"Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe". Jerome David Salinger
La imagología
Milan Kundera
El político depende del periodista. ¿Pero de quién dependen los periodistas? De los que pagan. Y los que pagan son las agencias publicitarias, que compran de los periódicos el espacio y de la televisión el tiempo para sus anuncios.
A primera vista se diría que se dirigirán sin vacilar a todos los periódicos que se venden bien y que pueden, por lo tanto, incrementar la venta del producto ofrecido. Pero ésa es una visión ingenua del asunto. Vender el producto no es tan importante como creemos. Basta con fijarse en los países comunistas: no es posible afirmar que los retratos de Lenin que colgaban por todas partes pudieran incrementar el amor por Lenin.
Las agencias de publicidad de los partidos comunistas (los llamados departamentos de agitación y propaganda) olvidaron hace ya mucho tiempo el objetivo práctico de su actividad (hacer que el sistema comunista sea amado) y se convirtieron en un fin en sí mismas: crearon su idioma, sus fórmulas, su estética (los directores de estas agencias tenían antes un poder absoluto sobre el arte en sus países). ¿Objetarán ustedes que la publicidad y la propaganda no pueden compararse, porque una está al servicio del comercio y la otra al de la ideología? No entienden ustedes nada. Hace unos cien años, en Rusia, los marxistas perseguidos comenzaron a reunirse en secreto en pequeños círculos para estudiar el Manifiesto de Marx; simplificaron el contenido de esta sencilla ideología para difundirla a nuevos círculos cuyos miembros, simplificando aún más esta simplificación de lo sencillo, la transmitieron a otros y éstos a otros, de modo que cuando el marxismo se hizo conocido y poderoso en todo el planeta no quedaba de él más que una colección de seis o siete consignas, tan deficientemente ligadas entre sí que es difícil llamarlas ideología. Y porque lo que quedó de Marx hace ya tiempo que no constituye un sistema lógico de ideas, sino apenas una serie de imágenes y consignas sugerentes (un obrero que sonríe con un martillo, un hombre negro, uno blanco y uno amarillo que se dan fraternalmente la mano, la paloma de la paz que echa a volar hacia el cielo, etcétera), podemos hablar de la gradual, general y planetaria transformación de la ideología en imagología.
Imagología. ¿Quién inventó primero este magnífico neologismo? ¿Paul o yo? Al fin y al cabo eso no es lo que importa. Lo importante es que esta palabra nos permite unir bajo un mismo techo lo que tiene tantos nombres: las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las estrellas del show bussines, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen todas las ramas de la imagología.
Claro que los imagólogos existían antes de que hubieran creado sus poderosas instituciones, tal como las conocemos hoy. Hasta Hitler tenía su imagólogo personal, que se ponía ante él y le enseñaba pacientemente los gestos que debía hacer durante sus discursos para fascinar a las masas. Sólo que si entonces aquel imagólogo hubiera dado a los periodistas una entrevista en la que hubiese divertido a los alemanes contándoles que Hitler no sabía mover las manos, no habría sobrevivido más de medio día a su indiscreción. Hoy, en cambio, el imagólogo no sólo no oculta su actividad sino que con frecuencia habla en lugar de sus hombres de Estado, le explica al público lo que les ha enseñado y lo que ha logrado que olvidaran, cómo van a comportarse, de acuerdo con sus instrucciones, qué fórmulas utilizarán y qué corbata llevarán puesta. Y no debe extrañarnos su autosuficiencia: la imagología ha conquistado en las últimas décadas una victoria histórica sobre la ideología.
Todas las ideologías fueron derrotadas: sus dogmas fueron finalmente desenmascarados como simples ilusiones y la gente dejó de tomarlos en serio. Los comunistas, por ejemplo, creían que durante el desarrollo del capitalismo el proletario iba a empobrecerse cada vez más, y cuando un buen día se demostró que en toda Europa los obreros iban a su trabajo en coche, tuvieron ganas de gritar que la realidad les estaba haciendo trampas. La realidad era más fuerte que la imagología. Y precisamente en este sentido la imagología la superó: la imagología es más fuerte que la realidad, que por lo demás hace ya mucho que no es lo que era para mi abuela, que vivía en un pueblo de Moravia y lo conocía aún todo por su propia experiencia: cómo se hornea un pan, cómo se construye una casa, cómo se mata a un cerdo y se hacen con él embutidos, qué se pone en los edredones, qué piensan del mundo el señor cura y el señor maestro; todos los días se encontraba con todo el pueblo y sabía cuántos asesinatos se habían cometido en los alrededores en los últimos diez años; tenía, por así decirlo, un control personal sobre la realidad, de modo que nadie podía contarle que el campo moravo prosperaba cuando en casa no había qué comer. Mi vecino de París pasa su tiempo en una oficina en la que está ocho horas sentado frente a otro empleado, después coge su coche, vuelve a casa, enciende el televisor, y cuando el locutor le informe del sondeo de opinión pública según el cual la mayoría de los franceses ha decidido que su país es el más seguro de Europa (no hace mucho leí semejante sondeo), abrirá de pura felicidad una botella de champagne y jamás sabrá que ese mismo día se cometieron en su calle tres robos y dos asesinatos.
Los sondeos de opinión pública son el instrumento decisivo del poder imagológico, que gracias a ellos vive en total armonía con el pueblo. El imagólogo bombardea a la gente con preguntas: ¿cómo evoluciona la economía francesa? ¿Habrá guerra? ¿Existe en Francia el racismo? ¿Es el racismo bueno o malo? ¿Quién es el mejor escritor de todos los tiempos? ¿Está Hungría en Europa o en Polinesia? ¿Cuál de los hombres de Estado es más sexy? Y como la realidad es para el hombre de hoy un continente cada vez menos visitado y menos amado, para lo cual tiene motivos suficientes, los veredictos de los sondeos se han convertido en una especie de realidad superior o, por así decirlo, se han convertido en la verdad y, aunque sé que todo lo humano es perecedero, no soy capaz de imaginar qué es lo que podría acabar con este poder.
En cuanto a la comparación entre la ideología y la imagología, querría añadir lo siguiente: las ideologías eran como enormes ruedas tras el escenario que daban vueltas y ponían en movimiento las guerras, las revoluciones, las reformas. Las ruedas de la imagología dan vueltas, pero esto no incide sobre la historia. Las ideologías luchaban unas contra otras y cada tanto una de ellas era capaz de llenar con su pensamiento toda una época. La imagología organiza ella misma la alternancia pacífica de sus sistemas al ritmo veloz de las temporadas. Dicho con las palabras de Paul: las ideologías pertenecían a la historia, mientras que el gobierno de la imagología comienza allí donde termina la historia.
La palabra cambio, tan querida para nuestra Europa, ha adquirido un nuevo significado: no significa un nuevo estadio de una evolución continua (como lo entendían Vico, Hegel o Marx) sino un desplazamiento de un sitio a otro, de un lado a otro, de aquí hacia atrás, de atrás hacia la izquierda, de la izquierda hacia adelante (tal como lo entienden los sastres que inventan un nuevo modelo para la nueva temporada). Si los imagólogos han decidido que en el club de gimnasia al que va Agnes todas las paredes estarán recubiertas de enormes espejos no es porque los que hacen gimnasia necesiten observarse durante sus ejercicios sino porque en la ruleta imagológica el espejo en este momento se ha convertido en un número afortunado. Si en el momento en que escribo estas páginas todos han decidido que Martin Heidegger debe ser considerado un delirante y un perro sarnoso no es porque su pensamiento haya sido superado por otros filósofos, sino porque en la ruleta imagológica se ha convertido en un número desafortunado, en un antiideal. Los imagólogos crean sistemas de ideales y antiideales, sistemas que tienen corta duración y cada uno de los cuales es rápidamente reemplazado por otro sistema, pero que influyen en nuestro comportamiento, nuestras opiniones políticas y preferencias estéticas, en el color de las alfombras y los libros que elegimos, tan poderosamente como en otros tiempos eran capaces de dominarnos los sistemas de los ideólogos.
Tras estos comentarios puedo volver al comienzo de la reflexión. El político depende del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imagólogos. El imagólogo es un hombre de convicciones y de principios: exige del periodista que su periódico (canal de televisión, emisora de radio) responda al sistema imagológico de un momento dado. Y eso es lo que los imagólogos controlan de tanto en tanto, cuando deciden si van a apoyar a este o a aquel periódico...
Milan Kundera, escritor de origen checo, naturalizado francés.
Tomado de La inmortalidad (Tusquets, 1989), con autorización de sus editores.
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"No estudiamos para la escuela sino para la vida". Imre Kertez
La ética en la jungla periodística
Álex Grijelmo
APM / Periodistas 02/02/05
La profesión periodística está registrando ciertos deslizamientos a los que damos poca importancia. Pero los grandes errores de los últimos tiempos (caso Jayson Blair, caso Kelly) se produjeron en un caldo de cultivo similar. Y además, la ética no es divisible: la línea no debe trazarse entre mentira pequeña y mentira grande, sino entre mentira y verdad.
Los medios digitales. Los periodistas serios, de medios de comunicación serios, saben que la mejor de las historias y la más veraz investigación se pueden venir abajo por un solo dato erróneo.
Una amplia noticia sobre el diálogo confidencial de dos personajes en la que se narre el contenido de esa conversación secreta, en la que se detallen los datos manejados en entre ambos y se dé cuenta del objetivo que perseguían con ese encuentro carecerá repentinamente de crédito si el redactor se ha confundido en el nombre del restaurante donde se celebró la reunión.
“Jamás estuve en ese restaurante”, podrá replicar cualquiera de los dos presentes en la conversación. Y el otro añadirá sin duda: “Yo ese día cené en la otra punta de la ciudad, incluso guardo la factura”. Es posible que el fondo de la cuestión siga siendo veraz, pero ya nadie lo creerá. Los grandes reportajes, las buenas informaciones, las historias sólidas que puede publicar un periódico necesitan de los detalles para transmitir credibilidad.
Porque, en efecto, el informante que puede contar lo más enjundioso de una noticia debe haber conocido con mayor razón lo más liviano. Cualquier redactor jefe responsable cuestionará, en el proceso normal de edición, el texto de un reportero que hable de un secretario de Estado que se ha gastado una millonada en un cuadro para su despacho si el periodista desconoce quién es el artista que lo pintó.
Resultaría inconcebible –primero para el editor y después para los lectores– que se supiera el primer dato y se ignorase el segundo. Así ha sucedido siempre en el periodismo tradicional, en el que se debe contar con datos ciertos para que el conjunto lo sea y lo parezca también; porque la mejor historia verdadera se desmorona con un detalle falso o erróneo.
