produjo una fiebre compradora. De resultas de ella, el reducido club de las familias dueñas del país quedó en manos de la banca internacional. Habían arrojado sobre Ecuador un endeudamiento enorme, confiando en la promesa de los beneficios del petróleo.

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Un hombre cuya estrella empezaba a ascender sobre el país andino constituía una excepción a esa regla de la corrupción política y la complicidad con la corporatocracia. Cerca de cumplir los cuarenta años, abogado y profesor universitario, Jaime Roldós tenía carisma y don de gentes. Tuve ocasión de tratarlo varias veces y en una de éstas, llevado por mi entusiasmo, me ofrecí como asesor gratuito y dispuesto a tomar el avión para Quito siempre que hiciese falta. En parte, lo dije en broma, pero no me habría importado hacerlo durante mis vacaciones, porque simpatizaba con él. Para mí cualquier excusa era buena con tal de poder visitar su país, y así se lo dije. Él rió y contestó en los mismos términos, ofreciéndome su asistencia profesional siempre que me viese en la necesidad de negociar la factura del petróleo.

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Se había ganado la reputación de populista y nacionalista. Creía firmemente en los derechos de los pobres y en la responsabilidad, por parte de los políticos, de administrar con prudencia los recursos naturales del país. Cuando emprendió su campaña para las presidenciales de 1978 llamó la atención de sus compatriotas y de los ciudadanos de todos los países cuyo petróleo estuviera siendo explotado por intereses extranjeros, o donde existiera un fuerte deseo de librarse de la influencia de fuerzas exteriores poderosas. Como político, Roldós pertenecía al género no muy abundante de los que no temen oponerse al status quo. Por eso se enfrentó a las compañías petroleras y al sistema no excesivamente sutil en que éstas se apoyan. Denunció, por ejemplo, una siniestra complicidad del Summer Institute of Linguistics (SIL, un grupo misionero evangelista estadounidense) con las petroleras. A esos misioneros yo los conocía bien desde mis tiempos en el Peace Corps. Su organización se había presentado en Ecuador, lo mismo que en tantos otros países, con el pretexto de estudiar, inventariar y traducir las lenguas indígenas.


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A mí me pareció que Roldós seguía la senda inaugurada por Torrijos. Ambos estaban enfrentados a la superpotencia más fuerte del mundo. Torrijos deseaba recuperar el Canal, mientras que la actitud enérgicamente nacionalista de Roídos amenazaba a las compañías más influyentes del mundo. Como Torrijos, Roídos tampoco era comunista, pero defendía el derecho de su país a decidir su futuro. Y también como en el caso de Torrijos, los expertos pronosticaron que los grandes de los negocios y Washington jamás tolerarían la presidencia de Roídos, y que caso de salir elegido tendría un final parecido al de Arbenz en Guatemala o al de Allende en Chile. Me pareció que esos dos hombres en unión quizá llegarían a constituir la punta de lanza de un movimiento nuevo en el mundo político latinoamericano, y que ese movimiento tal vez sería la base de unos cambios susceptibles de afectar a todas las naciones del planeta. No eran unos Castro ni unos Gaddafi. No eran compañeros de viaje de Rusia ni de China ni, como en el caso de Allende, del movimiento socialista internacional. Eran líderes populares inteligentes y carismáticos. Unos pragmáticos, no unos dogmáticos. Eran nacionalistas pero no antinorteamericanos. Y si la corporatocracia se alzaba sobre tres columnas —las grandes empresas, la banca internacional y los gobiernos en connivencia—, Roldós y Torrijos apuntaban la posibilidad de eliminar la columna de la complicidad gubernamental.

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Creo que fue la política de hidrocarburos, más que ninguna otra cuestión, la que convenció a los ecuatorianos y aupó a Roídos al palacio presidencial de Quito: el primer presidente democráticamente elegido después de una larga sucesión de dictadores. Las bases de su política quedaron resumidas en el discurso de posesión presidencial del 10 de agosto de 1979: Debemos tomar medidas efectivas para defender los recursos energéticos de la nación. El Estado [debe] mantener la diversificación de sus exportaciones y no perder su independencia económica [...] Nuestras decisiones se inspirarán únicamente en los intereses nacionales y en la defensa incondicional de nuestros derechos de soberanía.2

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25 Mi marcha

Haría diez años que me había convertido en sucesor de aquellos esclavistas que visitaban las selvas de África y arrebataban hombres y mujeres para conducirlos a sus naves. El mío era un procedimiento más moderno, más sutil. Yo nunca me había visto en la necesidad de contemplar cuerpos agonizantes ni de oler el hedor a carne en putrefacción ni de escuchar los gritos de terror. Lo que yo hacía no era menos siniestro. Pero quedaba lejos de mí, y así yo podía abstraerme de los aspectos personales, de esos cuerpos, esa carne, esos gritos. Por lo ' mismo, en último análisis quizá mi delito era más grande. Volví de nuevo la mirada hacia el balandro. La marea atirantaba la cadena del ancla. Mary holgazaneaba en cubierta, probablemente tomándose un «margarita» y esperando mi regreso para servirme otro. En aquel momento, contemplándola bajo la última claridad del día, tan tranquila, tan confiada, caí en la cuenta de lo que estaba haciéndole a ella y a todos los que trabajaban para mí. Estaba convirtiéndolos a todos en gángsteres económicos. Hacía de ellos lo mismo que me hizo Claudine, pero sin la sinceridad de Claudine. Mediante promesas de ascenso y aumentos de sueldo, los seducía para que se hicieran esclavistas. Y sin embargo, ellos también eran explotados por el sistema. También estaban esclavizados, lo mismo que yo.

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CUARTA PARTE 

De 1981-Al presente

26 Ecuador: muere un presidente

No fue fácil dejar MAIN. Paul Priddy no quiso tomarme en serio. —La típica inocentada, ¿no?* —y me guiñó un ojo. Le aseguré que iba en serio. Recordé el consejo de Paula: que no me enfrentase con nadie y que no diese pie a sospechas de posible indiscreción en cuanto a mi trabajo como gángster económico. Hice mucho hincapié en que agradecía todo lo que MAIN había hecho por mí. Pero que necesitaba cambiar de ambiente. Que siempre había sentido el deseo de escribir sobre los pueblos del mundo que pude conocer gracias a MAIN. Nada político, naturalmente. Colaboraciones para National Geographic y otras revistas, sobre todo para poder seguir viajando. Declaré mi lealtad a la compañía y juré que haría elogio de ella a la menor oportunidad. Finalmente Paul cedió.

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Jaime Roldós había decidido dar el paso adelante, tomándose en serio sus promesas electorales. Lanzó un ataque en todos los frentes contra las compañías petroleras. Se hubiera dicho que él veía claras muchas cosas que otros, a ambos lados del canal de Panamá, ignoraban o preferían ignorar. Entendía las corrientes ocultas que amenazaban con transformar el mundo en un imperio global y relegar a las gentes de su país a un papel muy secundario, rayano en la servidumbre. Cuando leí lo que decía de él la prensa, quedé tan impresionado por su determinación como por su capacidad para comprender los aspectos fundamentales. Y esos aspectos apuntaban al hecho de que comenzaba una nueva época de la política mundial. En noviembre de 1980 Cárter perdió las elecciones presidenciales frente a Ronald Reagan. En esto tuvieron mucho que ver el tratado del Canal negociado con Ecuador y la situación en Irán, especialmente el caso de los rehenes retenidos en la embajada estadounidense y el desastroso intento de rescate. Al mismo tiempo estaba ocurriendo algo más sutil. Un presidente cuyo principal objetivo había sido la paz mundial, y que se había empeñado en reducir la dependencia de Estados Unidos con respecto al petróleo, estaba siendo reemplazado por un hombre convencido de que el lugar que correspondía a Estados Unidos era la cúspide de una pirámide mundial mantenida mediante el poder militar, y de que el control de los yacimientos petrolíferos dondequiera que se hallasen formaba parte de nuestro «Destino Manifiesto». Un presidente que había instalado paneles solares en los tejados de la Casa Blanca estaba siendo reemplazado por otro que mandó desmontarlos tan pronto como pasó a ocupar el despacho oval.

