martes, mayo 24, 2011

Un mundo, dos civilizaciones

"Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos el valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad, entonces se callará hasta hoy". José Saramago

Un mundo, dos civilizaciones

Ryszard Kapuscinski

En las sociedades históricas todo ha sido decidido en el pasado. Sus energías, sentimientos y pasiones están orientados al pasado, dedicados a la discusión de la historia, al significado de la historia. Viven en el reino de la leyenda y de los linajes fundadores. Son incapaces de hablar del futuro, porque el futuro no despierta en ellos la misma pasión que su historia. Es gente histórica, que nace y vive en la historia de las grandes luchas, divisiones y conflictos. Son como un viejo ex combatiente de guerra, que sólo quiere hablar de la gran experiencia que le proporcionó tan hondas emociones que nunca pudo olvidarlas. Las sociedades históricas viven con este peso que nubla sus mentes y su imaginación. Están obligadas a vivir profundamente en la historia; así se identifican. Si la pierden, pierden su identidad. Entonces no sólo serán anónimos, habrán dejado de existir. Olvidar la historia sería olvidarse de sí mismos, una imposibilidad biológica y psicológica. Es una cuestión de supervivencia.
Pero para crear nuevos valores, una sociedad tiene que tener una mente limpia que le permita concentrarse en algo orientado al futuro. Ésta es la tragedia en la que están atrapadas las sociedades históricas. Estados Unidos es, en cambio, una nación afortunada. No tiene problemas con la historia. Su mentalidad está abierta al futuro. Al ser una sociedad joven puede ser creativa sin que el peso de la historia tire de ella, sujetándola por la pierna, atando sus manos. El peligro para EE.UU. –y para el resto del mundo– es que su desarrollo sea tan dinámico y creativo que llegue a convertirse en un mundo completamente distinto en este mismo planeta. EE UU produce a diario elementos de una civilización totalmente nueva que se aleja cada vez más de la del resto del mundo. La diferencia no está sólo en la riqueza y la tecnología, sino en la mentalidad. La posición y el poder del dinámico EE UU y la parálisis de las sociedades históricas es el gran problema para el futuro de la humanidad. A diferencia de lo que creíamos hace 20 años, el mundo no converge, sino que se separa como las galaxias.
Cuando fui por primera vez a África, hace 30 años, encontré algo de agricultura, infraestructura y medicina modernas. Había un cierto paralelo con la Europa que había sido destruida por la guerra. Hoy, hasta lo que el colonialismo dejó en África se ha deteriorado. No se ha construido nada nuevo. Y mientras tanto, EE UU está entrando en el ciberespacio.
Tras la II Guerra Mundial, hubo un gran despertar de las conciencias en el Tercer Mundo. La guerra demostró, especialmente para África y Asia, que los países amos, como Francia o Gran Bretaña, podían ser vencidos. Además, los centros de poder del mundo se desplazaron de los imperios alemán, japonés, francés y británico a EE UU y la URSS, países sin tradición de potencia colonial. Estos acontecimientos convencieron a los jóvenes nacionalistas del Tercer Mundo de que podían alcanzar la independencia.
La lucha por la independencia tuvo tres etapas. Primero llegaron los movimientos de liberación nacional, especialmente en los países asiáticos más grandes. La India obtuvo la independencia en 1947 y China en 1949. Este periodo concluyó con la Conferencia de Bandung en 1955, donde nació la primera filosofía política del Tercer Mundo: el no alineamiento. La promovieron las grandes y pintorescas figuras de los cincuenta: Nehru en la India, Nasser en Egipto y Sukarno en Indonesia. La segunda etapa, en la década de los sesenta, se caracterizó por un gran optimismo: la descolonización se extendió con rapidez junto a la filosofía de la no alineación como guía. En 1964, 14 países africanos consiguieron la independencia. En la tercera etapa, que comenzó en los años setenta, el gran optimismo que había acompañado al nacimiento de las naciones empezó a esfumarse. Se comprobó que pensar que independencia nacional significaría automáticamente independencia económica y cultural era utópico e irreal.
La cuarta etapa se abrió con la revolución iraní de 1979, que surgió como una reacción a las optimistas iniciativas de desarrollo. El carácter tecnocrático de los valores modernos y los planes industriales del periodo optimista pasaron por alto la dimensión crucial de las sociedades históricas: los valores éticos y religiosos de la tradición. Las sociedades histórico-tradicionales rechazaron esta nueva forma de vida porque sentían que amenazaban a la parte más elemental de su identidad.
La rápida importación de tecnología en Irán, por ejemplo, era también percibida por los iraníes como una humillación para un pueblo con una cultura tan antigua. Como no eran capaces de aprender la tecnología, se sentían avergonzados. Esa humillación provocó una reacción muy fuerte. Los iraníes casi destruyeron las fábricas de azúcar construidas por especialistas europeos debido a la enorme ira que sentían. Consideraban que, como extranjera, esa tecnología había sido incorporada para dominarles. El cambio fue tan rápido que no fueron capaces de aceptarlo. Las grandes masas iraníes que siguieron al ayatolá Jomeini pensaban que los grandes planes económicos del sha y sus consejeros occidentalizados no servían para conducirlos al paraíso. En consecuencia, se acentuaron aún más los valores antiguos. La gente se defendía escondiéndose en los viejos valores. Las viejas tradiciones y la antigua religión eran el único cobijo a su alcance.
Los movimientos emocionales y religiosos que contemplamos hoy día en todo el mundo islámico son sólo el comienzo. La revolución iraní abrió un nuevo periodo en los países del Tercer Mundo: el periodo de la descolonización cultural. Pero esta contrarrevolución no puede triunfar. No es creativa, sino defensiva. Sigue estando definida por aquello que niega. Conduce a la parálisis. Mientras tanto, EE UU sigue avanzando, en comparación, a la velocidad de la luz. Nada cambiará a no ser que las sociedades históricas aprendan a crear, a hacer una revolución de la mente, de la actitud, de la organización. Si no destruyen la historia, ésta les destruirá a ellos.