Pero estamos asistiendo ahora a un fenómeno periodístico inverso: así como una noticia veraz se convierte en falsa o da apariencia de serlo por culpa de un solo dato falso, una historia falsa puede presentarse como verosímil, y resultar creíble, si se construye con detalles verdaderos. El periodismo que se ha empezado a practicar ya en algunos medios digitales –no todos, desde luego– parte a menudo de unos hechos secundarios ciertos y comprobados que, paradójicamente, otorgan credibilidad al tema central de la información, aunque éste sea inventado o simplemente deducido.
Es decir, en este caso el periodista sí sabe que la reunión entre aquellos dos conocidos personajes se ha producido en determinado restaurante, y puede que conozca por los camareros el menú de la cena. La mera descripción de esos detalles le avalará entonces para construir cualquier teoría verosímil, pero no necesariamente cierta, sobre las cuestiones abordadas en la conversación. Una conversación que, sin embargo, nadie ha escuchado.
Hemos visto recientemente, por ejemplo, cómo el hecho de que algunas personas hayan coincidido en un lugar concreto o en un trabajo determinado en algún momento sirve para imaginar entre ellas unos lazos indelebles que simplemente se suponen y que, sin embargo, se presentan como verdaderos.
El uso de un canal de comunicación distinto –en este caso el digital– parece influir no sólo en la manera de contar la realidad (lo cual se puede entender perfectamente, pues la forma del mensaje ha de adaptarse al medio) sino en la distinta exigencia profesional a la hora de abordar una noticia y sus comprobaciones.
En el periodismo tradicional, un dato falso arruina la verdad. En el nuevo periodismo a cuyo alumbramiento asistimos, los datos verdaderos avalan la falsedad. Es verdad que a veces ese salto en el vacío a partir de datos verdaderos termina coincidiendo con la realidad.
Pero en un primer momento sirven para construir solamente algo verosímil, que el periodista no puede entender como cierto mientras carezca de la necesaria comprobación. La casualidad de que luego se acierte no disculpa la adulteración que constituye esa técnica profesional.
Los periodistas no deben hacer informaciones con una probabilidad de acertar, sino con la seguridad de que se cuenta algo veraz. A veces, pues, lo verosímil resulta ser también cierto. Pero no podemos dar el salto de un concepto a otro sólo por el procedimiento de comprar muchos boletos esperando que así nos toque el premio.
Debemos saber que la información es veraz en el momento de ser escrita. Ni siquiera estamos aquí, en esta nueva técnica, ante la ya conocida yuxtaposición de hechos que podemos ejemplificar en esta noticia imaginaria: “El cadáver de Francisco Martínez fue hallado ayer en una calle del polígono industrial Norte. Momentos antes se había visto por allí a su vecino Miguel Fernández, con el que mantiene viejas disputas”.
En este caso, los datos son ciertos (siguiendo con el ejemplo imaginario), y la conjetura que saldría de relacionarlos correspondería al lector. Lo que sucede en este nuevo periodismo –principalmente digital, pero no solamente digital— es que la conjetura suele añadirla también el periodista, que la presenta además como un hecho veraz. Una ‘leyenda’ ya no es solamente la narración de unos hechos históricos que mezcla lo verdadero con lo falso. La leyenda se está introduciendo en el periodismo para equiparar esos dos grados de conocimiento.
Y, como las antiguas canciones de gesta, tiende a perdurar y a reproducirse. He querido comenzar refiriéndome a esta técnica que ha proliferado entre algunos medios digitales porque muestra con claridad un fenómeno general que ya tenemos entre nosotros, y al que se añaden dos características:
- Muchos medios digitales –no me importa insistir en que no son todos, por supuesto– practican unas técnicas y unas normas éticas muy distintas de las que rigen en la prensa tradicional. Hasta el punto de que se van dando casos notorios de noticias, imágenes y rumores que determinados periódicos difunden en sus páginas electrónicas pero luego no se atreven a publicar en papel, aun cuando el director de uno y otro medio sean la misma persona.
- Esas técnicas empiezan a extenderse a medios impresos, que dedican cada vez más espacio a noticias ‘confidenciales’ o a preguntas retóricas que el periodista se hace para encubrir un rumor. Existe, por tanto, una contaminación desde este nuevo periodismo electrónico hacia el periodismo de papel, de radio o de televisión. En esta ocasión deseo referirme a deslizamientos éticos como los que acabo de plantear.
Aún no son extremadamente graves en su mayoría, pero sí me preocupa la facilidad con que nos estamos acostumbrando a convivir con ellos. Hasta tal punto nos hemos acomodado los periodistas a esta técnica, que incluso los redactores de diarios concebidos como serios se prestan a ‘blanquear’ esas informaciones introduciéndolas en sus periódicos.
Algunos lo hacen por el procedimiento de citar a las publicaciones digitales de donde las toman; pero en otros casos esas supuestas noticias se ‘blanquean’ al formar parte de las preguntas de una entrevista (“¿qué hay de cierto en eso de que…?”), al introducirse en una viñeta que juega con ese infundio o al colarse como alusión en una columna firmada por algún colaborador.
Estoy seguro de que muchos de estos colaboradores no recuerdan ya, a la hora de referirse a tal rumor, dónde leyeron esa información no comprobada, ni siquiera sabrán si se trataba de algo veraz o no: simplemente les viene a cuento para asentar una teoría o para construir una frase ingeniosa.
Y, queriendo o sin querer, ‘blanquean’ una información no comprobada que pertenecía a otro ámbito de la comunicación. Vemos, pues, que esas informaciones de escasa calidad empiezan a interactuar en los medios que se supone más cualificados. Al final, sucede que unos cuantos comentaristas de prensa, radio y televisión terminan hablando sobre una noticia que sus propios medios no han publicado.
Quizá debemos preguntarnos si corremos peligro de destrozar algunos valores tan afanosamente conquistados a lo largo de la historia de la prensa. Uno de ellos fue siempre la lucha contra el anonimato. Los escritos y denuncias anónimas carecen por sí mismos de valor, si no se les añade una comprobación por un profesional del periodismo. Ni siquiera el espacio de ‘cartas al director’ está exento de que el comunicante se identifique debidamente.
Sin embargo, en una parte de estos medios digitales a los que me refiero se publican informaciones que ningún autor avala y se distribuyen denuncias y críticas que pueden dejar inmune al difamador. Mientras que en las páginas de papel se hacen las pertinentes comprobaciones antes de admitir el texto de un lector, otros permiten sin embargo todo tipo de acusaciones en algunos soportes digitales. ¿Es la ética distinta según el canal por el que se transmiten las informaciones y las opiniones?
¿Acaso no son medios de comunicación de masas los que están en Internet? Otro valor intrínseco al periodismo tradicional es la consulta de los números anteriores. La mera existencia de las hemerotecas obliga a los diarios a ser coherentes, y cualquier revisión cuidadosa descubre a los carentes de criterio.
Pero estos nuevos medios electrónicos son etéreos, y en ellos cabe decir una cosa hoy y la opuesta días después, sin que ello pueda documentarse fácilmente y sin que medie ninguna explicación entre las publicaciones de una noticia y su contraria.
La documentación es muy escasa también, y se aprecia con claridad cómo se acude a la memoria distorsionada: se alude a algo que dijo alguien sin que podamos saber el lugar exacto ni la frase exacta. Voy a reproducir una ‘noticia’ extraída de uno de los confidenciales digitales que suelo consultar, y que precisamente me parece el más serio de todos ellos. No entraré en los hechos que condujeron a esta redacción del texto, pues como lector no los podría conocer.
Simplemente analizo la información tal como la recibió el público: Titular: ¿Votó en blanco Alberto Ruiz Gallardón en las elecciones europeas del 13 de junio? Texto: Al parecer, Alberto Ruiz Gallardón podría haber votado en blanco en las elecciones europeas del pasado 13 de marzo.
Lo que contamos no es una mera especulación. Personas muy próximas al propio Alcalde de Madrid, de su entorno íntimo, van contando por ahí que, en efecto, Ruiz Gallardón optó por la papeleta en blanco. Lo que esas personas relatan es que el Alcalde aconsejó a algunos de sus familiares que, por supuesto, fueran a votar, pero que lo hicieran en blanco, un gesto que –si se confirmara– supondría una evidente deslealtad con Jaime Mayor Oreja, pero también hacia su propio partido y, por supuesto, hacia el máximo dirigente del PP, Mariano Rajoy, que en estos comicios se jugaba nada menos que el liderazgo y su futuro como candidato a la Presidencia del Gobierno.
En fuentes cercanas a Alberto Ruiz Gallardón se apunta que el Alcalde tendría que cuidar un poco más algunos comportamientos de su entorno familiar. Por ejemplo, y aunque se trate de expresiones informales y en tono de broma, alguna vez se ha escuchado a su hijo mayor, Alberto, comentarios del tipo de: “Aquí está el hijo del futuro Presidente del Gobierno de España”.
Vemos aquí algunas expresiones que los libros de estilo de los periódicos serios suelen prohibir: “al parecer”, “van diciendo por ahí”, “podría”… Y a la vez que se nos aclara que “no es una mera especulación” se añade “si se confirmara”.
Y, finalmente, como ejemplo de algo que decía anteriormente, el desconocido autor de la noticia escribe que “se ha escuchado” una determinada frase al hijo de Ruiz Gallardón pero no se precisa ni dónde ni cuándo ni ante quién. Si alguien sabe fielmente el contenido de la frase debe conocer también estos otros detalles. Y si no conoce estos detalles, no podrá creérsele como fuente fiable. Por otro lado, resulta realmente increíble que alguien pueda conocer con certeza el voto de cualquier ciudadano.
El jurista Pedro Farré López ha señalado en un trabajo sobre el derecho de la información: “La información, el espectáculo y el entretenimiento han confluido. Esta tendencia ha supuesto, inevitablemente, una rebaja en el grado de verificación exigido a las informaciones antes de ser difundidas con el fin de que no se adelante la competencia y, especialmente, Internet, un medio que ofrece a cualquier persona la oportunidad de convertirse en ‘francoperiodista’, ya que permite volcar libre e indiscriminadamente la primera ‘información’ que se tenga a mano.