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Cárter quizás fuera un político ineficaz, pero tenía una visión de su país coherente con las definiciones de nuestra declaración de independencia. En retrospectiva, ahora puede parecemos un político ingenuamente arcaico, una vuelta a los ideales que dieron forma a la nación y llevaron a sus orillas a muchos de nuestros antepasados. En efecto, fue una anomalía si lo comparamos con sus antecesores y sucesores más inmediatos. Su filosofía no era compatible con el gangsterismo económico. En cambio Reagan fue desde luego un constructor del imperio global y un sirviente de la corporatocracia. En la época de su elección, ésta me pareció de lo más coherente con su pasado de actor de Hollywood, de hombre acostumbrado a obedecer las órdenes de los magnates, de quienes sabían cómo dirigir la película. Ese iba a ser su rasgo más característico: estar al servicio de los que transitaban entre las direcciones generales de las grandes empresas, los consejos de administración de la banca y los pasillos gubernamentales. Al servicio de los que fingían servirle a él pero eran los verdaderos amos del gobierno, hombres como el vicepresidente George H. W. Bush, el secretario de Estado George Shultz, el secretario de Defensa Caspar Weinberger o Richard Cheney, Richard Helms y Robert McNamara. El propugnaría todo cuanto estos hombres quisieran: Estados Unidos dueño del mundo y de todos sus recursos, y un mundo obediente a las órdenes de Estados Unidos. Unas fuerzas armadas que impondrían la obediencia a las normas emanadas de Estados Unidos y unas organizaciones del comercio internacional y de la banca mundial que apoyarían a Estados Unidos como director general del imperio planetario.

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Al considerar el porvenir, me pareció que entrábamos en una época sumamente favorable para el gangsterismo económico. Paradojas de la vida, en ese mismo momento histórico se me ocurría a mí dejarlo. Cuanto más lo pensaba, más seguro estaba. Me daba cuenta de que había elegido el momento idóneo.

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A comienzos de 1981 la administración Roldós presentó formalmente al parlamento ecuatoriano la ley de hidrocarburos. De ser aprobada, reformaría las relaciones entre el país y las compañías petroleras. Por diversas razones, muchos la consideraron revolucionaria e incluso radical. Ciertamente iba encaminada a cambiar la conducción de los negocios en el sector, y su influencia saltaría las fronteras de Ecuador para irradiar a toda Latinoamérica y al resto del mundo.1

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Pocas semanas después de enviar al Parlamento este paquete legislativo, y un par de días después de la expulsión de los misioneros del SIL, Roídos advirtió no sólo a las compañías petroleras sino a todos los intereses extranjeros que debían poner en marcha proyectos de utilidad para el pueblo ecuatoriano, o serían expulsados a su vez. Después de pronunciar un gran discurso en el Estadio Olímpico Atahualpa de Quito, emprendió viaje hacia una pequeña comunidad de la parte meridional del país. Allí pereció el 24 de mayo de 1981 al incendiarse y caer el helicóptero en que viajaba.3

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Pese a la reacción mundial, el suceso apenas tuvo eco en la prensa estadounidense. Osvaldo Hurtado asumió la presidencia del país. El Summer Institute of Linguistics y sus patrocinadoras, las compañías del petróleo, pudieron regresar. A finales del mismo año, Hurtado lanzó un ambicioso programa de perforaciones a cargo de Texaco y otras compañías extranjeras en el golfo de Guayaquil y en la cuenca amazónica.4

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27 Panamá: muere otro presidente

La muerte de Roldós fue un duro golpe para mí. Pero quizá no debería haberlo sido. Puesto que yo era cualquier cosa menos ingenuo y estaba al tanto de lo ocurrido con Arbenz, Mosaddeq, Allende. Y con otros muchos cuyos nombres nunca aparecerán en los periódicos ni en los libros de historia, pero cuyas vidas también fueron destruidas y en ocasiones abreviadas por haberse enemistado con la corporatocracia. Sin embargo, me sorprendió mucho. Era demasiado flagrante.

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Yo creía, después de nuestro fenomenal éxito en Arabia Saudí, que la intervención descarada era cosa de otros tiempos y que los chacales habían quedado relegados a los zoológicos. Luego me di cuenta de que estaba equivocado. Sin duda la muerte de Roldós no había sido un accidente. Tenía todos los rasgos de un atentado orquestado por la CÍA. Si la ejecución fue tan flagrante, comprendía yo ahora, era porque se deseaba enviar un mensaje. La nueva administración Reagan, con su imagen hollywoodense de vaqueros de gatillo fácil, iba a ser el vehículo ideal para transmitir tal mensaje. Los chacales habían regresado y convenía que tomaran nota lo mismo Ornar Torrijos como cualquier otro que sintiese las veleidades de unirse a una cruzada contra la corporatocracia.

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Dos meses después de la muerte de Roldós, la pesadilla de Ornar Torrijos se vio cumplida. Murió en un accidente de aviación. Era el 31 de julio de 1981.

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Torrijos se enfrentó con esos hombres; y lo hizo con finura, simpatía y un maravilloso sentido del humor. Pero murió y le sustituyó uno de sus protegidos, Manuel Noriega, que no tenía ni el ingenio ni el carisma ni la inteligencia de Torrijos. Muchos sospecharon que no tenía nada que hacer frente a los Reagan, los Bush y las Bechtel de este mundo.

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28 Enron, George W. Bush y mi compañía eléctrica

El sector de la energía estaba atravesando una reestructuración importante. Las grandes empresas de ingeniería rivalizaban por apoderarse de las compañías de servicios públicos (o por lo menos, repartírselas) que antes habían disfrutado de privilegios equivalentes a sendos monopolios locales. Pero ahora, el santo y seña del día era la «desrregulación», y las reglas estaban cambiando de la noche a la mañana. Abundaban las oportunidades para sujetos ambiciosos que quisieran aprovecharse de una situación que pillaba con las defensas bajas a los tribunales y al Congreso. Los gurúes del sector decían que se había declarado la era del «Oeste salvaje de la energía».

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MAIN era un ejemplo de compañía que no supo adaptarse al ambiente cambiante de la industria energética. En el extremo opuesto del espectro había aparecido otra compañía que a nosotros, los insiders, nos fascinaba: Enron. Con un crecimiento de los más rápidos del sector, surgida aparentemente de la nada, en seguida empezó a hacerse con los contratos más descomunales. A menudo las reuniones de negocios se inician con un rato de charla ociosa mientras los participantes buscan sus asientos, se sirven tazas de café y sacan los papeles de los portafolios. En aquellos días, estas tertulias solían girar alrededor de Enron. Ninguna de las personas ajenas a esta empresa tenía ni la menor idea de cómo eran posibles los milagros que realizaba. Los que estaban dentro, simplemente sonreían y callaban. Algunas veces, cuando se les insistía mucho, hablaban de nuevos planteamientos de gestión, de «financiación creativa» y de la política de contratar ejecutivos que supieran desenvolverse en los pasillos del poder de las capitales de todo el mundo. A mí, todo esto me sonaba a nueva versión de las viejas técnicas del gangsterismo económico. El imperio global continuaba en marcha, sólo que a paso cada vez más rápido.

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En 1989 Amoco estaba negociando con las autoridades de Bahrein unos derechos de perforación en la plataforma costera. Entonces el vicepresidente Bush salió elegido presidente. Poco después Michael Ameen —un asesor del departamento de Estado que tenía la misión de aconsejar a Charles Hostler, recién confirmado embajador estadounidense en Bahrein— logró que se iniciaran conversaciones entre el gobierno bahreiní y Harken Energy. Aunque Harken nunca había perforado fuera del territorio de Estados Unidos, ni mucho menos en el mar, finalmente consiguió los derechos exclusivos de perforación en Bahrein, cosa inaudita en todo el mundo árabe. En el transcurso de pocas semanas, la cotización de las acciones de Harken Energy subió más de un veinte por ciento, de 4,50 a 5,50 dólares por acción.4 Hasta los más veteranos del sector se quedaron atónitos ante lo sucedido en Bahrein.

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Yo no estaba tan sorprendido como mis interlocutores, supongo que porque gozaba de una perspectiva exclusiva. Había trabajado para las autoridades de Kuwait, Arabia Saudí, Egipto e Irán. Conocía la política de Oriente Próximo y sabía que Bush, al igual que los ejecutivos de Enron, formaba parte de la red creada por mí y demás colegas del gangsterismo económico. Eran como los señores feudales y los amos esclavistas de las plantaciones. 5

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29 Acepto un soborno 

Durante el decenio de 1980 y hasta bien entrado el de 1990, el énfasis pasó del espíritu emprendedor a la desrregulación. Fui testigo de cómo la mayoría de las pequeñas compañías independientes acabaron devoradas por las grandes compañías de ingeniería y de construcción. Estas supieron encontrar vacíos legales que les permitían crear sociedades de cartera propietarias tanto de las compañías del servicio público (reguladas) como de las empresas productoras (no reguladas e independientes). Muchas de aquéllas pusieron en marcha agresivas campañas para arruinar a las independientes y luego absorberlas. Otras sencillamente prefirieron partir de cero y desarrollaron sus propias equivalencias de empresas supuestamente independientes.