Ryszard Kapuscinski es periodista y escritor polaco. © New Perspectives Quarterly. Distribuido por Los Angeles Times Syndicate International. Domingo, 24 de febrero de 2002. © Diario El País

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De lo que se dice de Ruanda sólo es cierto su tragedia

Ryszard Kapuscinski

De todo cuanto oyen y leen los europeos sobre Ruanda, lo único que es rigurosamente cierto es la tragedia de su población. El resto está contaminado por una ignorancia casi total.

Para enderezar los entuertos hay que empezar por decir que el conflicto que azota al corazón geográfico de Africa no es étnico, racial ni tribal. Quienes definen a los hutus y tutsis como dos tribus, dos etnias enfrentadas, no saben lo que dicen. Los tutsis, que llegaron a Ruanda y a Burundi hace cientos de años, seguramente de algún lugar de la península Arábiga o de Etiopía, son, utilizando la terminología conocida en España, la «casta de hidalgos», los aristócratas, mientras que los hutus forman la casta de los pobres, de los campesinos.

Los tutsis eran, de siempre, los propietarios de grandes rebaños, mientras que los hutus eran labradores.
Se trata, pues, de una estructura social más similar a la de la India que a la que enfrenta a distintas etnias en diferentes partes del mundo; por ejemplo, en la ex Yugoslavia.

Los tutsis y los hutus, divididos en castas, convivieron, mal que bien, en Ruanda (y en Burundi) durante varios siglos, formando una sociedad bien organizada de tipo feudal. Los primeros síntomas de un conflicto enconado aparecieron en los años sesenta, cuando Africa, recién salida del colonialismo, conoció el comienzo de la gran explosión demográfica, que sigue siendo su talón de Aquiles.

La región de los Grandes Lagos es la parte de Africa más densamente poblada. Allí lo esencial es la tierra, y el conflicto entre los tutsis ganaderos y los hutus labradores es un conflicto por la tierra, porque de ella depende la subsistencia de la casta, y tanto más en una zona donde la superficie de la tierra de utilidad agrícola, dadas las condiciones climáticas que imperan en el trópico, con sus abundantes lluvias, se reduce incesantemente.