Esto supone, como es lógico, un riesgo añadido para los derechos de la personalidad”. No hay que olvidar que el caso Lewinsky se conoció por una publicación digital cuando todavía la prestigiosa revista Newsweek estaba verificando si la noticia era cierta o no. Eso desató en Estados Unidos un furor por la información rápida y poco verificada. Y eso ha llegado hasta nosotros, con esta influencia de Internet que empieza a hacerse patente en los medios escritos.
Hay quien cree que, con esta situación, los periódicos impresos terminarán siendo el referente ético de la sociedad de la información, por abandono de los restantes medios de masas. Pero esa posición todavía deberán ganársela, en el caso de que los demás claudiquen.
Lo que me pregunto, a la vista de estos hechos y otros similares que resultaría excesivo relatar aquí, a la vista de que el rigor en los medios digitales –con las salvedades que correspondan– parece claramente diferente de los impresos, es si los periodistas podemos dividir nuestra ética, si es posible acomodar los principios éticos al medio por el que nos expresamos: si la veracidad y el rigor de la información exigibles en cuanto que comunicadores responsables se pueden relajar en caso de que el canal de nuestra información nos ofrezca –a nosotros y a nuestros lectores o colaboradores– el anonimato y la ausencia de registro documental verificable con facilidad. Y me haré también una pregunta que me trasladó recientemente un periodista y amigo que es responsable editorial de un medio de información por Internet: ¿por qué el éxito creciente de estas informaciones llamadas ‘confidenciales’?
¿En qué están fallando las redacciones dotadas de centenares de periodistas, que no han sabido cubrir un hueco informativo al que acuden muchos lectores? En efecto: sean veraces o no, los temas que tratan esas noticias han conseguido atraer a un público muy cualificado. Y la prensa tradicional no ha dado todavía una respuesta de calidad ante ello. Si atendemos al principio de que sólo se destruye lo que se sustituye, aún les queda un trabajo por hacer.
Los retoque fotográficos
Dentro de esos deslizamientos éticos que empiezan a rodearnos y que comienzan a formar parte de nuestras costumbres, quiero referirme también a otra suerte de manipulación, servida igualmente por las nuevas tecnologías. Se trata de los retoques de ordenador en las fotografías periodísticas.
El deslizamiento ético comenzó ya en los periódicos cuando, por simples razones de diseño, se giraba la imagen del perfil de un personaje con el propósito de que ‘mirase’ hacia el texto al que acompañaba y no hacia el artículo de al lado. Algunos libros de estilo prohibieron esta práctica, que citaban expresamente, al advertir que eso podría abrir una puerta por la que se degenerase en alteraciones más importantes. Pues bien, esas alteraciones de mayor cuantía ya están aquí.
Es un secreto a voces que en las revistas muchas fotos de actrices, mujeres cantantes o presentadoras (en menor medida las de los hombres) se han retocado por ordenador, o que se han suprimido arrugas indeseadas y grosores tenidos por antiestéticos o poco comerciales… incluso se ha alterado el color de un traje que no combinaba con las letras de la cabecera de la revista. No sólo eso: también se han juntado en una misma imagen, que se presenta como correspondiente a un instante determinado, distintos fotogramas obtenidos en tiempos diferentes.
Una publicación puede hacer ver que dos personajes han estado juntos, cuando jamás han coincidido. Los periódicos deportivos suelen acudir a esta práctica también, dando por hecho que el lector sabe –cuando lo sabe–, que se trata de un montaje.
Así, por ejemplo, el nuevo fichaje de cualquier club ya aparece en la portada con su nueva camiseta a pesar de que jamás se la haya puesto. Pero habrá que decir aquí que la imagen llega al ojo antes que los títulos y los pies, y que su papel de atracción hacia el lector se cumple, pues, mediante el engaño.
Como también lo sería un titular al que desmienta luego el texto. Los diarios de información general han caído igualmente, a veces, en ese deslizamiento ético de alterar la realidad de una imagen, generalmente en el suplemento del domingo. Se abre así una interrogante previsible: ¿acabará el lector desconfiando algún día del valor notarial de las fotos periodísticas y eso contaminará a todo el sistema, incluidas las agencias y las secciones de Nacional o Internacional?
Lo que debemos preguntarnos es si éticamente se puede alterar una realidad captada por la cámara. Evidentemente, el fotógrafo selecciona esa realidad y desde tal momento hace un trabajo subjetivo porque elige sólo una parte de lo que existe a su alrededor. Y, asimismo, el fotógrafo de estudio crea un ambiente y una escena, se acompaña de una producción y un estilista o un maquillador… pero todo lo que retrata es real, ha existido en un momento determinado. Y ahí reside el valor de la fotografía.
¿Podemos presentarle al lector esa misma selección de la realidad con una modificación adicional? Hemos de tener en cuenta que tal retoque de ordenador ni siquiera tendría la característica de visión subjetiva de lo real, condición que forma parte del periodismo (incluso del más ecuánime), sino de simple manipulación y alteración de los datos obtenidos por el fotógrafo.
Quizás algún día determinadas revistas que huyen de esas prácticas se terminen viendo en la obligación de precisar en algún lugar de su portada: “Aquí no se retocan las fotos”. Lo mismo empieza a suceder con los vídeos. Internet también nos ha dado muchos ejemplos, con la difusión de imágenes que, aun siendo ciertas, nos empiezan a parecer increíbles porque conocemos las capacidades técnicas de la digitalización.
La cita de la fuente ajena
Otro deslizamiento ético habitual en nuestros días, pero que viene de más lejos, consiste en piratear la propiedad intelectual de las agencias de noticias y de fotos.
Todas las redacciones se han acostumbrado a ello, y deseo insistir en preguntarme si la ética es divisible: lo que temo es que quien no encuentra problema en robar la autoría de otro compañero o de otra empresa esté más cerca así del peldaño que conduce a falseamientos más graves. No hay que olvidar el llamado ‘informe Siegal’, el elaborado por Allan Siegal, subdirector del New York Times, al frente de un grupo de 22 personas, tras descubrirse los reportajes falsos publicados por el periodista Jayson Blair, hace ahora un año.
Este informe señalaba que Jayson Blair no estaba solo: que el modelo de dirección del periódico presentaba también importantes deficiencias. La rutina, la burocracia y las prácticas perversas convivían impunemente con la calidad que ha sido la permanente bandera del periódico.
Estos deslizamientos de los que estoy hablando aquí me parecen, por tanto, un caldo de cultivo peligroso, una falta de higiene que facilita la enfermedad. Tuve la oportunidad de pasar seis años de mi vida profesional –mis seis primeros años en Madrid– en una agencia de noticias, Europa Press.
Allí vi atónito cómo informaciones que había elaborado en mi mesa y con mi teléfono, y que había escrito con mi Olivetti de la época, aparecían firmadas en los diarios por otros periodistas que apenas habían alterado cuatro frases para engañarse en su sustracción. Aún recuerdo sus nombres.
Esto no ha desaparecido, y en alguna ocasión he afeado el comportamiento a compañeros que tenía bajo mi mando por perpetrar hechos similares. A menudo se trataba, es cierto, de colaboradores que cobraban por pieza firmada, y no les movía tanto la vanidad o la suplantación como la necesidad de llegar a fin de mes. Ahora, y merced al trabajo de los distintos departamentos de la agencia Efe, vuelvo a tener conciencia de esto en toda su crudeza.
Desaparecen firmas de fotógrafos, se retira la cita de la agencia en un texto, se sustituye el nombre de ‘Efe’ –o el de Europa Press, Colpisa, Servimedia y otras– por el de ‘Redacción’, o ‘Sección local’ o ‘Agencias’, o cualquier denominación que aparte al periódico del amargo cáliz de admitir que ha obtenido la noticia de una empresa que se dedica legalmente a distribuirlas y que le cobra por ello. Los gerentes de los diarios ven de vez en cuando que las agencias a las que pagan sus servicios sirven para rellenar algunas columnas, pero raramente les da cuenta alguien de todas las que han llenado o enriquecido sin que nadie lo sepa.
Tal vez recuerden ustedes un error cometido por la agencia Efe –y rectificado poco después– el pasado mes de junio, al ofrecer una mala traducción de unas palabras de Donald Rumsfeld que a su vez motivaron una enfadada reacción de la vicepresidenta del Gobierno. Fue curioso observar que, si bien sólo uno de los grandes periódicos de difusión nacional había citado a Efe al publicar la noticia que resultó equivocada, ninguno se olvidó de hacerlo al informar del error.
Y lo mismo sucedió con la vicepresidenta. Recientemente, una periodista de radio con cargo de responsabilidad me decía con toda la naturalidad del mundo que ella no se sentía en la obligación de citar a las agencias porque ya pagaba por ese servicio. Lo cual se parecería a que un periódico se negara a firmar a sus colaboradores y periodistas porque también les abona un salario. Y así sucesivamente con escritores, traductores y cualquiera otra actividad remunerada que, por el hecho de serlo, carecería de autoría y reconocimiento intelectual.
Esta modalidad de robo tiene una variedad menor, que consiste en citar a la agencia en el cuarto o quinto párrafo cuando la noticia completa es de ella. Así, parece que en cualquier suceso Efe, o Europa Press, o Colpisa, o Servimedia, se hubieran ocupado solamente de verificar qué unidad de la Guardia Civil se encargó de las practicar las diligencias tras el accidente. Lo mismo sucede con las citas a otros medios.
Cuando un periódico, una emisora o una cadena de televisión ofrecen una primicia, todos nos enteramos gracias a ella. Aunque después comprobemos por nuestros medios que eso es verdad, debemos otorgarles la atribución de fuentes que les corresponde, pues de otro modo no habríamos puesto en marcha nuestros mecanismos particulares para corroborar esa información. Estos deslizamientos éticos con los que convivimos sin sonrojarnos se extienden a la documentación.
El hábito de cortar y pegar se ha convertido en una gangrena que nos aleja de la verificación y que nos habitúa a dar por bueno cualquier dato por el hecho de que haya sido publicado, con un espíritu acrítico lamentable. Así, es posible que un redactor procure ser cuidadoso citando las fuentes ajenas de sus noticias y que sin embargo refrite un párrafo documental sin ninguna vergüenza. La existencia de Internet acrecienta el margen de error, pues biografías y datos antiguos o falsos adquieren una repentina actualización –un nuevo blanqueo– y conducen a la reiteración de un error hasta el infinito.