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Esta evolución del sector energético simbolizaba toda la tendencia que estaba afectando al planeta en su conjunto. Las preocupaciones de providencia social, medio ambiente y otras cuestiones tocantes a la calidad de vida pasaban a un segundo plano, postergadas por el afán de lucro. En este proceso, todo el énfasis iba a la promoción de la empresa privada. Al principio se trató de justificarlo aduciendo razones teóricas, como la noción de que el capitalismo era superior al comunismo y acabaría por reducirlo al absurdo. Con el paso del tiempo, sin embargo, tales justificaciones dejaron de ser necesarias. Se admitió como axiomático que un proyecto planteado por unos inversores adinerados tenía que ser inherentemente mejor que cualquier cosa que propusieran los gobiernos. Las organizaciones internacionales como el Banco Mundial hicieron suya dicha noción y se dedicaron a impulsar la desrregulación y la privatización del abastecimiento de agua, de los sistemas de tratamiento de residuos, de las comunicaciones, de las redes de servicios públicos y de otras infraestructuras hasta entonces gestionadas por los gobiernos (el Estado). En consecuencia, no fue difícil generalizar el concepto del gangsterismo económico al marco más amplio, y enviar ejecutivos de las más diversas actividades a misiones en otro tiempo reservadas a una minoría, la de los que formábamos una especie de club exclusivo. Ahora esos ejecutivos se distribuían por todo el planeta en busca de las reservas de mano de obra más barata, de los recursos más accesibles, de los mercados más multitudinarios. No se planteaban muchos problemas de conciencia. Lo mismo que los gángsteres económicos predecesores suyos —como yo en Indonesia, en Panamá y en Colombia—, cuando sentían la necesidad de racionalizar sus tropelías nunca les faltaban argumentos. Y lo mismo que nosotros, dejaban atrapados a los países y las comunidades que visitaban. Les prometían la opulencia y que el fomento del sector privado los ayudaría a librarse del endeudamiento. Construían escuelas y carreteras y donaban teléfonos, televisiones y servicios médicos. Aunque, finalmente, si encontraban trabajadores más baratos o recursos más accesibles en otro lugar, se marchaban. Pero al abandonar la comunidad cuyas esperanzas habían suscitado, las consecuencias solían ser desastrosas. Ellos, según todos los indicios, lo hacían sin mayor titubeo ni ver en ello motivo de cavilaciones.

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No obstante, era inevitable preguntarse adonde conducía todo eso. A finales de la década de 1980, con el derrumbamiento de la Unión Soviética y del movimiento comunista mundial, obviamente la disuasión dejaba de ser un motivo. Y también resultaba evidente que el dominio global fundamentado en el capitalismo iba a imperar sin cortapisas. Tal como observa Jim Garrison, presidente del foro State of the World: Acumulativamente, la integración del mundo en un solo conjunto, sobre todo en términos de globalización económica con las míticas propiedades del «libre mercado», representa un auténtico «imperio» por derecho propio [...] Ningún país del mundo ha logrado resistir el magnetismo ineluctable de la globalización. Pocos escapan a los «ajustes estructurales» y los «condicionamientos» del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional ni a los arbitrajes de la Organización Mundial del Comercio, cuyas instituciones financieras, por más que inadecuadas, determinan todavía el significado de la globalización económica, cuáles son sus reglas y cómo se recompensa la sumisión y se penalizan las infracciones. Es tal el poder de la globalización que la generación actual probablemente presenciará la integración de todas las economías nacionales del mundo en un solo sistema de mercado global, libre pero no equitativo.

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Una tarde de 1987 se puso en contacto conmigo otro ex socio de MAIN y me ofreció un contrato de consultoría muy sustancioso con la Stone & Webster Engineering Corporation (SWEC). En esa época, SWEC era una de las compañías de ingeniería y construcción más grandes del mundo, y trataba de asegurarse un lugar en el cambiante entorno de la industria energética. Según mi contrato, yo debía reportar a una nueva filial, una empresa independiente de desarrollos energéticos creada a imagen y semejanza de mi IPS y las demás de ese tipo. Leí con alivio que no se solicitaría mi participación en proyectos internacionales ni del género del gangsterismo económico. En realidad no se me solicitaría gran cosa, según me explicó mi interlocutor. Yo era de los pocos que habían fundado y dirigido con éxito una eléctrica independiente y gozaba de un buen prestigio en el sector. Lo que le interesaba sobre todo a SWEC era poder utilizar mi currículum y que mi nombre figurase en su lista de consejeros, lo cual era legal y se hallaba dentro de las prácticas habituales del mundo empresarial. Para mí la oferta era especialmente atractiva porque debido a una serie de circunstancias, estaba considerando vender IPS. La proposición de unirme a la escudería de SWEC y de recibir una remuneración espectacular llegaba en el momento oportuno.

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30 Estados Unidos invade Panamá

Al principio, Manuel Noriega, el sucesor de Torrijos, se mostró decidido a seguir por la senda de su mentor. Nunca conocí personalmente a Noriega, pero todo atestigua que en sus comienzos se había propuesto seguir defendiendo la causa de los pobres y los oprimidos de Latinoamérica. Uno de sus proyectos más importantes consistía en seguir explorando la posibilidad de construir un nuevo canal, con financiación y ejecución de las obras a cargo de los japoneses. Como era de prever, halló mucha resistencia por parte de Washington y de las compañías privadas estadounidenses. Como ha escrito el mismo Noriega: El secretario de estado George Shultz había sido ejecutivo de Bechtel, la multinacional de la construcción. El secretario de Defensa, Caspar Weinberger, había sido vicepresidente de Bechtel. Nada le habría parecido mejor a Bechtel que embolsarse los miles de millones de ingresos que generaría la construcción del canal [...] Las administraciones Reagan y Bush temieron la posibilidad de que Japón llegase a dominar el eventual proyecto de construcción del canal, así por consideraciones de seguridad que realmente no eran del caso, como por la cuestión de la rivalidad comercial. Para las constructoras estadounidenses se hallaban en juego miles de millones de dólares.1

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En 1984, Noriega había ascendido a general y comandante en jefe de las fuerzas de defensa panameñas. Se ha dicho que aquel mismo año, cuando visitó la capital de Panamá y fue recibido en el aeropuerto por el jefe local de la CÍA, lo primero que hizo Casey fue preguntar: «¿Dónde está mi chico? ¿Dónde está Noriega?» Y cuando el general visitó Washington, los dos tuvieron una reunión privada en el domicilio de Casey. Muchos años más tarde Noriega confesó que su íntima vinculación con Casey le había transmitido una sensación de invencibilidad. Creía que la CÍA era la rama más poderosa de la autoridad estadounidense, como lo era el G-2 en su país. Y estaba convencido de que Casey no le retiraría su protección, pese a la postura de Noriega en las cuestiones del tratado y de la base militar estadounidense en la zona del Canal.2

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Por si fuesen pocas dificultades, Noriega tuvo que cargar con otra más, la de su contemporaneidad con un presidente de Estados Unidos afectado por un problema de imagen, o lo que algunos periodistas llamaban «el factor pelele» de George H. W. Bush.4 Este aspecto cobró especial significación cuando Noriega se negó a considerar una prórroga de quince años para la presencia de la Escuela de las Américas. En las memorias del general encontramos una revelación interesante: Aunque estábamos decididos a continuar el legado de Torrijos, motivo de orgullo para nosotros, Estados Unidos no estaba dispuesto a consentirlo. Deseaba una prórroga o una renegociación para esa instalación [la Escuela de las Américas], aduciendo que todavía la necesitaban en vista de los crecientes preparativos bélicos en Centroamérica. Pero, para nosotros, la Escuela de las Américas era una vergüenza. No queríamos tener en nuestro territorio un campo de entrenamiento para escuadrones de la muerte y militares represores de ultraderecha.5

