"Nuestra vanidad nos hace exagerar la importancia de la vida humana; el individuo no es nada; la naturaleza se ocupa sólo de la especie". Aldous Huxley
Apuntes nómadas
Ryszard Kapuscinski
Uno
Viajar descubriendo, la lectura y la reflexión conforman, todo unido, mis textos. Estas tres profundas raíces de mi escritura son las que persigo simultáneamente. Aparte de eso, me ayudan dos elementos: la poesía y la fotografía.
La primera raíz es el viaje como descubrimiento, como exploración, como esfuerzo: viajar en busca de la verdad, no de distensión. Viajar significa para mí atención, paciencia para informarme, deseo de saber, de ver, de comprender y de acumular todo el conocimiento. Viajar así supone entrega y un trabajo duro.
La segunda raíz es una lectura amplia sobre el tema. Si uno desea conferir a su escritura una cualidad cubista, ha de enriquecerse. Incorporo citas para dejar que resuenen otras voces, invito a otros a hablar en mis textos. A veces uno cree haber hecho un descubrimiento. Al leer se constata a menudo que esa idea ya la tuvieron otros, de modo que uno intenta avanzar en otra dirección o ir más lejos para no resultar banal con la repetición.
La tercera raíz, en la que descansan las otras dos, es mi propia reflexión. Mediante mi experiencia como viajero y lector trato de dar un enfoque original, con nuevas imágenes, nuevas descripciones, nuevas reflexiones.
Si faltase alguno de estos tres componentes, mi prosa no funcionaría. Sólo los tres operando simultáneamente facilitan un proceso que no aspira a ser exhaustivo, pero sí una aproximación lo más certera posible. Pero incluso cuando no se alcanza la imagen real, sueño con ella y lucho por acercarme en lo que pueda a la verdad.
Me considero un detective de lo otro, de otras culturas, de otras formas de pensar, de comportarse. Soy un detective de una ‘otreidad’ concebida positivamente, con la que quiero tomar contacto para comprenderla. Se trata de cómo puedo describir la realidad de un modo nuevo y adecuado. A veces se denomina esta escritura como no ficción. Yo diría que se trata de una escritura creativa no-ficcional. Para ello resultan importantes la fuerza creativa y la presencia personal. A veces me preguntan cómo es el héroe de mis libros: "Yo soy el héroe, pues estos libros tratan de una persona que viaja, mira, lee, piensa, y que escribe sobre todo ello".
Dos
Yo no soy esencialmente poeta, pero utilizo la poesía como ejercicio lingüístico; la poesía es irrenunciable para mí. Requiere una concentración lingüística extrema, y eso beneficia a la prosa. Mi prosa ha de tener música, y la poesía es ritmo. Cuando me pongo a escribir, tengo que encontrar un ritmo. En cuanto he encontrado el ritmo de la frase todo fluye. El ritmo le lleva a uno como un río, se nada en movimientos rítmicos. El ritmo lo encuentro mediante la intuición. Si no doy con la cualidad rítmica de una frase, la omito. La frase ha de encontrar primero un ritmo interior, luego la página y finalmente todo el párrafo. Así confiero a la prosa una dimensión poética. La poesía tiene una gran densidad, por lo que la prosa poética no puede abarcar demasiadas páginas.
Normalmente trato de encontrar frases breves, pues generan ritmo y movimiento. Son más rápidas y dan claridad a la prosa. Cuando escribí Imperio, constaté que si quería ofrecer una descripción más acertada necesitaba frases más largas. De pronto el estilo de mi escritura se transformó por completo. Se debía a la amplitud del asunto, que no puede abarcarse con frases breves. El estilo ha de ajustarse al objeto. Una descripción de la interminable amplitud del paisaje ruso requiere frases largas.
Además de la relación entre asunto y estilo, está la que liga al tema y el material lingüístico. Cuando escribí Rey de reyes, quería describir un poder autoritario. La mirada autoritaria de un poder autoritario tiene algo de anacrónico. Para expresar lo trasnochado del objeto debía despertar la impresión de algo superado, infinitamente envejecido. Mi crítica de la estructura autoritaria del poder se expresaba por medio de esta revelación de su extemporaneidad. También se trataba de revelar lo anacrónico de nuestro sistema autoritario en Europa del Este. De modo que leí cuidadosamente la vieja literatura polaca feudal de los siglos XVI, XVII y XVIII. Encontré maravillosas palabras olvidadas muy expresivas y llenas de matices, y con todo ello elaboré un vocabulario particular.
El idioma español se caracteriza por una riqueza barroca, una especie de efecto rococó, colorida y cuajada de florituras, de juguetona imaginación y una fantasía inconmensurable. La prosa de mi pieza sobre "La guerra del fútbol" entre El Salvador y Honduras no es, por ello, sencilla, y es poco transparente precisamente por recoger esas tradiciones hispánicas.