Dentro de esos falseamientos de data podemos incluir también un deslizamiento reciente: firmar en un lugar donde el periodista no se encuentra, para dar más sensación de cercanía con el acontecimiento. O escribir crónicas deportivas sin data, en una maniobra de prestidigitación en la que no se miente pero tampoco se dice la verdad. Algunos periódicos, acuciados por la hora de cierre, obligan a sus redactores a escribir la crónica de un partido tras verlo por televisión. Y añaden el reportaje de vestuarios tras piratear a una emisora las declaraciones de los jugadores. Todo ello, sin cita alguna de la procedencia.
Las rectificaciones
Las desviaciones éticas que ahora parecen livianas (y que muestran indicios de que algún día dejarán de serlo) tienen un elemento clave en la rectificación y la contradicción de los datos que el periodista cree saber.
La principal causa de que una noticia se gane una rectificación por parte de un perjudicado nace de que previamente no se le haya telefoneado para conocer su versión acerca de los hechos que se le imputan o atribuyen. La más elemental norma del periodismo que consiste en consultar a la otra parte implicada en una polémica o en una simple noticia se olvida un día sí y otro también.
Pero hay otra forma igualmente inadecuada de presentar una noticia conflictiva: es aquélla que consiste en dar una información sobre cualquier hecho y añadir que tal persona o tal institución lo niegan. Esa técnica, a mi entender, sólo se puede respaldar si la noticia es veraz y está contrastada por una fuente o documento de carácter independiente.
Digamos que en ese caso concedemos al implicado el derecho de mentir en defensa propia. Pero semejante técnica no exculpa a quien, utilizándola, se escude luego, una vez comprobada la falsedad, en que la información ya incluía el propio desmentido. Porque, por decirlo claramente, una información y su mentís en pie de igualdad no son equivalentes a cero. Igual a cero es no dar esa noticia, sobre todo si tras consultar a la otra parte y encontrar su desmentido no disponemos de elementos adicionales que avalen la primera versión.
Pues bien, las rectificaciones deben abarcar lo pequeño y también lo grande. No vale rectificar en una fe de errores los pequeños gazapos si después se mira hacia otro lado con los errores cometidos en primera página y a cuatro columnas. Y aquí sucede a menudo lo contrario –el negativo fotográfico– de lo que comentaba al principio de esta exposición: cuando se produce una información principal errónea y alguien la desmiente y demuestra su falsedad, es posible que el medio informativo afectado se defienda con el argumento de que sí es cierto algún aspecto parcial de la noticia.
Como si el acierto parcial diera crédito a la noticia que resultó equivocada. Uno de los problemas que conducen a la rectificación –o al menos al error– nace de que cada vez más informaciones se elaboran con una sola fuente. Hace poco hemos sabido que la BBC ha comenzado a exigir a sus periodistas que revelen su fuente al director en casos delicados y cuando se trate de una sola. Es una de las medidas adoptadas tras el conocido caso Kelly.
Allí, como en otros lugares, los deslizamientos y la permisividad ante pequeñas faltas éticas derivó finalmente en un escándalo internacional. El periodista debe recordar aquel viejo principio: ¿qué me parecería si esta noticia se refiriera a mí?
La telebasura y el cotilleo
No podía dejar de referirme, en este recorrido por los deslizamientos éticos en la profesión periodística a los que nos estamos acostumbrando, a la llamada telebasura y a los programas de cotilleo.
Quizá debemos preguntarnos de nuevo si la ética puede ser divisible según se trate del rigor de un informativo diario televisado o de un programa de la denominada crónica rosa. En los temas políticos, económicos, culturales, etcétera, los periodistas buscan lo verdadero, mientras que en la crónica rosa sólo se busca lo verosímil.
El debate se convierte aquí en discusión, la noticia deja paso al rumor, el interés público se confunde ya con el interés del público (o su curiosidad), y la libertad de información sucumbe ante la libertad de expresión. No voy a reclamar aquí la desaparición de la telebasura. Soy periodista, y como tal puedo entender la existencia de diarios sensacionalistas y de programas dedicados a la crónica rosa. Pero precisamente quiero plantearme si para garantizar su existencia no sería más conveniente que ellos mismos controlaran los efectos devastadores que producen. Si estos programas se reclaman periodísticos, deben hacer periodismo.
Obviaré cuestiones como la educación de los niños o la influencia nociva que pueden tener en que los ciudadanos tomen como modelo de sus diálogos la discusión en vez del debate. Me referiré sólo a cuestiones de técnica periodística. Hace algún tiempo, presencié perplejo uno de estos programas.
Y reconozco que no fue el último. En el se debatía si la modelo Sofía Mazagatos había posado para la revista Interviú voluntariamente o lo había hecho como consecuencia de las presiones recibidas a cambio de no publicar unas fotos suyas, supuestamente indecorosas, obtenidas durante unos días de vacaciones en Ibiza.
La modelo se afanaba en explicar que había posado voluntariamente, mientras que una cuadrilla de esforzados atletas de la palabra sostenía lo contrario. Sofía Mazagatos argüía que la sesión fotográfica fue anterior a esas vacaciones y que por lo tanto no había lugar a la discusión, a pesar de lo cual sus oponentes continuaban discutiendo.
El mencionado reportaje publicado en Interviú constaba de más de una docena de fotos en las que se veía a la modelo semidesnuda en compañía de diversos cachorros de distintas razas de perro, a cuya estética y colores acomodaba la escasa ropa que vestía y el decorado que la amparaba.
En las firmas del reportaje se podía leer, además del nombre de la fotógrafa, la relación pormenorizada de todos los criadores de perros que habían alquilado a sus animales, además de los sucesivos maquilladores, estilistas y decoradores que participaron en las sesiones fotográficas. No quiero cuestionar aquí la existencia de ese programa, ni el debate en sí, insisto.
Sino sólo expresar mi sorpresa ante el hecho de que ninguno de los periodistas presentes se hubiera tomado la molestia de telefonear a alguna de las personas que participaron en las fotos, o tal vez a alguno de los más de 10 criadores de perros, para preguntar cuándo se tomaron las imágenes.
Si coincidían con la versión de Sofía Mazagatos, el caso estaba visto para sentencia. Y es aquí donde deseo acudir a la doctrina del Tribunal Constitucional que cada vez se orilla más en este tipo de programas. Porque tal vez la ética sea divisible, y podamos convenir que una empresa o un director pueden aplicar diferentes criterios a tenor del envoltorio de cada información o a tenor de su contenido, pero lo que no resulta divisible es la jurisprudencia.
Y el Constitucional ha dicho con toda claridad que la libertad de información recogida en nuestra ley de leyes sólo ampara la información veraz. ¿Y qué es “información veraz”? El tribunal también nos ha respondido: la que está diligentemente contrastada. Hoy en día las demandas contra programas de televisión han proliferado, cuando hace apenas unos años parecían impensables.
El profesor Farré López señala1: “Lo difundido son simples rumores, invenciones o insinuaciones. Con estas prácticas se pretende satisfacer la curiosidad ajena, por un lado, y elevar los índices de audiencia o de lectores, por otro. Por ello, no es extraño que la lucha por la audiencia haya provocado un aumento de los supuestos de intromisión en la personalidad de los individuos que pone de relieve un manifiesto déficit deontológico por parte de algunos sectores periodísticos”.
“Los derechos fundamentales no son absolutos, sino que están sometidos a los límites que derivan del respeto a otros derechos constitucionalmente protegidos”, recuerda Farré.
Libertad de expresión
y libertad de información
Y para seguir avanzando en este recorrido debo hacer un alto y diferenciar con claridad entre ‘libertad de expresión’ y ‘libertad de información’, derechos que a menudo se confunden.
La libertad de expresión consiste en el derecho a formular juicios y opiniones, sin pretensión de sentar hechos o afirmar datos objetivos, y con el único requisito de la ausencia de expresiones indebidamente injuriosas o vejatorias sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para tal exposición. (Como explicó el magistrado Álvaro Rodríguez Bereijo, la Constitución no ampara el derecho al insulto). En cambio, la libertad de información tiene una protección constitucional que se extiende únicamente a la publicación o difusión de hechos veraces.
El Tribunal Constitucional ha establecido también que, en los casos en que ambas se mezclan, ha de atenderse al elemento predominante en ese mensaje, y habrá de comprobarse, en el contexto del reportaje periodístico, que la narración de hechos es veraz y que los juicios personales no contienen expresiones vejatorias. La prevalencia de la libertad de información frente a los derechos de la personalidad se debe condicionar –mediante una ponderación de las circunstancias concurrentes en el caso concreto– a que aquélla verdaderamente ejerza de garantía de la opinión pública.
El propio Tribunal ha establecido dos requisitos para considerar legítimo el ejercicio de la libertad de información, aun cuando suponga una intromisión en otros derechos fundamentales: por un lado, se exige que la información difundida sea veraz; y, por otro, que dicha información “se refiera a hechos de aquí deberíamos entender la expresión ‘pública’ como la que forma parte de la ‘res pública’; es decir, lo que es de interés para el conjunto de los ciudadanos.
Lo que es de interés para la sociedad y su correcto gobierno, no lo que es de su curiosidad. Pero volvamos a la idea de ‘veracidad’ que avala el derecho a la información. El TC ha “desobjetivado” (según escribió Rodríguez Bereijo) el límite de veracidad, al entenderlo no como la correspondencia entre los hechos difundidos y los efectivamente acaecidos, sino en un sentido subjetivo, es decir, “una actitud de respeto hacia la verdad por parte del informador, quien debe investigar, averiguar o contrastar los hechos con la diligencia exigible”. Y, por tanto, se considera legítima, y por tanto protegible constitucionalmente, “la transmisión de una información falsa, pero diligentemente contrastada”.
Es decir, la Constitución reconoce el derecho al error cuando se han cumplido las normas profesionales de verificación y contraste de una noticia. Recuerdo un caso así: el de Álvaro Baigorri, un conocido industrial madrileño que fingió su propio secuestro en enero de 1996. Un periodista de El País conocedor en primicia de que existía una denuncia de la familia por la desaparición de Baigorri hizo las comprobaciones oportunas en distintas fuentes policiales y tenía lista ya la información sobre este aparente secuestro, con este titular: “La policía busca a Baigorri, que ha desaparecido”.
Pero el redactor hace una última comprobación y telefonea a la familia. ¿Y quién se pone al teléfono?: ¡Álvaro Baigorri! Primero descuelga su esposa, quien dice que el marido simplemente estaba de viaje y que ya ha vuelto. Y añade: “le pongo con mi marido”. El periodista redacta entonces una información sobre el malentendido que se había dado.