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Aunque después de lo dicho tal vez el mundo debía haber intuido lo que iba a ocurrir, el 20 de diciembre de 1989 el planeta asistió con asombro al ataque lanzado por Estados Unidos contra Panamá poniendo en juego un volumen de medios aéreos nunca visto, según se dijo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.6 Fue un ataque sin provocación previa dirigido contra población civil. Panamá y su pueblo no representaban absolutamente ningún peligro para Estados Unidos ni para país alguno del planeta. En todas partes los políticos, los gobiernos y la prensa denunciaron la acción unilateral de Estados Unidos como una violación flagrante del derecho internacional. Si esa operación militar se hubiese dirigido contra un país responsable de perpetrar genocidios u otros delitos contra los derechos humanos — digamos, el Chile de Pinochet, el Paraguay de Stroessner, la Nicaragua de Somoza, El Salvador de Roberto D'Aubuisson o el Iraq de Saddam— el mundo tal vez lo habría entendido. En cambio Panamá no había hecho nada de ese género, sólo había tenido la osadía de contrariar las voluntades de un puñado de poderosos, políticos y ejecutivos empresariales. Se había empeñado en hacer cumplir el tratado del Canal, había tenido conversaciones con reformadores sociales y había estudiado la posibilidad de construir un nuevo canal con financiación japonesa y empresas constructoras japonesas. Por lo cual tuvo que sufrir consecuencias devastadoras. Como dice Noriega: Quiero dejarlo bien claro: la campaña de desestabilización lanzada por Estados Unidos en 1986, y que culminó en la invasión de 1989, fue resultado del rechazo estadounidense de cualquier supuesto en que el futuro control del canal de Panamá se transfiriese a manos de un Panamá soberano e independiente, con el apoyo de Japón [...] Mientras tanto, Shultz y Weinberger, escudados en las apariencias de funcionarios que trabajaban por el interés público y explotando la ignorancia popular en cuanto a los poderosos intereses económicos que en realidad representaban, montaban la campaña de propaganda dirigida a liquidarme.

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David Harris, colaborador del New York Times Magazine y autor de muchos libros, hace una observación interesante en su libro Shooting ihe Moon cuando escribe: De todos los millares de soberanos, potentados, hombres fuertes, juntas militares y señores de la guerra con que han tratado los estadounidenses en todos los rincones del mundo, el general Manuel Antonio Noriega es el único que ha merecido semejante persecución. Sólo una vez en sus doscientos veinticinco años de existencia oficial como país ha invadido Estados Unidos a otra nación para llevarse preso al dirigente de ésta, con el fin de juzgarlo y encarcelarlo en Estados Unidos por actos que eran delictivos según el derecho estadounidense, pero cometidos en el territorio nativo de dicho dirigente.8

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Hubo alguna excepción, como Peter Eisner, redactor de News doy y reportero de la Associated Press que cubrió la invasión de Panamá y continuó analizándola durante varios años. En Memoirs of Manuel Noriega: America's Prisoner, publicada en 1997, escribe: La mortandad, la destrucción y la injusticia realizadas en nombre de la lucha contra Noriega —así como las mentiras con que rodearon el acontecimiento— amenazaban los principios básicos de la democracia estadounidense [... ] En Panamá los soldados recibieron órdenes de matar, y así lo hicieron después de habérseles dicho que iban a rescatar un país de las garras de un dictador cruel y depravado. Y una vez hubieron actuado, el pueblo de su país [Estados Unidos] cerró filas detrás de ellos.11 Después de documentarse largamente y habiendo entrevistado incluso a Noriega en su celda carcelaria de Miami, Eisner declara: En cuanto a los puntos clave, no creo que las pruebas presentadas demuestren que Noriega fuese culpable de lo que se le acusó. No creo que sus actos como jefe militar extranjero o como jefe de un Estado soberano justificasen la invasión de Panamá, ni que él mismo representase un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos.12 Y concluye: Mi análisis de la situación política y mi actividad informativa en Panamá antes, durante y después de la invasión me llevan a concluir que la invasión de Panamá por Estados Unidos fue un abominable abuso de poder. Esa invasión sirvió principalmente a los fines de unos políticos estadounidenses arrogantes y a los aliados panameños de éstos, al precio de un considerable derramamiento de sangre.13 Quedó reinstaurada entonces la familia Arias junto con las demás de la oligarquía pre-Torrijos, títere de Estados Unidos desde que Panamá fue segregado de Colombia hasta que Torrijos accedió al poder. El nuevo tratado del Canal quedaba condenado a la irrelevancia puesto que, defacto, Washington recuperaba el control de esa vía marítima dijeran lo que dijeran los documentos oficiales.

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31 Un fracaso del gangsterismo económico en Iraq 

La presencia de los EHM en Bagdad fue muy numerosa en la década de 1980. Creían que Saddam acabaría por ver la luz, y yo no podía por menos que darles la razón. Al fin y al cabo, si Iraq alcanzaba un acuerdo con Washington similar al de los saudíes, Saddam quedaba en condiciones de gobernar su país como se le antojase, e incluso podía pensar en ir ampliando su círculo de influencia en esa región del mundo. Poco importaba que fuese un tirano patológico, ni que tuviese las manos ensangrentadas por matanzas masivas, ni que sus maneras y la brutalidad de sus actos evocasen el recuerdo de Adolf Hitler. No sería la primera vez que Estados Unidos toleraba e incluso apoyaba a gentes de tal especie. Nosotros le ofreceríamos con mucho gusto los títulos de la deuda pública estadounidense a cambio de sus petrodólares, siempre que garantizase la continuidad de los suministros de petróleo y aceptase un acuerdo en virtud del cual los intereses devengados por esos títulos se invirtiesen en contratar a compañías estadounidenses para modernizar las infraestructuras iraquíes, crear nuevas ciudades, y convertir los desiertos en vergeles. Con mucho gusto le venderíamos también tanques, y aviones de caza, y le construiríamos plantas químicas y nucleares, tal como habíamos hecho en tantos otros países, y aunque esas tecnologías pudieran ser aplicadas igualmente a la fabricación de armamento avanzado. Para nosotros Iraq era de suma importancia, de una importancia mucho más grande de lo que pareciese a primera vista. En contra de lo que se cree comúnmente, el petróleo no era el único tema. Intervenían asimismo el agua y las consideraciones geopolíticas. Los ríos Tigris y Eufrates pasan por Iraq. De entre todos los países de esa región del mundo, Iraq controla las fuentes principales de esos recursos hídricos cada vez más escasos. Fue en la década de 1980 cuando la trascendencia tanto política como económica del agua empezó a destacar con claridad para los que andábamos interesados en el sector energético y de

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ingeniería. En la carrera de la privatización, muchas de las compañías principales que habían puesto sus miras en absorber las pequeñas eléctricas independientes pasaron a plantearse la privatización de los sistemas de abastecimiento del agua en África, Latinoamérica y el Oriente Próximo. Además de petróleo y agua, Iraq posee una situación estratégica muy valiosa. Tiene fronteras con Irán, Kuwait, Arabia Saudí, Jordania, Siria y Turquía, y salida al mar en el golfo Pérsico. Tiene en el radio de acción de sus misiles a Israel y a la ex Unión Soviética. Los estrategas militares comparan la posición del Iraq moderno con la del valle del Hudson durante nuestras guerras contra los franceses y los indios, y contra Inglaterra en la de Independencia. Hoy día es del dominio público que quien controla Iraq tiene la llave de todo el Oriente Próximo. Sobre todo esto, Iraq supone un mercado inmenso para la tecnología y el conocimiento experto estadounidenses. El hecho de estar asentado sobre algunos de los yacimientos petrolíferos más extensos del mundo (más importantes incluso que los de Arabia Saudí, según algunas estimaciones) le garantiza la posibilidad de financiar grandes programas de infraestructura y de industrialización. Todos los que tenían algo interesante que ofrecer, andaban pendientes de Iraq: las contratistas de ingeniería y construcción, los proveedores de sistemas informáticos, los fabricantes de aviones, misiles y tanques, las compañías químicas y las químico -farmacéuticas.

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A finales de la década de 1980, sin embargo, quedó claro que Saddam «no tragaba» con el guión de los EHM: gran decepción y no pequeño apuro para la primera administración Bush. Junto con Panamá, Iraq contribuyó a la reputación de «flojo» de George H. W. Bush. Precisamente cuando éste andaba buscando nuevas maneras de lavar su imagen, Saddam le dio la partida hecha. En agosto de 1990 invadió Kuwait, rico territorio de jeques petroleros. Bush reaccionó denunciando la vulneración del derecho internacional perpetrada por Saddam, y eso que aún no había transcurrido un año desde la invasión no menos ilegal y unilateral de Panamá, dispuesta por el mismo Bush. De modo que, al fin, el presidente no sorprendió a nadie cuando lanzó la orden de ataque por tierra, mar y aire. Quinientos mil soldados estadounidenses fueron enviados formando parte de la expedición internacional. En los primeros meses de 1991 la aviación se lanzó a bombardear objetivos militares y civiles en Iraq. A esto le siguieron cien horas de operaciones terrestres y la desbandada del ejército iraquí, desmoralizado y muy inferior en potencia de fuego. Era la salvación de Kuwait y el escarmiento para un auténtico déspota, que sin embargo no fue conducido ante la justicia. La popularidad de Bush ante la opinión pública estadounidense alcanzó el 90 por ciento.