En África, el material lingüístico ha de poder describir cualidades tropicales. La literatura africana contemporánea no se escribe en las lenguas autóctonas, sino en francés o en inglés. Eso impide que se establezca un vínculo profundo con las lenguas tradicionales. Lo que uno puede apropiarse procede de los poetas nacionales de más edad. La poesía africana tradicional es ritmo, sencillez, repetición. A veces se repite una frase una y otra vez, y de esa repetición surge un efecto musical: la música, en el África tradicional, es fundamentalmente tambores, tambores que hablan. Sólo unos pocos escritores europeos han tratado de describir el ambiente y el clima de la espesa selva tropical. Probablemente sea Joseph Conrad quien más se haya aproximado a su esencia. La experiencia de los trópicos tuvo una enorme influencia en su prosa. Eso hace que aparezcan las repeticiones, los ritos, los misterios, algo surrealista, algo que lo rodea a uno sin que sea posible penetrar en el corazón de esa oscuridad. La lengua polaca no conoce esa tradición tropical y ha de vérselas con esa ausencia
Siempre que se refiera a culturas foráneas, cada asunto requiere un cambio de estilo. Cualquier otra forma descriptiva resultaría artificial. Hay que dar la impresión de que se escribe desde el interior de ese clima particular, de esa cultura o situación.
Hay que crear una atmósfera en el interior de la prosa. No es posible describir el hielo siberiano de la misma manera que el ardor del desierto. En el Sahara sólo hay vida por la mañana y al atardecer. Durante el día, sus habitantes están paralizados por ese calor espantoso. Permanecen tumbados, esperando a que pase el día. Hay que describir esa lentitud, la parálisis, el paisaje totalmente muerto, la calma absoluta del calor tropical, el silencio del día tropical. La prosa ha de reproducir el vacío de esas horas. En el frío siberiano en cambio se libra un combate perpetuo con la nieve. Cuando se avanza por una capa de nieve muy alta, a menudo se siente uno perdido. Surge la sensación de sentirse amenazado por el entorno. El entorno es un enemigo. Hace un frío helador, y el frío es el enemigo. La naturaleza no es pasiva sino una fuerza activa que hay que combatir a cada instante. No hay referencias, y uno sabe que si sigue perdido más de dos horas, morirá. Se experimenta una tensión constante. Un miedo inconsciente. La buena prosa ha de reproducir ese estado de tensión y la presión de esa naturaleza agresiva y peligrosa.
Tres
Cuando recopilo material para un libro, me concentro en lo que podrían decir las personas. La mayor parte de las veces encuentro a mis héroes por casualidad, pero lo importante es su forma de expresarse, su mundo, su mirada, no los míos. Yo trato de permanecer en la sombra. Se trata de sus pensamientos, de sus visiones y reflexiones.
La fotografía se dirige hacia un aspecto muy distinto del hombre. Se observa su rostro, su comportamiento, su humor, su apariencia externa. Se trata de experiencias muy distintas. La fotografía se dirige hacia la materialidad de las cosas. La cámara es un instrumento de penetración, de concentración, de búsqueda de realidad y vida. Se descubren cosas imposibles de captar sin un objetivo. Cuando se fotografían paisajes, se trata de ciertos detalles de la arquitectura, de la luz, de las sombras, que nos permiten acercarnos a otras dimensiones de la realidad. Esa minuciosa observación de los detalles a veces resulta muy útil al que escribe. Cuanto más se aproxima uno al detalle, más cerca se está de la realidad. El objetivo de la cámara opera como un dispositivo selectivo, no puede recogerlo todo. Hay que elegir una parte del paisaje, aislar la parte elegida del resto. La cámara fotográfica ha de concentrarse en determinados rostros, no en una masa indeterminada; uno mira pormenorizadamente, no en abstracto. Así, se vuelve uno más observador frente a la diversidad de la expresión humana. La fotografía es una excelente escuela que te enseña a trabajar con detalles.
Una fotografía exige la decisión sobre lo que en último término ha de ser mostrado. Esa inquisición sobre el marco de una realidad también se efectúa al escribir. Cuando describo algo, lo contemplo como si fuera una fotografía. La fotografía es siempre el retrato de un momento determinado que se convierte en objeto callado. Lo que a mí me interesa es conferir más tarde movimiento a este retrato. Utilicé esa técnica en "Sha o la desmesura del poder". Pongo la fotografía en acción, la traslado al presente.