Al día siguiente, se comprueba que Álvaro Baigorri no ha regresado, que sigue en paradero desconocido, y el periodista corrobora consternado que quien se puso al teléfono no era el industrial madrileño, sino su hermano. Le habían engañado, la noticia que publicó no era correcta; pero él actuó con toda diligencia y ningún tribunal podría condenarle.
Por cierto, Baigorri apareció días después del falso secuestro, arrepentido por su travesura y la farsa que había montado. Paradójicamente, la información habría sido verdadera si no se hubiera hecho una última comprobación. Insisto, pues, en que el Tribunal Constitucional ampara el derecho a difundir informaciones veraces, entendiendo como tales las que se han elaborado con diligencia.
Pues bien, en los programas a los que me refiero se suele prescindir no sólo de la veracidad sino también de la diligencia. Y hay que recordar los criterios que maneja el Tribunal Constitucional para matizar la importancia de la diligencia necesaria al elaborar una información, que no es la misma en todas las noticias.
Así, puede que la ética nos parezca divisible, insisto, y que el criterio general de los tribunales no lo sea; pero finalmente hay que considerar incluso (al contrario de lo que pueda parecer) que los programas frívolos están más obligados que los informativos políticos a verificar lo que cuentan.
¿Por qué? Porque se exige la diligencia máxima “cuando la noticia pueda suponer un descrédito en la consideración de la persona referida”, y no sólo cuando se incide en el derecho a la presunción de inocencia. Y también porque debe evaluarse la condición pública o privada de la persona cuyo honor queda afectado: el derecho al honor se debilita proporcionalmente en cuanto sus titulares son personas públicas, ejercen funciones públicas o resultan implicadas en asuntos de relevancia pública.
Y hay que decir aquí que la mayoría de las personas afectadas por esas informaciones frívolas son personas privadas, sin función o cargo público. Y en muchos casos sin actividad alguna ante el público.
Porque el tribunal nos dice que ha de ponderarse “la trascendencia de la información”; y generalmente nos estamos encontrando ahí con noticias intrascendentes para la comunidad ciudadana. La veracidad, pues, funciona como causa legitimadora de las intromisiones en el honor, pero en los casos en que el derecho afectado sea la intimidad debe sumarse a la veracidad la “relevancia pública” o el “interés general o colectivo”.
Rodríguez Bereijo escribió en 1997, cuando era presidente del Tribunal Constitucional: “Una condición fundamental para reconocer el valor preponderante de las libertades públicas del artículo 20 de la Constitución consiste en que ‘las libertades se ejerciten en conexión con asuntos que son de interés general por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos intervienen; y contribuyan, en consecuencia, a la formación de la opinión pública”.
Y hemos de insistir aquí en que una cosa es el interés y otra la curiosidad. Sin embargo, las personas asediadas por estos programas periodísticos (no hay que olvidar que son periodísticos y por tanto conciernen a la ética de los periodistas) tienen difícil la defensa de sus intereses. Y un periodista honrado debe ser consciente de ello y adoptar una actitud consecuente. Porque los criterios aplicados por los tribunales han beneficiado extraordinariamente a los medios de comunicación, y han ido en detrimento de los particulares que son víctimas de informaciones falsas, inexactas o engañosas.
Señala Farré López, profesor de la Universidad de Córdoba: “Amparados en esta jurisprudencia que algunos autores no han dudado en considerar ‘hiperprotectora’, los medios de comunicación han podido desarrollar una labor muy importante de control y crítica de los poderes públicos. En ocasiones, sin embargo, el ejercicio de la libertad de información por parte de la prensa no es el más responsable, correcto y razonable.
Así, resulta más frecuente de lo que sería deseable que desde algunos medios se difundan noticias poco contrastadas, inexactas o engañosas; que los datos, de uno u otro modo, se tergiversen o se manipulen, y que se realicen insinuaciones o se confunda la información con el simple rumor”.
Hay que decir aquí, frente a lo que sostenía un famoso periodista radiofónico, que el rumor no es “la antesala de la noticia”. El rumor es lo contrario de la noticia. Pero vayamos a esa indefensión de los ciudadanos ante los programas de telebasura. Para empezar, la excesiva duración y lentitud de los pleitos hace que los procedimientos para la protección del derecho al honor sean ineficaces. Los periodistas hemos de ser conscientes de que jamás podremos reparar el daño infligido a las personas afectadas por nuestras informaciones y opiniones.
Porque, en efecto, como señala Farré López, las sentencias no reparan, sino que sólo compensan. Reparar es eliminar el perjuicio y sus consecuencias. Los bienes materiales son reparables, pero no los morales. Ni siquiera la publicación de una sentencia acaba con el rumor, que se reproduce sin cesar, alentado ahora por las facilidades de Internet.
Todavía hoy es posible encontrar en la Red alusiones al supuesto romance entre Isabel Preysler y Jorge Valdano, una información que terminó en sentencia condenatoria contra la revista que lo publicó. (Por cierto, aprovecho para recordar aquí que el juzgado de Madrid que dictó aquella sentencia estableció por un lado que la información era inveraz y por otro que, frente a lo que defendía aquella revista, la condición pública de los personajes “no podría legitimar la publicación de hechos que afectan a su intimidad, aun cuando fueran ciertos”.
Y añadía que el interés general no debe confundirse con los rumores y la satisfacción de la curiosidad ajena). Hace unas semanas escuché en un programa de cotilleo cómo se hablaba de las hermanas de la princesa de Asturias y del asedio al que estaban sometidas. Pero, claro, los intervinientes disculpaban esta actitud de los periodistas: “Tendrán que acostumbrarse porque no todas las familias tienen una princesa”.
Es decir, el asedio periodístico parece ser un precio que estuviera en el contrato de ser famoso, siquiera esta fama le llegue a alguien sin haberla elegido. Reivindico de nuevo la palabra ‘público’ como relativa a los asuntos que afectan a la colectividad, a su buen gobierno. Un cirujano o un piloto de avión con problemas de alcoholismo dejan de ser personas privadas a los efectos de esa información, en el caso de que sus superiores no hayan adoptado medidas contra ellos previamente y el periódico lo denuncie. Pero un cirujano, o un piloto, o un cantante, o un actor no son personajes del ámbito público mientras sus actividades no tienen repercusión en el gobierno de los intereses públicos.
Las leyes sobre el derecho de información y de opinión se hicieron para defender a los medios frente al Estado. Pero, así como los medios deben ser protegidos frente al poder en beneficio de los ciudadanos, hemos de pensar ahora si no será conveniente defender a los ciudadanos frente al poder de los medios.
Sigo preguntándome aquí por esa ética divisible. Porque no sólo se aplican distintas técnicas periodísticas según el tema o el mundillo del que se trate (más diligentes en la información económica, por ejemplo; y menos en la información rosa), sino que dentro de ese propio mundillo se establecen diferencias. Así, los personajes ‘públicos’ en opinión de los responsables de esos programas son sólo algunos de los cantantes, futbolistas, actores y personajes conocidos.
Porque en su punto de mira no suelen figurar directores de orquesta, tenores y sopranos, directores de cine, diplomáticos, embajadores, banqueros, grandes empresarios o periodistas, por ejemplo. Ni siquiera muchos cantantes, actores, futbolistas… a los que respetan por alguna razón misteriosa.
La ética aquí no sólo es divisible, sino subdivisible. Todavía podemos hallar una subdivisión más: algunos de esos personajes asediados cuentan con un grado mayor de presión: el antipersonaje. Ciertos aprovechados le han sacado partido a una nueva técnica: ser el anti de alguien.
Así, cada vez que el personaje en cuestión adquiere importancia artística o periodística, su antipersonaje particular es llamado a opinar en torno al asunto y, por supuesto, a criticarle. Algunos de estos antialguien han adquirido de repente una presencia poco antes inexistente por sus propios méritos. También en estos capítulos, como ocurría en los apartados anteriores, se están produciendo contaminaciones en los medios considerados serios.
Los cotilleos han empezado a ocupar un espacio en sus páginas, o han agrandado el que ya tenían. Incluso se han colado en las crónicas de las secciones de nacional o de política. De repente, la ropa de los protagonistas ha adquirido un interés de primera magnitud, cosa que antes no sucedía. Una información del reciente viaje de los príncipes de Asturias a México publicada en un diario impreso empezaba así: “Él, con chaqueta y sin corbata.
Ella, con atuendo veraniego de top estampado y pantalón de lino”. Hace años, nunca habría empezado así un texto sobre un viaje de los Reyes o del Príncipe. Y sin embargo nos hemos acostumbrado ya a que esto suceda. Diferente ética. Muchos otros casos más nos obligan a plantearnos si la ética es divisible.
Los medios de comunicación de Estados Unidos convinieron aquel horroroso 11 de septiembre en que no mostrarían cadáveres. El respeto a las víctimas, se decía. Pero poco después no faltaron los restos humanos en el accidente de un avión, ni en otros sucesos ocurridos fuera de aquel país.
Los medios norteamericanos deciden no difundir los mensajes de Bin Laden porque pueden tener elementos cifrados y consignas extrañas, pero nunca hubo problemas con los del terrorista colombiano Tirofijo o de algunos de sus homólogos. Todo lo que aquí hemos expuesto no es lo más grave.
Hay manipulaciones y comportamientos antiéticos mucho peores, que suelen provocar denuncias y polémicas. Lo que agrava todo lo que acabo de contar es que no nos salte a la vista y nos hayamos acostumbrado a convivir con ello. José Saramago reflexiona sobre esto en su novela Ensayo sobre la lucidez.
Uno de los hechos cruciales del relato nace de una frase de periódico. No voy a reproducirla entera, para no destripar la obra a quienes aún la tengan en lista de espera. Pero esa frase, escrita con los nuevos modos periodísticos a los que nos estamos habituando, comienza así: “Al parecer, aunque este dato no haya sido totalmente confirmado”…
Está en la página 379. Leo al gran periodista Ryszard Kapuscinski. “Hablando en términos cínicos hay que recalcar que la censura, aunque en muchos sentidos era extraordinariamente negativa, para muchos periodistas y redactores resultaba algo muy cómodo porque les evitaba asumir la responsabilidad por lo que escribían o dejaban de escribir.
Por los artículos o programas de radio aprobados por la censura respondía el censor y no el autor. Hoy abundan los periodistas que no entienden que la falta de censura no equivale a una libertad sin límites en lo que se escribe o dice, ni en cómo se escribe o dice. No entienden que nadie les ha eximido de la responsabilidad por las palabras”. Busquemos la información, la noticia como materia prima, la documentación como fuente de rigor.