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En último análisis esto no sucedía sólo en Estados Unidos. El imperio global era justamente eso, global, pasando por encima de todas las fronteras. Las corporaciones que antes considerábamos estadounidenses, eran ahora internacionales en el pleno sentido, incluso jurídico, de la palabra. Porque, al estar constituidas y registradas en muchos países, podían estudiar y elegir las legislaciones y las reglamentaciones que más les convinieran para conducir sus actividades. Un gran número de organizaciones y de acuerdos comerciales globalizadores les facilitaba la tarea todavía más. Las palabras democracia, socialismo y capitalismo caían casi en la obsolescencia. La corporatocracia prevalecía y se afirmaba cada vez más como la influencia principal cuando no única en la economía y la política del mundo.

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Cuando regresé a casa dimití de mi asesoría. El presidente de SWEC que me había contratado estaba ya jubilado. El nuevo jefe era un hombre más joven que yo, y por lo visto no le preocupaba que yo me dedicase a contar mis historias. Acababa de lanzar un plan de reducción de costes, y se alegró mucho de poder ahorrarse los exorbitantes honorarios que me pagaban. Entonces decidí terminar el libro en el que había trabajado durante todo este tiempo. Esta decisión fue suficiente para suscitar una maravillosa sensación de alivio.

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32 El 11 de septiembre y las consecuencias sobre mi persona 

De regreso en mi casa de Florida sentí la necesidad de visitar la Zona Cero, el lugar donde estuvieron emplazados los rascacielos del World Trade Center. Aproveché la primera oportunidad para volar a Nueva York y llegué a mi hotel de las afueras hacia la primera hora de la tarde. Aunque estábamos en noviembre, el día era soleado, casi primaveral. Paseé muy animado por Central Park, y luego me dirigí a aquella parte de la ciudad donde había pasado tantísimo tiempo, al sector próximo a Wall Street que ahora llaman la Zona Cero. A medida que me acercaba, mi entusiasmo se desvaneció reemplazado por una sensación de horror. La vista y el olfato recibían las impresiones más fuertes: la destrucción increíble, los esqueletos retorcidos y fundidos de los que habían sido unos titánicos edificios, el humo acre, los restos carbonizados, el hedor a carne quemada. No era lo mismo verlo por la televisión que hallarse allí.

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—Usted es de Afganistán, ¿no? Me miró con sorpresa.
—¿Tanto se me nota?
—Es que he viajado mucho. Hace poco visité los Himalaya. Y Cachemira.
—Cachemira. — Se mesó la barba—. Guerra.
—Sí. La India y el Pakistán. Hindúes y musulmanes. Como para dudar de las religiones, ¿verdad? Su mirada se tropezó con la mía. Tenía los ojos de color pardo muy oscuro, casi negro, y me parecieron tristes y cargados de experienda. Se volvió hada el edificio de la Bolsa y lo señaló con el largo y huesudo índice.
—Sí, —entendí el gesto—. Tal vez sea por la economía, no por la religión.
—¿Eras soldado? No pude contener una sonrisa.
— No. Asesor económico. — Le mostré el papel lleno de estadísticas —. Éstas eran mis armas. Él tomó el papel en sus manos.
—Números...
— Estadísticas del mundo. Él se quedó mirando el papel y luego soltó una breve carcajada.
—No sé leer. —Y me lo devolvió.
— Esos números dicen que todos los días mueren de hambre veinticuatro mil seres humanos. Profirió un leve silbido, consideró un rato lo que acababa de escuchar y luego suspiró.
—Yo he estado a punto de ser uno de ellos. Tenía un pequeño huerto de granados cerca de Kandahar. Hasta que llegaron los rusos. Los mujaidin los esperaban detrás de los árboles y metidos en las acequias. — Alzó las manos haciendo el gesto de apuntar— . Una emboscada. Bajó las manos.
—Destrozaron mis árboles y mis acequias.
— ¿Qué hizo usted entonces? Él hizo un ademán hacia el papel que aún tenía yo entre las manos.
—¿Dice ahí cuántos mendigos hay en el mundo? No lo decía, pero contesté hablando de memoria:
—Unos ochenta millones, creo.
—Yo lo fui.  Meneó la cabeza. Luego se sumió en sus pensamientos y permanecimos un rato en silencio, hasta que él prosiguió: No me gusta pedir limosna. Perdí un hijo. Así que me puse a cultivar amapolas.
—¿Opio?
—Sin árboles ni agua. La única manera de alimentar a nuestras familias. Sentí un nudo en la garganta y una tristeza deprimente, acompañada de remordimiento.
—Aquí decimos que está mal cultivar la amapola del opio, pero muchos de nuestros ricos deben su fortuna al comercio de la droga. Me miró fijamente y fue como si sus ojos penetrasen hasta el fondo de mi alma.
—Tú has sido soldado —dijo, asintiendo con la cabeza como para corroborar tan elemental constatación. Dicho esto se puso en pie y se alejó cojeando escaleras abajo. Deseé que se quedase pero no pude articular palabra, entonces conseguí ponerme en pie yo también, y me dispuse a seguirle. Un cartel me detuvo. Mostraba una imagen del edificio en cuya escalinata acababa de sentarme, y un letrero que notificaba a los transeúntes que el cartel lo había puesto el servicio de rutas turísticas de Nueva York. Decía: El Mausoleo de Halicarnaso puesto sobre la torre del campanario de San Marcos en Venecia en la esquina de las calles Wall y Broad, tal es el concepto inspirador de Wall Street número 14, en su tiempo el edificio bancario más alto del mundo. En sus 539 pies de altura se alojaron originariamente las oficinas centrales del Bankers Trust, una de las instituciones financieras más adineradas del país.

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Rodeé la manzana para entrar en Fine Street. Allí me tropecé cara a cara con el cuartel general del Chase, el banco creado por David Rockefeller con la semilla del petróleo y la dedicación de hombres como yo. Ese banco, institución al servicio de los EHM y maestro en la promoción del imperio global, en muchos sentidos era el verdadero símbolo de la corporatocracia. Recordé haber leído alguna vez que el World Trade Center había sido un proyecto lanzado por David Rockefeller en 1960, y que últimamente muchos lo consideraban una especie de albatros, una entidad fallida desde el punto de vista financiero, mal adaptada a las modernas tecnologías de la fibra óptica y de Internet, y agobiada por una dotación de ascensores ineficiente y demasiado costosa. La voz popular llamó David y Nelson a esas torres gemelas. Hasta que cayó el albatros.

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33 Venezuela salvada por Saddam

Venía yo siguiendo a Venezuela desde hacía muchos años. Era el ejemplo clásico del país elevado de la pobreza a la prosperidad gracias al petróleo. Y también un modelo del trastorno que el petróleo fomenta, del desequilibrio entre ricos y pobres, y de nación desvergonzadamente explotada por la corporatocracia. Era el compendio de todos los lugares donde los gángsteres económicos al antiguo estilo, como yo, venían a coincidir con los de la versión corporativa, de nueva escuela.

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El crudo de Venezuela es imprescindible para muchas economías del mundo. En 2002 este país era el cuarto exportador mundial, y el tercero en importancia de los proveedores de Estados Unidos.3 Con cuarenta mil trabajadores y una facturación anual de 50.000 millones de dólares, Petróleos de Venezuela aporta el 80 por ciento de los ingresos por exportación. Es, con mucho, el factor principal de la economía venezolana.4 Al pasar a controlar esa industria, Chávez se perfilaba como uno de los protagonistas del escenario mundial.