Una aproximación cubista significa conferir a las cosas complejidad, profundidad y efectos plásticos. No se trata de describir un rostro en sus aspectos realistas, más simples, sino de indagar en la forma de un rostro, en sus líneas, y desde diversas perspectivas, de subrayar la cambiante luz que irradia y que se refleja en él. Se trata de atrapar la riqueza de la realidad. Un retrato fotográfico no tiene nada de mecánico, sino que surge como un combate por la complejidad, la plasticidad, la riqueza del objeto. Lo mismo ocurre con la escritura.
Una prosa sencilla, clara, poderosa, presupone convicción y seguridad en sí mismo por parte del autor. Esta sensación surge cuando uno se convierte en testigo de un acontecimiento. Cuando tengo que escribir algo con lo que jamás he estado en contacto directo, me siento inseguro. Más de una vez me han pedido un retrato de Bokassa, el presidente de África Central, y siempre me he negado porque nunca le he visto de cerca. No puedo forjarme una imagen certera de una persona si no la he podido ver al menos cinco segundos. Schopenhauer ha escrito algo sobre los primeros segundos del encuentro entre dos personas, decisivos para la formación de una imagen del otro. Uno conoce a alguien, y en seguida se crea una sensación positiva, negativa, o indiferente.
Hace veinte años viví durante un período prolongado en África Occidental, pero no me atrevería a escribir sobre ello hoy, habiendo pasado tanto tiempo. Tengo que refrescar mis recuerdos, volver a tomar el tren que lleva a Banakro, en Senegal, recorrer de nuevo el Níger y leer más cosas sobre la historia de Nigeria. Enfrentarme a la existencia física de algo es esencial para mí.
Antes de Imperio, los conocimientos que poseía sobre la Unión Soviética habrían bastado para redactar desde mi escritorio un libro sobre ese imperio en descomposición. Pero psicológicamente no habría estado en situación de hacerlo de no haber podido recorrer 60.000 kilómetros de Rusia, y en condiciones tan adversas que varias veces estuve a punto de renunciar a mi empresa. Me decía: "No soy lo bastante fuerte, hace demasiado frío, no hay nada para comer, no hay posibilidades de viajar, ni alojamiento". Naturalmente, llevaba algo de dinero, ¿pero qué significa el dinero en el paraje siberiano, donde no hay nada que comprar? Sufrí terriblemente. Tuve que obligarme a proseguir el viaje para poder comprender más. Viajar te hace cobrar seguridad.
Cuatro
Ya en el viaje se desarrolla el esquema básico de la trama. Mi memoria es muy fiable cuando se trata de datos importantes. Consignarlo más tarde es un proceso de selección y de creación de sencillez. La prosa bella, clara, requiere rigor, una selección exigente. La prosa es una forma tan transparente de literatura que el lector reconoce de inmediato dónde el autor se sentía inseguro y no ha sabido organizar el material. La sencillez crea una transparencia suma, por eso resulta complicado escribir con sencillez. Uno no puede engañar o hacer trampa. Mi sencillez se basa en una escuela clásica: la de Pascal, Stendhal, Flaubert, o la de la Biblia con sus frases claras y poderosas. Amo la prosa de Chéjov. En una ocasión quiso escribir un relato sobre una experiencia en el mar y buscó desesperadamente una definición del mar. Finalmente leyó en un trabajo sobre Homero de una alumna una frase de éste que decía: "El mar es monstruoso". Chéjov pensó: "Aquí está todo lo que puede decirse sobre el mar". Comenzar un libro con buen pie significa para mí una frase descriptiva simple. "Vivir otro día", mi reportaje sobre Angola, comienza con la sencillísima expresión: "Estuve viviendo tres meses en Luanda, en el Hotel Tívoli". No es posible eliminar aquí ninguna palabra, por eso la considero una frase modélica. Las frases deberían ser simples y la composición, polifónica.
Otra escuela de sencillez fue para mí la agencia de noticias. Como reportero de agencia uno se ve obligado a ser breve. He sido corresponsal en África para una agencia de noticias polaca muy pobre. Para describir el golpe de Estado de Nigeria en 1964 contaba con exactamente 100 dólares. Un télex costaba 50 centavos por palabra. De modo que sólo disponía de 200 palabras –eso equivale a una página–, para describir un acontecimiento de semejante complejidad. Debía ser extremadamente ahorrativo y, así, no pude caer en la tentación del barroquismo.
Mi objetivo es transmitir una sensación y hacer llegar la experiencia de una situación. No me detengo a reflexionar sobre principios constructivos poetológicos, por ejemplo según el lema: esta parte será un drama, la próxima poesía, la tercera un ensayo y la cuarta un reportaje. Escribir constituye para mí un proceso de aproximación cautelosa. Es evidente que no puedo ofrecer una descripción exhaustiva, y eso precisamente me permite desbaratar los límites tradicionales del género literario. Tengo que transgredir las normas de género heredadas para hacer justicia a la realidad y escribir de un modo enteramente nuevo.