Pensemos en el daño injusto que puede causar nuestro trabajo. Preguntémonos por nuestros comportamientos éticos. Seamos autocríticos. No destrocemos a quien nos advierte de lo que considera un error. Abramos debates sobre nuestro propio oficio. No seamos prepotentes. Sólo así podremos enaltecer y limpiar la palabra ‘periodista’ y olvidar que todos nos hemos creído el rumor de que Antonio David había pedido el ingreso en la asociación de la prensa.
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"Siempre hay que ser claros; sencillos, nunca". Víctor Hurtado
Periodismo y literatura
Francisco Umbral
Discurso de orden al recibir el título doctor honoris causa de la Universidad Complutense de Madrid, 1999
Don Francisco de Quevedo rasga el papel con su pluma de buitre, en el sotabanco de los mesones, y llena su siglo XVII de obras jocosas y escritos satíricos, críticos, costumbristas, muy plásticos de escritura y vivos de traza, que son siempre folios cortos, de la dimensión de una columna de periódico actual, pues Quevedo estaba inventando el periodismo dos siglos antes. Era un periodismo de mano en mano, de copia y difusión verbal o manuscrita, que volaba por Madrid y se leía en las escalinatas de San Felipe. El periodismo, pues, nace como género literario -siempre lo ha sido- y mantiene a los ciudadanos avisados, a las putas advertidas y al Gobierno inquieto.
En el siglo siguiente, el XVIII, Voltaire incurre en ese género corto y satírico, literario y faltón, que resultó ser la más lograda, vocacional y eficaz de sus dedicaciones, abundando en el vicio quevedesco con un oreo de salón que le distancia de los mesones del madrileño. Lamartine, en el XIX, poseedor ya de la noción de periódico, escribe: "Voltaire dio al francés el instrumento de la polémica, creó la lengua improvisada, rápida, concisa, del periodismo".
He aquí, pues, lo que estaban haciendo nuestros dos clásicos, el español y el francés: periodismo sin saberlo. También Quevedo es improvisado, rápido, conciso, y muy pariente de intenciones con Voltaire, aunque predecesor.
El periodismo, según esto, no nace sólo como hoja agraria (yo mismo empecé dando las cotizaciones del mercado de granos a "El Norte de Castilla" de Miguel Delibes, al que reconozco como mi primer maestro periodístico), pero como pájaro ciudadano, gorrioncillo de Corte, artista de dimes y diretes. Tiene el periodismo moderno, pues, dos orígenes, el informativo y el crítico, el rural y el cosmopolita, y padres o padrinos tan levantados que no podemos seguir dudando de la dignidad literaria del género.
Pero estas dignidades y otredades que hoy me erigen y edifican, asimismo vienen de la Filología, de la cual diré dos palabras, que son de Ortega y dirigidas al gran filólogo alemán, Curtius. Ortega decide muy joven consagrarse filólogo, para desde ahí abarcar el mundo, el hombre y el pensamiento, a partir de la palabra/cosa, como Heidegger. Sostiene Ortega que la Filología no puede quedarse en ciencia del objeto/palabra, sino desplegar la palabra en toda su magnitud antropológica de significación, de lo cual vendrá una explayación del mundo y del hombre, que ha hecho el lenguaje, aunque quizá sea al contrario. He aquí, pues, los manaderos de mi pensamiento y de mi periodismo, que ahora se dignifica. Mi primer libro, 1965, fue una biografía de Larra, que primero pensé subtitular "El chaleco de tisú de oro", como luego he subtitulado a Valle-Inclán "Los botines blancos de piqué". Quiero decir que el periodismo literario, donde la nota plástica sustituye a la foto, o se anticipa a ella, ha sido siempre el mío, y en estos títulos está su origen.
Larra inaugura en España el artículo de costumbres y de malas costumbres, que escribe por las mañanas en su solitud de la calle de Santa Clara, Madrid de los Austrias, luego de los Borbones, y a seguido de la escritura se viste de dandy, como afrancesado que era, y pasea hasta la cosmopolita calle de la Montera, llegándose a Sol, corazón de las Españas, donde ladran todos los perros de la literatura y de la política, todos los perros de los vendedores de perros, y, como luego diría Ramón, en su clariver, "todavía flotan las almas de los sablistas muertos".
Mesonero y Larra son costumbritas, sólo que Larra es un costumbrista de las malas costumbres, un crítico, y tan verídico es Larra que la última vez que fui a verle, febrero, frío, Sacramental de San Justo, con Espronceda y otros, al lado de allá del río, me acudió un ejecutivo de la muerte, con brisas de peluquería, a venderme mi propio nicho, y me dejó la tarjeta por si acaso, "nunca se sabe", dijo.
Los del 98, después de Jovellanos, que hacía planes quinquenales en verso y artículo, se producen mucho en el periódico, primero por necesidad económica y luego por llegar a la gente que no lee libros. Lo mismo que hoy, o sea. Menos mal que el periódico ya era un género literario. El que más escribe en los periódicos es Azorín y el que menos Baroja. Valle-Inclán sostiene que "el periodismo avillana el estilo", pero no deja de colaborar.
Unamuno también colabora mucho en los periódicos de Madrid, lo primero para clavar su pluma de morabito en el corazón de España y luego para pagar la pensión de un hijo que tenía estudiando medicina en Madrid. A fin de mes el chico cobraba las colaboraciones de papá e iba tirando. Alguna vez se ha conmovido España por un artículo de Unamuno que sólo estaba escrito pensando en el pupilaje del niño.
Pero el que mejor encaja en el artículo de periódico es Azorín, por los límites y el carácter de su prosa. A mí me lo dijo en una entrevista, detrás de las Cortes, en su casa como de médico famoso de la literatura:
- Yo soy hombre de un solo folio.
Se levanta al alba y escribe a mano o en su vieja máquina, contra los amaneceres ruidosos y clarísimos de Madrid, su folio con destino a un periódico u otro, que Azorín fue muy chaquetero y estuvo a bien con todos. El periódico es una necesidad económica para los escritores de entonces, por supuesto, pero también es una necesidad profesional, vocacional, que ya hemos visto cómo Quevedo y Voltaire, articulistas sin el molde del periódico diario, dejan sus artículos al ventestato de la calle.
De modo que para hacer literatura en el periódico no basta con necesitar dinero, sino que hay que pulsar este género literario como el solo de violín del periodismo, como un soneto con sus reglas y medidas. Hay grandes escritores que nunca han sabido escribir un artículo y hay articulistas que nunca han dado la medida de otro género, como el narrador en corto, que tiene más que ver con el poeta que con el novelista.
Después del 98, ahí está Ortega confesando que escribe artículos para vivir, y esos artículos se convierten en libros, como "La rebelión de las masas" y tantos. Ortega -que nació en una linotipia-, maldice de ese género "alimentario", pero luego hace con los artículos alimentarios un libro tan coherente como el citado y otros. Ortega tiene la clave del artículo, porque sabe jugar en un recuadro con una metáfora, una idea, una noticia, una imagen, una actualidad alarmante y una anécdota.
Los escritores puros piensan quizá que eso no vale, pero luego resulta que el público lee, asimila y se educa con estos artículos de Ortega, porque el que es filósofo segrega filosofía siempre, y el que es poeta segrega lirismo siempre, y el que es sabio segrega sabiduría. Los periódicos de principios de siglo, aquí como en Francia, están llenos de literatura periodística, que no es otra cosa que literatura. Ortega escribe en la mesa del comedor de su casa hasta que su esposa le dice que retire esos papelajos, que va a poner la mesa para comer. No puede haber mayor ni más hermosa confusión entre la literatura y la vida. La menesterosidad literaria de España da lugar a un género nuevo que ya estaba, como hemos visto, en Quevedo y Voltaire. Quizá lo que hoy llamamos columna sea el más moderno de los géneros literarios.
En este siglo XX que ahora se apaga sólo se han inventado dos géneros literarios: la greguería y la glosa.
Y ambos géneros nacen en el periódico. Voz nemorosa, ceja o selva negra, ya dijo don Manuel Azaña que a Eugenio d'Ors le preocupaba mucho la manera de mirar. Pero no sólo, añadimos, la manera de mirar a las mujeres o a los ángeles, sino la manera de mirar el mundo y sus literaturas. La glosa de Eugenio d'Ors es el resto de un naufragio. Ni filósofo reconocido, ni poeta ni narrador, d'Ors es todas esas cosas en catalán, francés y español, dentro de un recuadro de periódico. Porque la urgencia y cotidianidad del periódico le permiten lo que no le permitían las otras artes: la ironía. D'Ors, en su hercúleo diario íntimo de los periódicos, que es menos pedante que el de André Gide y menos beato que el de François Mauriac, hace la nota urgente, periodística, de la actualidad, siempre en clave de pensador y siempre en clave de ironista. Para los catalanes fanáticos y graves era demasiado. Sólo en un periódico fascista de vuelta, el "Arriba" de Madrid, que no se hacía en una redacción, sino en un café, el Comercial de la Glorieta de Bilbao, cabía y funcionaba la ironía volteriana y católica de Eugenio d'Ors. Sólo un periódico con loro, como las casas de lenocinio, podía entender el escepticismo ilustrado de d’Ors, y de colegas como Ismael Herráiz, director con la pistola sobre la mesa.
Eugenio d'Ors aporta al periodismo un tonelaje de filosofía y de humor, una cultura pasada por la calle, pasada y paseada, haciendo familiares los grandes nombres a los lectores de periódico. Todo el periodismo literario que se ha hecho después de d'Ors, o se asemeja a la glosa o cae en el editorial.
Ramón Gómez de la Serna, antes del gran periodismo gráfico, pone en los periódicos la plástica de sus greguerías, que son como fotos surrealistas de lo que pasa. Hemos cantado a Ortega como creador del artículo/ensayo, lo cual que Ortega es un ensayista de periódico -cuando quiere-, y d'Ors es un periodista del ensayismo y la crónica. Lo grave de un genio es que resulta abrasivo para toda su generación, y al costado de Ortega sólo herborizan el mediocre Maeztu, por la derecha, y el pedantesco Pérez de Ayala, por la izquierda. Ortega arrasa una generación de ensayistas y escritores de periódico. Sólo d'Ors le hace competencia, pero d’Ors es un exiliado de Barcelona y Ortega le relega al "Blanco y Negro".
Después de la guerra surge una gran generación de ensayistas de periódico, los intelectuales que han ganado. Mourlane-Michelena, González-Ruano, Sánchez Mazas, Eugenio Montes, Foxá, García-Viñolas, Víctor de la Serna, etc. Ninguno de ellos hace gran obra en libro, pero le dan a la prensa española un nivel literario que nunca había tenido. ¿Esto por qué es?