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En 1973 los precios del crudo se dispararon por efecto del embargo decretado por la OPEP y el presupuesto nacional venezolano se multiplicó por cuatro. El pistolerismo económico puso manos a la obra. La banca internacional volcó sobre el país empréstitos a raudales con que construir vastas infraestructuras, proyectos industriales, y los rascacielos más altos del hemisferio. En la década de 1980 empezaron a llegar los EHM de la variante corporativa. Era para ellos la gran oportunidad de empezar a practicar el oficio aprendido. Las clases medias venezolanas habían cobrado un tamaño considerable y representaban un mercado abierto para toda clase de productos. Al mismo tiempo, quedaba un sector muy numeroso de pobres dispuestos a trabajar en factorías y maquiladoras. A continuación se hundieron los precios del crudo y Venezuela no pudo pagar sus deudas. En 1989 el FMI impuso severas medidas de austeridad y Caracas fue presionada para colaborar con la corporatocracia de otras muchas maneras. La reacción venezolana fue violenta. En los disturbios murieron más de doscientas personas. Atrás quedaba la ilusión del petróleo como manantial inagotable de riqueza. Entre 1978 y 2003, la renta venezolana per cápita cayó más de un 40 por ciento.5

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A medida que cundía la pobreza se intensificó el resentimiento. Se registró una polarización de la sociedad, con enfrentamientos entre las clases medias y los pobres. Como tantas veces ha ocurrido en los países cuya economía depende de la producción petrolífera, hubo un cambio radical de los equilibrios demográficos. La contracción de la economía perjudicó a las clases medias y aumentó el número de pobres. Esta nueva situación demográfica creó las condiciones para Chávez... y para el conflicto con Washington. Una vez en el poder, el presidente tomó iniciativas que fueron recibidas como otros tantos desafíos por la administración Bush.

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El 11-S cambió todas las prioridades. El presidente Bush y sus consejeros se vieron en la necesidad de buscar aliados entre la comunidad internacional en apoyo de la campaña estadounidense en Afganistán y de una invasión de Iraq. Para colmo, la economía estadounidense había entrado en recesión. Venezuela quedó relegada al fondo de la cocina. Tarde o temprano, sin embargo, Chávez y Bush tendrían que verse las caras. Si el crudo de Iraq y otros del Oriente Próximo estaban amenazados, Washington no podía correr el riesgo de descuidar a Venezuela durante demasiado tiempo.

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Mis excursiones por la Zona Cero y Wall Street, la conversación con el viejo afgano y las noticias de la Venezuela de Chávez me llevaron al punto que durante muchos años había tratado de evitar: el momento de echar una fría ojeada a las consecuencias de mis actos de los últimos tres decenios. Imposible negar el papel que había desempeñado, ni el hecho de que mi labor en el pistolerismo económico afectaba a la generación de mi hija, con resultados sumamente negativos. Me daba cuenta de que no podía seguir aplazando la acción expiatoria de saldar cuentas con la vida pasada, de tal manera que abriese los ojos a otras personas en cuanto al significado de la corporatocracia y que hiciese comprender por qué nos odiaba medio mundo.

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Obviamente el pistolerismo económico había fracasado y los chacales también. Venezuela en 2003 resultaba ser muy diferente de Irán en 1953. Yo me preguntaba si eso sería premonitorio, o una simple anomalía... y sobre todo, qué iba a hacer Washington en consecuencia. En mi opinión se había evitado una crisis seria en Venezuela, al menos de momento, y se había salvado Chávez gracias a Saddam Hussein. La administración Bush no podía ocuparse de Afganistán, Iraq y Venezuela, todo al mismo tiempo. Por el momento, no le alcanzaban ni los recursos militares, ni los apoyos políticos. Pero yo sabía que tales circunstancias pueden cambiar en muy poco tiempo, y que el presidente Chávez tendría que enfrentarse a una oposición enconada en un próximo futuro. Con todo, lo ocurrido en Venezuela fue un recordatorio de que no habían cambiado mucho las cosas en los últimos cincuenta años... excepto los resultados.

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34 Retorno a Ecuador

Durante estos tres decenios, miles de hombres y mujeres han participado en la tarea de llevar a Ecuador hasta la endeble posición en que se halla a comienzos del milenio. Algunos de ellos, como yo, sabían lo que estaban haciendo. Pero la gran mayoría se limitó a aplicar lo que se les había enseñado durante sus estudios de administración de empresas, ingeniería o derecho, o se limitaron a emular el ejemplo de los jefes que, como yo, ejemplificaban el funcionamiento del sistema mediante su propia avidez y aplicaban el sistema de premios y castigos dirigido a perpetuar dicho sistema. Estos participantes se veían a sí mismos llenos de buenas intenciones, como poco, y los más optimistas consideraban que estaban ayudando a un país empobrecido.

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El éxito del sistema había sido espectacular. A la entrada del nuevo milenio, Ecuador era una nación totalmente entrampada. Lo teníamos agarrado como el padrino de la Mafia tiene agarrado a un seguidor después de ayudarle a pagar la boda de su hija y la puesta en marcha de su pequeño negocio. Como buenos mañosos, habíamos procedido cautelosamente. Podíamos permitirnos el lujo de ser pacientes sabiendo que debajo de la selva amazónica ecuatoriana yacía un mar de petróleo. Cada cosa a su debido tiempo.

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Recordé una estadística que lo resume todo. La relación de rentas entre el quinto de la población mundial habitante de los países más ricos y el quinto que ocupa los países más pobres era de 30 a 1 en 1960, y ha pasado de 74 a 1 en 1995.2 Pero el Banco Mundial, la Agencia de Desarrollo Internacional estadounidense, el FMI, y los demás bancos, corporaciones y gobiernos implicados en la «ayuda» exterior todavía nos cuentan que están haciendo su trabajo, que se están consiguiendo progresos.

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35 Levantando el barniz

El final de Saddam cambiaba la fórmula, lo mismo que el final de Noriega en Panamá. En el caso de Panamá, una vez reinstaurados nuestros títeres controlában el Canal con independencia de las condiciones del tratado negociado entre Torrijos y Cárter. Por tanto podríamos romper la OPEP cuando controlásemos Iraq? ¿Llegaría a ser irrelevante la familia real saudí en el escenario de la política petrolera global? Algunas mentes privilegiadas se cuestionaban ya por qué Bush atacaba a Iraq en vez de volcar todos los recursos en la persecución contra al-Qaeda en Afganistán. ¿Sería posible que desde el punto de vista de esa administración, o mejor dicho de esa familia petrolera, importase más asegurar el aprovisionamiento de petróleo y justificar las contratas de construcción que combatir a los terroristas? El desenlace quizá sería otro, sin embargo. Podía ocurrir que la OPEP tratase de consolidarse. Si Estados Unidos controlaba Iraq, los demás países ricos en petróleo no tendrían mucho que perder si elevaban los precios del crudo y/o reducían la oferta. Esta posibilidad enlazaba con otro supuesto, las consecuencias del cual, caso de realizarse, no se les ocurrirían a muchas personas fuera del mundo de la alta finanza internacional, pero que podría desequilibrar la balanza geopolítica y, a su tiempo, derrumbar el sistema que la corporatocracia había edificado con tanto esfuerzo. O mejor dicho, podría evidenciarse como el factor capaz de provocar la autodestrucción del primer imperio auténticamente mundial que ha conocido la historia.

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En último análisis, el imperio global depende, en gran medida, de que el dólar siga funcionado como la moneda de referencia mundial. Y el derecho de imprimir dólares es una exclusiva de la Moneda estadounidense. Es así como hacemos préstamos a países como Ecuador, en la plena conciencia de que no van a poder devolverlos jamás. De hecho, no deseamos que hagan honor a ese compromiso, porque es la deuda lo que nos asegura nuestra influencia, nuestra libra de carne. En condiciones normales, con el tiempo correríamos el riesgo de vaciar nuestro propio erario; al fin y al cabo, ningún acreedor puede mantener un número ilimitado de morosos. Pero las nuestras no son unas circunstancias normales. Estados Unidos imprime billetes que no están respaldados por ningunas reservas de oro. O para ser más exactos, no están respaldados por nada, salvo la confianza generalizada a nivel mundial en la capacidad de nuestra economía y en que sabremos mantener el buen orden de las fuerzas y los recursos del imperio creado por nosotros para sustentarnos. La capacidad para imprimir billetes nos confiere un poder inmenso. Significa, entre otras cosas, que podemos seguir concediendo empréstitos que no se devolverán nunca... y que nosotros mismos también podemos acumular un gran endeudamiento.

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Mientras el mundo siga aceptando el dólar como divisa de referencia, ese endeudamiento excesivo no será un gran obstáculo para la corporatocracia. Pero si el dólar fuese reemplazado por otra moneda, y si algunos de los países acreedores, Japón o China por ejemplo, decidiesen reclamar, el cambio de la situación sería drástico, y Estados Unidos se hallaría de pronto en una situación bastante precaria.