La explosión demográfica coincidió con la lucha de clases por la tierra y con la crisis, muy dramática, de las estructuras de los Estados africanos que nacieron de la lucha por la liberación nacional y la independencia del colonialismo. Hemos sido testigos del desmoronamiento de Estados como Somalia, Liberia y Chad; de la guerra civil que destruye sistemáticamente Angola y de la que, a lo largo de 30 años, ya ha dividido en dos partes a Sudán.
Esa crisis de las estructuras del Estado se manifestó también en el Africa de los Grandes Lagos, es decir, Ruanda, Burundi y la parte oriental de Zaire. Esa región de Africa, muy alejada de los centros civilizadores y del mar, «descubierta» para Europa apenas en el año 1899, sufre un subdesarrollo singular. Las sociedades que la habitan han conservado hasta hoy sus anacrónicas estructuras porque no tuvieron posibilidad alguna de evolucionar hacia la modernidad.
Los colonialistas –primero los alemanes y luego los belgas– siempre aprovecharon las divergencias existentes en Ruanda entre los tutsis y los hutus para gobernar con más facilidad. Incluso, cuando concedieron la independencia al país, siguieron tratando de ser los árbitros supremos y perpetuar así su dominación.

En 1985 los tutsis que se encontraban en Uganda se unieron a la oposición armada local y conquistaron el poder para el actual presidente Yoveri Museveni. Los tutsis ruandeses que combatieron en Uganda, forjados como experimentados militares en muchas batallas, llegaron a la conclusión de que había llegado el momento de iniciar la reconquista del poder, se llenaron de coraje y decidieron invadir Ruanda para conseguir al fin el tan añorado retorno a su país. La invasión de los tutsis exiliados en Uganda comenzó en 1990.
Su gran sueño era retornar a sus tierras. Fue así como declararon la guerra a un cacique terriblemente sanguinario, el entonces presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, de la casta hutu. Nada lo hubiese salvado de no haber sido por la ayuda que le prestó el Gobierno de Francia.

Es verdad que la intervención armada francesa a favor del régimen militar de Habyarimana no consiguió derrotar a los tutsis, pero sí logró contener su avance, y Ruanda quedó, en la práctica, partida en dos, una controlada por el Frente de Liberación de Ruanda, integrado por los refugiados y exiliados tutsis que, deseando volver a su país, habían entrado desde Uganda, y la otra controlada por el régimen de hutu Habyarimana.
A partir de entonces, los hutus, apoyados por los franceses que incluso adiestraron a escuadrones de la muerte, se prepararon para acabar de una vez por todas con los tutsis. El régimen hutu elaboró listas muy detalladas con los nombres y domicilios de las víctimas tutsis y esperaba con impaciencia el momento más oportuno para entrar en acción.

A principios de abril de 1994 fue abatido el avión en el que viajaba el presidente ruandés Habyarimana, y aquel suceso fue la tan esperaba señal para comenzar la indiscriminada matanza. Comenzó entonces un exterminio sistemático de los tutsis que duró tres meses enteros y que segó la vida, según se calcula, de varios cientos de miles de personas en lo que ha sido calificada por muchos como una de las mayores hecatombes de la segunda mitad del siglo XX.

Como se podía esperar, los tutsis no se quedaron con los brazos cruzados.

Las unidades armadas de los tutsis, que ya controlaban parte de Ruanda, iniciaron la ofensiva contra los hutus, los desalojaron de Kigali y conquistaron el poder. Conozco personalmente a Paul Kagame, viceprimer ministro del nuevo Gobierno tutsi ruandés y ministro de Defensa, y puedo asegurar que es un hombre bien preparado, joven y muy dinámico que puede jactarse de ser «el hombre fuerte» de las fuerzas que derrocaron al sanguinario régimen hutu.
Pero la conquista del poder no significó –porque no podía significar– el fin de los horrores en Ruanda. Los hutus vencidos se retiraron a Zaire. Lo hicieron cientos de miles de civiles, pero con ellos lo hizo también el Ejército hutu, derrotado pero no liquidado. Ese Ejército, hay que decirlo, se instaló en los campos de refugiados y vivió de la ayuda humanitaria internacional.

Todos nosotros, los ciudadanos de los países que pertenecen a la ONU, los hemos estado alimentando y manteniendo con nuestro dinero durante los últimos años. No sólo ni Zaire ni las organizaciones internacionales lo desarmaron, sino que contó con el apoyo de los caciques del antiguo Congo Belga, con los amos de sus provincias orientales. Zaire es hoy otro Estado africano que se desintegra en el que son los caciques locales quienes mandan y sus intereses los que priman.