Porque aquellos intelectuales que se mantuvieron al lado de Franco, no soportan el peso ominoso de la Victoria franquista, y unos derivan hacia el trirreme latino, otros hacia el escaso catolicismo europeo, y Foxá, el más explícito de todos ellos, dice:
- Soy conde, soy rico, soy gordo, soy embajador, soy feliz. Y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coños quieren que sea?
Para Foxá, el éxtasis de su carrera diplomática era llegar a embajador de una dictadura en una democracia. Disfrutaba de ambas ventajas. Pero el que encuentra la fórmula fija y feliz para no hacer caudillismo ni evadirse en la abstracción y el plomo de las grandes páginas, es César González-Ruano, escritor de café que se refugia en la glosa sencilla y sentida de la calle, la actualidad, la vida igual siempre a sí misma, poniendo una breve pavana de emoción directa y humanidad artesana en el formidable y espantoso periodismo de posguerra, que prolongó mucho tiempo las supersticiones fascistas y estalinianas, cuando la gente estaba ya tocando el cielo y el porvenir con las manos. A César se le leía por magistral y porque no hablaba de política.
En los 40/50 irrumpe Camilo José Cela con un género nuevo y caudal, como siempre en él. Lo llama "apuntes carpetovetónicos". Ortega y Gasset, por estos apuntes, le define como "cazador de iberismos".
Con la transición y la democracia podemos herborizar un naciente y plural columnismo que cultivan unos cuantos escritores jóvenes, pero ya conocidos en el ensayo, la novela, las memorias prematuras y el propio periodismo. La escritura en libertad permite que estos nuevos o no tan nuevos columnistas den a la prensa todo lo que llevaban represado, ganándose en seguida la atención del público. Los rasgos comunes de esta que podríamos llamar generación los resumiré así:
Todos son más o menos de izquierdas, pero sólo alguno de ellos militante.
Todos escriben muy bien, y ya dijo Marcel Proust que una metáfora o un buen estilo es algo así como el embalsamamiento que perenniza una idea.
Todos proceden de las revistas de humor, y este humor aciertan a hacerlo soluble en los contenidos altamente políticos o ideológicos de sus columnas.
El columnismo se hace imprescindible al nuevo periodismo posfranquista, y todo periódico de provincias tiene su columnista -a veces varios- Viene a romperse así la imagen hierática del periodismo de la dictadura, que jugaba a confundir mutismo con veracidad. Las cosas, en la dictadura, se decían muy en serio, y sólo por eso eran verdad o adquirían carácter del tal. Este mutismo requería una homogeneidad entre las informaciones, los editoriales, los comentarios y los sucesos, incluso. La vida se comportaba como decía el periódico. Los nuevos columnistas, con su estilo abierto, de tú a tú, su humor y su crítica viva de lo inmediato, vienen a demostrar que el público está esperando diálogo, y que con ellos se puede dialogar y sentir, incluso jugar.
Entre la mole informativa del periódico, hay un columnista agaritado que piensa mucho más libre que los editorialistas y que es más comunicativo. Todo el periódico se ha vuelto crítico, pero el columnista es el crítico de esta crítica, va siempre un paso más allá. Y se entabla así un diálogo cotidiano entre el lector y su periódico preferido, diálogo que dura hasta nuestros días. Columnismo o nuevo periodismo, se desmiente para siempre el mito de la uniformidad como categoría periodística, y el público tiene sus favoritos de la columna, a favor o en contra, pues se da el caso del columnista que es leído a la contra, para insultarle y reprocharle cosas, lo cual supone una querella continua y una asiduidad "negativa", digamos, del comprador. El mejor amigo del español es siempre aquel con el que más discute, pues los españoles sólo nos divertimos discutiendo. Todo esto es pluralismo, democracia, amenidad y libertad.
El periodismo literario no tiene nada que ver, pues, con los suplementos literarios y otros dominicales, cuya oferta se hace hoy por arrobas, sino que está incardinado en la maquinaria más íntima del periódico, en su cilindrada ideológica e intelectual. Una buena columna vende más que el rancio destape o la muerte de un torero. Porque los columnistas, como los rockeros, de los que algo tienen, son unos viejos muchachos que nunca mueren.
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"La entronización de la censura significa que una sociedad entera abdica a favor de una institución burocrática el derecho de decidir lo que es bueno o malo para su salud. Su aceptación implica un subterráneo temor: el de que el imperio de la libertad demuestre que la sociedad es una aglomeración de monstruos". Mario Vargas Llosa
La libertad de prensa
(Prefacio de Rebelión en la granja)
George Orwell
Traducción de Rafael Abella
© Herederos de Sonia Brownell Orwell
© 2000 Mediasat Group por acuerdo con Bibliotex SL
Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general. Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido discutido con la amplitud que merece. Pág. 12
El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial. Pág. 12-13
Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes y aceptadas sin discusión alguna. Pág. 13
En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica. Pág. 13
Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Pág. 14
Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se ha ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual. Pág. 14
Hechos muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos republicanos a quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación. Pág. 15
Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión. Pág. 16
También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de silenciar muchas críticas. Pág. 16
Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar. Pág. 16
La gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética, y llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia. Acontecimientos similares ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania. Pág. 17-18
"Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo". Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Pág. 19
Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica. Pág. 19
La masacre fue un hecho tan normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas. Pág. 20
La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es. Pág. 21
Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma de debilitamiento general de la tradición liberal. Pág. 21
A la muerte de John Reed, el autor de “Diez días que conmovieron al mundo” –un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa–, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor, según creo, los había legado. Pág. 22
Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la libertad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen que no "debe" o que no "puede" existir. Yo, sencillamente, respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que nuestra civilización está basada en la coexistencia de criterios opuestos desde hace más de 400 años. Pág. 22
… de que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura occidental dudosamente podría existir. Pág. 23
Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. Pág. 24
… en nuestro país –y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos de hoy– los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo. Pág. 24
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"Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad". Jorge Luis Borges
Defensa de la utopía
Tomás Eloy Martínez
Extensión: 4.194 palabras
Hace ya casi cuatro décadas, el 1 de enero de 1953, un joven periodista colombiano desembarcó en Maiquetía, el aeropuerto de Caracas, después de tres años de escribir en Roma sobre los ataques de hipo de Pío XII y de terminar los originales de su segunda novela en el invierno implacable de París. De la mano de dos colegas fraternales entró en Caracas, atravesó el fulgor de las autopistas y se emocionó ante los reflejos malvas que exhalaba el Ávila en ese momento del crepúsculo. Antes de que pudiera disipar los sopores del viaje en avión por el Atlántico, fue abandonado en una sala de redacción sin ventanas, iluminada por sucios tubos de neón, donde un hombre flaco, nervioso, con anteojos oscuros, daba órdenes frenéticas y a menudo contradictorias a un par de vascos que se afanaban sobre una mesa de dibujo.
En la mitología que cada quien crea para su uso personal, ése ha sido para mí el instante en que nació en América Latina lo que se conocería después como “nuevo periodismo” o “periodismo literario”, y el punto de partida del moderno periodismo cultural. La sala de redacción, ubicada en una casa desvencijada de San Bernardino, pertenecía a la revista semanal “Momento”. El joven colombiano se llamaba, como tal vez ustedes ya lo han adivinado, Gabriel García Márquez. Uno de los colegas que le habla dado la bienvenida en Maiquetía era Plinio Apuleyo Mendoza, jefe de redacción de “Momento”. Quien estaba con él era su hermana Soledad, que más tarde en la vida también dirigiría en este país revistas y suplementos. Aquellos vascos de la mesa de dibujo se llamaban –me han dicho– Karmele Leizaola y Paul de Garat. Y al hombre de anteojos oscuros, Carlos Ramírez Mac Gregor, se lo conocía entonces en Caracas como el loco, porque se había echado sobre las espaldas la irresponsable misión de editar una revista donde la realidad se parecía a las novelas.
Esa fundación mítica del periodismo cultural es un apólogo con tantos significados que aún ahora, treinta y siete años después, se puede leer como si fuera una noticia del periódico de mañana. Primero, porque la época en que sucedía esa historia coincidía con el nacimiento de la democracia, que se le había negado a Venezuela durante todo el siglo –con el fugaz intervalo de la presidencia de Rómulo Gallegos–, y que al fin era conquistada con un alto precio de sangre, torturas, exilios y cárceles. Y también porque en la redacción de “Momento” confluían hombres de otros rincones de la lengua española, aventados de sus patrias por las desventuras de la persecución política y de las guerras.
Las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad que se iba creando a medida que se la escribía. Estaba a punto de secarse el dique de La Mariposa, y en vez de decirlo así, con esas palabras de álgebra, García Márquez inventaba a un personaje que para poder afeitarse en la ciudad sin agua se mojaba la cara con jugo de duraznos. Se caía a pedazos la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y para no contar la historia como en los telegramas de las agencias de noticias, el joven narrador de La hojarasca explicaba que, a los hombres de la resistencia, “los días les estaban quedando cortos”. Enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo desplegaba ante los ojos del lector una realidad aún más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo como si, al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por primera vez. ¿De dónde sino de ese instante salió el afán de ir inscribiendo el nombre verdadero de los objetos y las funciones para las que sirven, como se lee en "Cien años de soledad"?
Si aquellas crónicas revolucionarias fluyeron con naturalidad en la Caracas tempestuosa e incierta de 1958 fue porque había una larga tradición que la hizo posible. El terreno había sido antes fecundado por José Martí en sus escritos para “La Opinión Nacional” durante los años de Guzmán Blanco, por los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en “Os Sertoés”, por los cronistas apasionados del modernismo –Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal– y por los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporaron más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista “Germinal”, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges, los aguafuertes de Roberto Arlt, los medallones literarios de Alfonso Reyes en “La Pluma”, los editoriales de Augusto Roa Bastos en “El País” de Asunción. Los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas barrocas de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo él apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del periodismo literario, de las ‘factions’ o de las “novelas de la vida real”, como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza.
El periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento en que se impone una nueva ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.
Siempre que las sociedades han estado a punto de cambiar de piel, los primeros síntomas de ese cambio han aparecido en la cultura. Piénsese en las canciones de los Beatles o en las novelas ‘del camino’ de Jack Kerouac y se encontrará prefiguradas en ellas la rebeldía, la avidez mística y el heroísmo anárquico de las dos décadas que siguieron. Piénsese en la soledad escéptica de los personajes que aparecen en las novelas que Raymond Carver o Paul Auster escribieron en los años 80 y se obtendrá un retrato cabal de las reivindicaciones capitalistas de este final de siglo. En la cultura es posible descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consiente.