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Ahora bien, la existencia de semejante moneda ha dejado de ser hipotética. Desde el 1 de enero de 2002 existe el euro en el panorama financiero internacional, con fuerza y prestigio crecientes mes a mes. El euro le ofrece una oportunidad extraordinaria a la OPEP, si se le ocurriese aplicar represalias por la invasión de Iraq o por algún otro motivo decidiese intentar la prueba de fuerza con Estados Unidos. Si la OPEP tomase la decisión de reemplazar el dólar por el euro como unidad monetaria de las transacciones, el imperio se conmovería hasta los mismísimos fundamentos. Si eso ocurriese, y si uno o dos de nuestros grandes acreedores reclamasen la devolución de lo adeudado, el impacto sería enorme.

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Todo eso andaba yo pensando la mañana del Viernes Santo, 18 de abril de 2003, mientras recorría los cuatro pasos que median entre mi casa y mi garaje reformado para usarlo como oficina. Fui a ocupar mi escritorio, puse en marcha el ordenador y como de costumbre, entré en la página del New York Ti mes electrónico. Un titular reclamó mi atención y me sacó inmediatamente de mis reflexiones sobre las nuevas realidades de las finanzas internacionales, de la deuda nacional y del euro, para devolverme a mi antigua profesión: «Estados Unidos adjudica a Bechtel una gran contrata para la reconstrucción de Iraq». El texto del artículo decía: «Con fecha de hoy, la administración Bush ha otorgado al grupo Bechtel de San Francisco la primera gran contrata de un vasto plan para la reconstrucción de Iraq». Más adelante los autores informaban al lector de que «a continuación, los iraquíes colaborarán en el rediseño del país con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, instituciones en donde Estados Unidos disfruta de amplia influencia».2

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En esos artículos quedaba condensado el relato de la historia contemporánea, de la marcha hacia el imperio global. Lo que pasaba en Iraq y lo que describía la prensa matutina era el resultado de la misión que Claudine me había enseñado a desempeñar hacía unos treinta y cinco años. De mi trabajo y el de otros muchos hombres y mujeres movidos por un afán de engrandecimiento que seguramente no debió ser muy diferente del que yo conocí.
Esos artículos trataban de la invasión de 2003 y de las contratas que estaban firmándose para reconstruir Iraq después de la devastación causada por nuestros ejércitos y para reformarlo según los moldes del modelo occidental moderno. De manera implícita, las noticias del 18 de abril de 2003 miraban también hacia atrás, a comienzos de la década de 1970 y al «caso del blanqueo de dinero árabe saudí». Este caso y las contratas que resultaron de él sentaron un precedente nuevo e irrevocable, al permitir, o mejor dicho disponer que las compañías de ingeniería y construcción estadounidenses y la industria del petróleo se adjudicasen el desarrollo de aquel reino del desierto. En un solo golpe poderoso, el caso aludido había establecido nuevas reglas para la gestión mundial del petróleo, redefinido la geopolítica y creado una alianza con la familia real saudí que aseguraba tanto la hegemonía de ésta como su compromiso de plegarse a nuestras reglas. Mientras leía no pude dejar de preguntarme cuántas personas sabrían lo que sabía yo. Que a aquellas horas, Saddam seguiría siendo dueño de su país si se hubiese avenido a entrar en el juego como hicieron los saudíes. Y tendría sus misiles y sus fábricas químicas, que nosotros habríamos construido para él, y que serían mantenidas y modernizadas permanentemente por nuestros técnicos. Un acuerdo a gusto de todos, como lo fue el de Arabia Saudí.

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Los titulares parecían apuntar a una coalición entre las grandes corporaciones, la banca internacional y las administraciones. Como mi curriculum de MAIN, sin embargo, aquellos reportajes apenas rozaban la superficie. Se quedaban con el barniz. El meollo del asunto no consistía en que una vez más, las grandes empresas de ingeniería y construcción recibiesen miles de millones de dólares para desarrollar un país a nuestra imagen y semejanza — cuando las gentes de ese país muy probablemente no tenían ningún deseo de reflejar esa imagen—, ni en que una banda de individuos repitiese una vez más el ancestral rito de abusar de los privilegios que se les concedían por sus altos cargos. Esa explicación es demasiado simplista. Implica que si quisiéramos corregir los defectos del sistema, no tendríamos más que echar a esos individuos. Equivale a moverse en el terreno de las teorías conspirativas, de manera que si preferimos quedarnos tranquilos, sería suficiente apagar la televisión y olvidarlo todo, conformados con esa visión histórica de escuela elemental que viene a decirnos: tranquilos que «ellos» se encargan de todo, que la nave está en buenas manos, que a su debido tiempo las cosas retomarán al buen camino. Tal vez tendréis que esperar hasta la próxima generación, pero luego todo marchará mejor. La historia real del imperio contemporáneo —de la corporatocracia explotadora de gentes desesperadas y realizadora del expolio de los recursos más brutal, egoísta y, al largo plazo, autodestructivo— tiene poco que ver con lo que exponían los periódicos esa mañana, y todo que ver con nosotros. Lo cual, por supuesto, explica la dificultad que tenemos para escuchar esa historia real. Preferimos dar crédito al mito de que miles de años de evolución social humana han perfeccionado al fin el sistema económico ideal, antes que admitir la realidad de que nos han engañado con un concepto falso y nosotros lo hemos aceptado como la verdad del evangelio. Nos hemos persuadido de que todo crecimiento económico es beneficioso para la humanidad, y de que cuanto mayor sea el crecimiento, más pronto se difundirán sus beneficios. Y por último, nos hemos persuadido de un corolario que se nos ofrece como válido y moralmente justo: que las personas especialmente dotadas para atizar los fuegos del crecimiento económico deben ser exaltadas y recompensadas, mientras que los nacidos al margen quedan disponibles para la explotación. Ese concepto y ese corolario se utilizan para justificar toda clase de piraterías. Se conceden licencias para violar, saquear y matar a gentes inocentes en Irán, Panamá, Colombia, Iraq y muchos lugares más. El gangsterismo económico, los chacales y los ejércitos prosperan en la medida en que se demuestre que sus actividades generan crecimiento económico, como casi siempre ocurre. Gracias a las proyecciones de «ciencias» tan poco imparciales como la econometría y la estadística, si usted bombardea una ciudad y luego la reconstruye, los datos reflejan un pasmoso pico de crecimiento económico.

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La historia real es que estamos viviendo una mentira. Se ha creado un barniz que, como mi curriculum en MAIN, oculta la fatídica corrupción subyacente. Pero hay otras estadísticas que son como radiografías y reflejan ese cáncer, al descubrir la terrorífica realidad de que el imperio más poderoso y más opulento de la historia tiene índices insufriblemente altos de suicidios, toxicomanías, divorcios, malos tratos a los niños, violaciones y asesinatos. Y' lo mismo que un cáncer pernicioso, 'esos males extienden sus tentáculos en un radio cada vez más amplio, año tras año. El dolor, todos lo sentimos en nuestros corazones. Querríamos exigir el cambio a gritos, pero nos tapamos la boca con ambas manos para sofocar esos gritos y que nadie nos oiga. Sería estupendo que pudiéramos culpar de todo eso a una conspiración, pero no hay tal. El imperio precisa de la eficacia de los grandes bancos, de las grandes compañías, de las administraciones —la corporatocracia—, pero no es una conspiración. La corporatocracia somos nosotros. Existe gracias a nosotros. Por eso, a la mayoría nos resulta muy difícil rebelarnos y oponernos a ella. Preferiríamos ver conspiradores acechando por las esquinas oscuras, porque muchos de nosotros trabajamos en uno de esos bancos, corporaciones o administraciones, o dependemos de alguna manera de ellos por los bienes y servicios que producen y comercializan. No es cosa de morder la mano del amo que nos alimenta.

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El año en que estábamos, el Viernes Santo coincidía con el aniversario de la cabalgata de Paul Reveré. Al ver la fecha en la primera página del Post evoqué la imagen de aquel platero' de la época colonial, espoleando su caballo por las calles a oscuras de las ciudades de Nueva Inglaterra al grito de «¡que vienen los ingleses!». Reveré arriesgó la vida para difundir la palabra, y sus leales conciudadanos le respondieron. Se enfrentaron a lo que entonces era el imperio. Me pregunté qué razones tendrían aquellos norteamericanos de la colonia para salirse de la fila. Muchos de los insurrectos eran gente adinerada. ¿Por qué motivo arriesgaron sus negocios, mordieron la mano que los alimentaba y pusieron en peligro sus vidas? Cada uno de ellos tendría, sin duda, sus razones personales, y sin embargo debió existir alguna fuerza unificadora, alguna energía o catalizador, una chispa que inflamó simultáneamente muchos fuegos en ese momento único de la historia. Entonces supe lo que era: la palabra.