Esos caciques, que podríamos definir como «los señores de la guerra» en la zona, amos de los diamantes y del narcotráfico, pensaron que, con ayuda del ejército hutu, podrían desalojar a los tutsi del poder en Ruanda e incluso en Burundi, y ampliar así sus dominios sometiendo a dos Estados aún independientes a un nuevo yugo colonial. Y esas aspiraciones fueron precisamente la causa de la guerra que se libra actualmente en la región.

Los caciques zaireños decidieron asestar el primer golpe a los tutsi que vivían desde hacía decenios en el Zaire oriental, y trataron de expulsar de sus dominios a decenas de miles de personas que no tenían a donde ir, porque habían abandonado Ruanda hacía muchos años. Los refugiados tutsi, en una reacción desesperada de autodefensa, empuñaron las armas y comenzó la guerra que ahora ensangrienta la región de los Grandes Lagos.

En el escenario de esa guerra tenemos a un Zaire que se descompone y en el que priman los intereses de los caciques locales, un Ejército hutu bien armado y adiestrado, también por los franceses, y deseoso de recuperar el poder para su casta, los refugiados tutsis de Zaire, que defienden su supervivencia, y los Ejércitos tutsi de Ruanda y Burundi que no están dispuestos a entregar sus países.

Un rasgo singular de la región es que todos esos protagonistas están muy bien armados, porque la oferta de armas ligeras es, en Africa, inmejorable. Hay armas de fabricación belga, francesa, árabe y, sobre todo, norteamericana. El único problema es tener dinero para comprarlas. Pero curiosamente, en Africa el dinero para armas nunca falta, incluso en los países más hambrientos.
Hoy tenemos en la región de los Grandes Lagos el conflicto político que se deriva de la desintegración de Zaire y de las aspiraciones de los caciques de sus provincias orientales a conseguir el dominio en Ruanda y Burundi con ayuda del Ejército hutu. Primero quieren invadir Ruanda y ocuparla, y luego Burundi, para ampliar así sus dominios. Se enfrentan a esas aspiraciones Ruanda y Burundi, que, valiéndose de las huestes armadas de refugiados tutsi que viven en el antiguo Congo Belga, tratan de acelerar la desintegración de Zaire y ampliar así su zona de influencia.

La tarea de los tutsi parece facilitada por el hecho de que Zaire es un país sin vías de comunicación, donde en la capital nadie sabe lo que ocurre en las provincias orientales. Desde el punto de vista humanitario, el conflicto de Ruanda es trágico a más no poder, porque mueren sin remedio miles de personas. Los fugitivos que no mueren ametrallados perecen, tarde o temprano, de hambre o por culpa de las muchas enfermedades que los atacan. Y no podemos olvidar que, aunque la guerra es un problema de los Ejércitos enfrentados, la víctima principal es la población civil.
Dicen las estadísticas que en la Primera Guerra Mundial sólo el 5% de las víctimas se produjo entre la población civil, mientras que en los conflictos africanos el 80% de las víctimas son civiles y, sobre todo, mujeres y niños.
En el aspecto internacional no parece que el conflicto de la región de los Grandes Lagos pueda ser un peligro real para la paz en el continente africano. Por el contrario, todo indica que será un conflicto muy largo, un conflicto que se apagará de vez en cuando para brotar nuevamente con intensidad, pero limitado sólo al área afectada ahora por la contienda.

Eso sí, no parece haber posibilidad alguna para poner fin al conflicto, aunque sí podrán producirse intentos para suavizarlos con compromisos, más o menos duraderos pero no definitivos. Y esa realidad parece ser aceptada por todos los protagonistas internacionales. Los Gobiernos de Africa carecen de dinero para poner en marcha una intervención eficaz, y tampoco dan señales de que les importe demasiado el problema. La ONU tampoco quiere empeñarse en el asunto, porque en general no hay países en el mundo dispuestos a enviar a sus hombres a morir fuera de sus fronteras. Por último, hay que subrayar que el mundo rico no se interesa por el mundo pobre.

El mundo rico tiene sus propias preocupaciones, como pueden ser el mantenimiento del alto nivel de consumo o la lucha contra el paro o el narcotráfico. De ahí que, en lo que concierne a la tragedia de la región de los Grandes Lagos, podamos esperar solamente soluciones parciales que en ningún caso resolverán el actual conflicto.

(*) Ryszard Kapuscinski es periodista, autor, entre otros libros, de “El emperador” y “La guerra del fútbol”.

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