Imagínense cuánta responsabilidad entraña dar cuenta de eso. No sería posible cumplir cabalmente con semejante misión si cada quien, ante la hoja o la pantalla en blanco, no se repitiera una vez y otra: “Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean”. Sólo de esa fidelidad nace la verdad, aunque de esa verdad nacen siempre los riesgos.
Estos son tiempos de dispersión y de desencuentro para la cultura de América Latina. El continente que hasta hace apenas un cuarto de siglo parecía férreamente unido exhibe ahora graves signos de intolerancia e incomunicación. Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia –lo que también significa el fin de las utopías– y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. “Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos”, afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: “Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido”. Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir.
Es en el orden de la cultura donde el neoliberalismo ha resultado más pernicioso en América Latina. Esperábamos que las consignas de libertad sirvieran para derribar muros, fronteras, y para fortalecer la unidad de nuestras naciones a la sombra de un proyecto de bien común. Por lo contrario, estamos más divididos que nunca: hemos dejado de leernos los unos a los otros, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños. Hemos dejado de vernos, de oírnos, de conocernos. El modelo neoliberal ha tornado tan alto el precio de cualquier conocimiento que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las manos día tras día. Se han acentuado los nacionalismos, los regionalismos, los fanatismos y todas esas odiosas vallas que tanto empobrecen la condición humana. Somos más débiles como naciones, porque ya no podemos negociar unidos con los poderes de las metrópolis, sino que debemos hacer todo por separado y a espaldas los unos de los otros.
Hubo momentos de la historia en que América Latina alzó la voz como si su inteligencia, sus emociones y su lengua fueran una sola. Cada vez que el continente podía hablar al unísono, despuntaba en la cultura una nueva edad de oro. Sucedió en las décadas de lucha por la Independencia. Sucedió en los años del primer centenario de las revoluciones nacionales (que fueron también los años de la revolución mexicana), cuando los grandes poetas de América acudían a Buenos Aires para celebrar la inminente grandeza de nuestras naciones; también sucedió en los años 60, cuando la revolución cubana nos encendió el espíritu y La Habana se convirtió en el viento que parecía poner fin a todas las mordazas de la inteligencia. Y también, aunque de un modo más desordenado y clandestino, sucedió en los aciagos 70, cuando las dictaduras militares arrojaron su sombra sobre todos nosotros y sólo la conciencia de que estábamos juntos nos ayudaba a resistir.
Una de las secretas fuerzas del periodismo de buena ley es su capacidad para fortalecerse en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptible e insumisa cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Se han probado ya las más diversas armas para acallar su voz incómoda: se lo ha reprimido con la prisión, con el cepo, con la hoguera; se lo ha tratado de espantar con bombas a medianoche y asesinatos en el resguardo de las redacciones; se han probado el soborno, la seducción de los premios y de los honores, el hospicio, las amenazas de muerte, el exilio, sin conseguir que el periodismo sepulte o domestique sus verdades. Una de las últimas estrategias del Poder fue simular indiferencia. Cada vez que el periodismo alzaba su voz, el Poder no oía. La sordera, los desaparecidos y la simulación de ignorancia ante los crímenes del Estado fueron las grandes contribuciones de las dictaduras militares del Cono Sur a la historia política. Cuando el Poder se declara iletrado, cuando el Poder no lee, la escritura no lo lastima. Algunas democracias neoliberales han asimilado esa lección.
Hasta hace cuatro décadas, las páginas culturales eran el único espacio de libertad en los medios. Los empresarios menos conformistas acuñaron por entonces un precepto que pronto se convirtió en patrón de conducta: según esa regla de oro, los periódicos debían ser independientes en sus informaciones políticas y conservadores en las secciones económicas. Con la cultura se podía ser osado, utópico, rebelde o “de izquierda”, como solía decirse entonces. A la cultura nadie le prestaba demasiada atención. La cultura era la loca de la casa.
El advenimiento de la revolución cubana alteró esos códigos de comportamiento, porque la cultura comenzó a convertirse en un espacio incontrolable de debate político. En el siglo XIX, el Poder podía enmendar o tomar a la ligera los testimonios del periodista. Un ejemplo memorable de ese desdén fue la actitud que asumió el editor del diario “La Nación” de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, cuando José Martí envió desde Estados Unidos una crónica sobre las elecciones presidenciales de 1880. Como lo que Martí relataba era un proceso democrático, Mitre neutralizó la información con un título que la negaba como verdad: “Narraciones fantásticas”. Inseguro de la eficacia de su advertencia, añadió esta aclaración: “Martí ha querido darnos una prueba del poder creador de su privilegiada imaginación enviándonos una fantasía que, por lo ingenioso del animado y pintoresco del desarrollo escénico, se impone al interés del lector. Solamente a José Martí, el escritor original y siempre nuevo, podría ocurrírsele pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales...”.
En la segunda mitad de este siglo, en cambio, la amplitud y celeridad de los mecanismos informativos impidió que los textos quedaran sometidos a las manipulaciones que padeció Martí. Los escritores entablaron un diálogo de igual a igual con el Poder, y las crónicas de los corresponsales-escritores dejaron de tener la función inocua e inofensiva que se les había adjudicado.
Hacia atrás, a lo largo de todo el pasado, el Poder había podido imponer su voluntad impunemente. La escritura de la historia era, en última instancia, la escritura del Poder. Cuando la escritura transgredía las conveniencias del Poder, se la suprimía, se la vetaba, se la silenciaba. A sor Juana Inés de la Cruz le vetaron el saber y el decir. Se lo vetaron por mujer, porque una mujer no podía saber. Y se lo vetaron por monja, porque una monja no tenía derecho a decir. A fray Servando Teresa de Mier le prohibieron los sermones y a Simón Rodríguez le censuraron las enseñanzas porque en ambos las palabras eran como una llama sin freno: quemaban todo lo que tocaban. Se les llamó locos, porque la trasgresión y el coraje han sido siempre para el Poder lenguajes de locura, como bien lo supieron las Madres de la Plaza de Mayo –‘las locas’– cada vez que alzaron la voz.
No bien la escritura se dio cuenta de que podía entablar un diálogo de igual con el Poder, se multiplicaron las estrategias para cerrarle el camino. En un libro memorable, “Idea de la Historia”, el filósofo inglés Robin George Collingwood advirtió que “sólo lo que se escribe es histórico”, sólo lo que ha sido escrito permanece. En el pasado, bastaba con prohibir o excomulgar: la amenaza del patíbulo garantizaba el silencio de los insumisos. Pero ahora, ¿qué podía hacer el Poder? Se imaginaron diversos recursos: las asfixias económicas, los vetos publicitarios, la suspensión, el cierre o la mera compra de los medios, las coimas, mordidas o palangres, las ofertas de cargos públicos, para citar sólo aquellos recursos que parecen más civilizados. Una forma sutil y sinuosa de neutralizar el vigor de la palabra fue apagar ese vigor desde su propio nacimiento. Para lograrlo, se incitó al escritor a que descuidara su instrumento. A un escritor que desafina nadie lo lee.
En los tiempos en que Collingwood publicó su “Idea de la historia”, se dividieron las aguas de la inteligencia. Algunos creadores se declararon impotentes ante la barbarie del poder y partieron al exilio, para salvar la dignidad o, en los casos extremos, para salvar la vida. Es el camino que emprendieron Thomas Mann, Fritz Lang, Bela Bartok, Hermann Broch. Otros inclinaron la cerviz y se entregaron, como parece haber sucedido con Heidegger y con Richard Strauss. Otros supusieron erradamente que debían sacrificar lo que pensaban o callar lo que veían en nombre de un proyecto político superior. A esa tentación cedieron miles de los mejores intelectuales de Occidente, seducidos por los espejismos del ‘padrecito Stalin’, con excepciones tan honrosas y singulares como la de André Gide. Se creía entonces que era preciso callar en nombre de cierta conveniencia política, de cierto futuro, sin advertir que no hay modo más brutal de enajenar el propio futuro que el silencio, puesto que el silencio siempre acaba convirtiéndose en complicidad.
Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad del Poder impone la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Ésa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en las ‘peceras’ de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.
Hace poco más de diez años, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile o Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los errores de la democracia porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición. Para cuidar la democracia, se pensaba, era preciso disimular los pasos en falso de la democracia. Y sin embargo, nada es menos democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger a la democracia privándola de su razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber? ¿Para qué queremos la democracia si no nos atrevemos a vivirla?
Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder. Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta –el lenguaje–; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribadas con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.
Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Para el artista, crear pensando sólo en el éxito es algo suicida, porque cuando el arte trata de satisfacer a todo el mundo termina por no satisfacer a nadie. El diálogo entre la obra de arte y el público nace sólo cuando la obra ya está terminada. Hasta ese momento, nada debe contar para el artista: ni la música de los aplausos ni los halagos de lo que está de moda. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.
El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En este fin de siglo neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al ‘fin de la historia’, la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.
En casi cada país de América Latina que he visitado me dicen que estos son los tiempos más difíciles que se han vivido. ¿Alguna vez, sin embargo, nuestros tiempos han sido de otro modo? Los tiempos difíciles suelen ser aquéllos en que uno se formula las preguntas importantes y en que, para sobrevivir, necesita contestar a esas preguntas lo antes posible. Cuando Atenas produjo las bases de la civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.
Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos –sin embargo– en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
Hacia dónde nos están llevando los vientos de la historia es algo difícil de ver o predecir ahora. Sólo sé que en este confuso filo del milenio, tenemos que ponernos a pensar juntos. Es preciso renovar las utopías que languidecen en el cansado corazón del hombre. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces en la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.
Ya que fue cerca de aquí, en Caracas, donde el periodismo latinoamericano tomó conciencia por primera vez, hace treinta y siete años, de que podíamos narrar el mundo a nuestra manera, con un lenguaje que no se parecía a ningún otro, me parece justo que sea aquí, en Cartagena donde al fin de cuentas empezó esa historia donde afirmemos nuestro derecho a reclamar un mundo que no se parezca a ningún otro, y que pongamos nuestra palabra de pie para ayudar a crearlo.
(Discurso ofrecido en el Taller-Seminario Situaciones de crisis en medios impresos, dictado en Santa Fe de Bogotá del 11 al 15 de marzo de 1996)
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