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Alguien habló para contar la verdadera historia del imperio británico y del mercantilismo egoísta y en fin de cuentas autodestructivo, y ésa fue la chispa. La explicación del significado subyacente, a través de la palabra de hombres como Tom Paine y Thomas Jefferson, inflamó la imaginación de sus compatriotas, y abrió corazones y mentes. Los habitantes de las colonias empezaron a poner cosas en duda, y cuando lo hicieron descubrieron una nueva realidad que acabó con todos los engaños. Vieron la verdad oculta bajo el barniz, y entendieron cómo habían sido manipulados, engañados y esclavizados por el Imperio británico. Vieron que sus amos ingleses habían formulado un sistema, y luego habían persuadido a casi todo el mundo de una mentira: que era el mejor sistema que la humanidad pudiese ofrecer nunca, y que la esperanza de un mundo mejor dependía de que todos los recursos fuesen canalizados a través de la Corona de Inglaterra. Que la organización imperial del comercio y de la política era el medio más eficiente y humano para mejorar la vida de la población... cuando la realidad era que tal sistema enriquecía a unos pocos a expensas de la gran mayoría. Esa mentira y la explotación resultante permanecieron y se desarrollaron durante decenios, hasta que un puñado de filósofos, negociantes, granjeros, pescadores, colonizadores de la frontera, escritores y oradores empezó a decir la verdad.

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Epílogo

Hemos llegado al final de este libro, que es también un comienzo. Usted probablemente estará preguntándose qué hacer ahora, cómo se puede poner freno a la corporatocracia y terminar con esta marcha demencial y autodestructiva hacia el imperio global. Usted está dispuesto a dejar el libro a un lado y actuar en el mundo. Son ideas lo que se necesita, y yo podría ofrecer algunas. Como señalar, por ejemplo, que el capítulo que acaba de leer acerca de la Bechtel y la Halliburton en Iraq ha dejado de ser noticia. Cuando usted lo leyó, ya era agua pasada. Pero la trascendencia de esas noticias va más allá de la oportunidad de los textos. Confío en que ese capítulo habrá contribuido a cambiar la manera en que leemos las noticias, enseñando a leer entre líneas de todo artículo de prensa que abordemos en adelante, a cuestionar las implicaciones profundas de toda información de radio y televisión que sintonicemos. Las cosas no son lo que parecen. La NBC es una propiedad de General Electric. La ABC es de Disney. La CBS pertenece a Viacom, y la CNN forma parte del colosal conglomerado America On Line Time Warner. La mayoría de nuestros periódicos, revistas y casas editoriales pertenece a las gigantescas corporaciones internacionales y está manipulada por ellas. Los medios de comunicación son parte de la corporatocracia. Los funcionarios y los directores que controlan casi todos los órganos de opinión saben cuál es el lugar que les corresponde. En su vida profesional han aprendido que una de sus misiones más importantes consiste en perpetuar, fortalecer y desarrollar el sistema que sé les ha legado. Ellos lo cumplen con gran eficacia, y si tropiezan con alguna oposición también saben ser despiadados. A usted le incumbe entonces la misión de distinguir la verdad que se oculta bajo el barniz y descubrirla. Hable con su familia y sus amigos. Difunda la palabra. Yo podría dar una lista de cosas prácticas que hacer. Reducir su consumo de combustible, por ejemplo. En 1990, antes de la primera invasión de Iraq, Estados Unidos importaba 8 millones de barriles de petróleo. En 2003, cuando la segunda invasión, ese consumo había aumentado en más de un 50 por ciento, a más de 12 millones de barriles.1 La próxima vez que experimente la tentación de salir de compras, no lo haga. Lea un libro, haga ejercicio, siéntese a meditar. Recorte gastos de vivienda, de fondo de armario, de coche, de la oficina, y de casi todos los demás aspectos de la vida. Proteste contra los tratados de «libre» comercio y contra las compañías que explotan a las gentes desesperadas en los talleres de la economía sumergida, o que se dedican a saquear el medio ambiente. Yo podría explicar que el sistema vigente todavía permite albergar muchas esperanzas, que no hay nada inherentemente maléfico en los bancos, las corporaciones y los gobiernos —o en las personas que los dirigen—, y que por supuesto no es inevitable que constituyan una corporatocracia. Podría extenderme sobre cómo los problemas a que nos enfrentamos hoy no son el resultado de unas instituciones perversas, sino de unos conceptos falaces en relación con el desarrollo económico. El defecto no está en las instituciones mismas, sino en nuestra percepción de cómo funcionan y se relacionan las unas con las otras, así como de la función que desempeñan los dirigentes en ese proceso. En efecto, esas redes mundiales de comunicación y de distribución tan eficaces podrían servirnos para alcanzar cambios positivos y compasivos. Imaginemos que las alas desplegadas de Nike, los arcos de MacDonald's y el logotipo de Coca-Cola llegasen a ser símbolos de unas compañías fundamentalmente dedicadas a vestir y alimentar a los pobres del mundo, y haciéndolo de maneras beneficiosas para el medio ambiente. Eso no es más utópico que llevar un hombre a la Luna, desintegrar la Unión Soviética o crear las infraestructuras gracias a las cuales esas compañías llegan a todos los rincones del planeta. Necesitamos una revolución en nuestro planteamiento educativo. Que nosotros y nuestros hijos aprendamos a pensar, a cuestionar y a tener el valor de actuar. Usted puede dar ejemplo. Sea maestro y alumno. Inspire con su ejemplo a todas las personas que le rodean. Yo invitaría a emprender acciones concretas que influyan sobre las instituciones de nuestras vidas. Diga su opinión en todos los foros que se le ofrezcan, escriba cartas y mensajes de correo electrónico, envíe por teléfono preguntas y mociones, acuda a las elecciones para que haya juntas escolares, asociaciones de vecinos y concejos municipales responsables. Cuando necesite comprar algo, hágalo de manera consciente. Impliqúese personalmente 

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Podría recordar lo que me dijeron los shuar en 1990: que el mundo es como lo soñamos. Por tanto, la vieja pesadilla de industrias contaminantes, autovías atascadas y ciudades superpobladas puede cambiarse por un nuevo sueño basado en el respeto a la Tierra y en principios socialmente responsables de sostenibilidad e igualdad. Transformarnos a nosotros mismos, cambiar el paradigma, está en nuestras manos. 

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Podría enumerar las asombrosas oportunidades de que disponemos ahora mismo para crear un mundo mejor: alimento y agua suficiente para todos; medicamentos para curar enfermedades y para evitar las epidemias que hoy agobian innecesariamente a millones de seres humanos; sistemas de transporte capaces de llevar los recursos esenciales para la vida a los rincones más remotos del planeta; capacidad para elevar los niveles de alfabetización y proporcionar servicios de Internet de modo que todo habitante del planeta pueda comunicarse con otros; instrumentos para resolver contenciosos que hagan obsoletas las guerras; tecnologías que exploren tanto la inmensidad del espacio como las sutilezas de la energía subatómica, y que luego puedan aplicarse a desarrollar viviendas más ecológicas y más eficaces para todos; recursos suficientes para realizar todo lo anterior y mucho más.

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Podría sugerir pasos que dar inmediatamente con objeto de facilitar a otros la comprensión de la crisis y de sus oportunidades: • Ofrecer grupos de estudio sobre el contenido de este libro en la librería o la biblioteca de su barrio, o en ambas (para orientaciones sobre cómo llevar a cabo esta iniciativa véase www. JohnPerkins.org). • Desarrollar una presentación para una escuela elemental del vecindario sobre su tema favorito (los deportes, la cocina, las hormigas... casi cualquier tema sirve), de manera que despierte en los alumnos la conciencia de la verdadera índole de la sociedad que van a recibir. • Enviar mensajes de e-mail a todas las señas de su directorio para transmitir las opiniones que le haya sugerido este libro y otros que lea. 

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Ésta es nuestra hora. A todos y cada uno nos toca dar el paso al frente, plantear las preguntas importantes, buscar las respuestas en nuestro fuero interno, y pasar a la acción. Las coincidencias de su vida, y las elecciones que hizo en reacción a ellas, le han conducido a usted hasta este punto...

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