Mi capacidad de idear no es de tipo abstracto, se asienta sobre experiencias personales. Sé por experiencia cómo hablan determinadas personas. Muchas de las descripciones de mis libros resultan de observaciones realizadas en situaciones comparables, que traspongo a fin de describir una determinada escena. En la base de tal procedimiento está la certeza, y la similitud de las situaciones no constituye para mí un requisito necesario. Mi escritura no se apoya en la libre imaginación, y la única manipulación consiste en la composición de la estructura, en la ligazón de diversas situaciones típicas y verdaderas para llegar a una afirmación condensada. Ulises vive de la enorme capacidad inventiva de James Joyce. Yo necesito complejidad y, al seleccionar a partir de material objetivo, lo transformo y lo compongo de nuevo.
La escritura de agencia es rápida, pero superficial. Tiende a dibujar el mundo sirviéndose de extremos, en blanco y negro, bueno y malo, revolucionario o reaccionario. La brevedad se antepone a todo, y esto tiene por consecuencia la simplificación. La compleja riqueza de la vida se pierde en ese lenguaje con el que condensamos las noticias. Después de tener que producir durante años caricaturas de mis percepciones, descubrí que se me habían arrebatado paisajes temáticos enteros de una escritura verdaderamente responsable. ¿Qué es un hecho? Por lo general, consideramos que se trata de un estado de cosas político, económico o histórico. ¿Pero, acaso el clima, los sentimientos y afectos, el ambiente que reina en una sociedad no son también realidades? ¿Dónde quedan estos hechos en el mundo de las noticias? Un incentivo importante fue la escuela francesa de historiografía Annales, que ha transformado la definición de aquello que hay que contemplar como un hecho histórico. La historia se ha entendido tradicionalmente como la historia política de reyes, gobiernos, instituciones o guerras. La escuela Annales empezó a investigar el papel que desempeñan el clima, las sequías, las mentalidades. Las obras de Marc Bloch, Fernand Braudel o Georges Duby me resultaron muy instructivas. Y así empecé a escribir de otra forma. Cada uno de mis libros se convirtió prácticamente en una segunda versión de lo referido por cable, de las llamadas ‘noticias puras y duras’. Los libros cuentan la historia que se escondía detrás.
Cinco
Simplificando mucho, hoy la situación que atraviesa la literatura se me aparece así: por una parte tenemos la literatura de ficción, que cada vez se concentra más en la vida interior, en la psique del individuo. El punto de partida es siempre la persona aislada. Hoy domina el interés por la vida interior y sus relaciones con la de los otros, y con estas relaciones se suele designar en nuestra tradición las relaciones con otros seres cercados, con la esposa, el vecino, amantes y amigos. En el polo opuesto del espectro literario tenemos las noticias: informes duros, breves, simples. ¿Hay un punto intermedio? Entre uno y otro hay un considerable vacío, sobre e que yo decidí trabajar. Para poder describir el clima o el ambiente, los sentimientos y afectos de los seres humanos hay que servirse de los logros de la literatura de ficción. Y, sin embargo, las noticias hablan de lo más importante: la creación de la historia.
La capacidad de retentiva del hombre es cada vez más escasa. Hoy asistimos a la desaparición de la conciencia histórica. La historia se sustituye por el ‘collage’. Las generaciones en proceso de maduración apenas saben lo que ocurrió hace veinte años. Esto es un fenómeno enteramente nuevo. Esa ruptura con el pasado sugiere la pregunta de cómo escribir con este trasfondo para que al día siguiente no se convierta en papel de desecho. A principios de diciembre de 1991, mientras escribía "Imperio", tuve que viajar a Nueva York para investigar. En los escaparates de las librerías descubrí una cantidad ingente de títulos nuevos sobre si la política de Gorbachov sería capaz, y cómo, de garantizar la pervivencia de la Unión Soviética. Su fecha de aparición se transformó en la fecha de su declive. ¿Cómo evitar que la propia escritura se vuelva obsoleta tan rápidamente? Mi respuesta a esta cuestión es la 'ensayificación' de mi prosa. Thomas Mann, y sobre todo sus novelas "La montaña mágica" y "Doctor Fausto", fueron para mí decisivos en este sentido.
Hoy la imagen la ocupa el televisor, y así seguirá siendo. Si queremos utilizar en la prosa la descripción de una imagen, dicha descripción sólo será eficaz si la imagen se convierte en punto de partida de una reflexión. En mis reportajes utilizo exclusivamente aquellas imágenes que ofrecen un trasfondo de reflexión. La televisión ofrece incesantemente imágenes del mundo, pero es incapaz de acompañarlas de reflexión. La solución sólo puede radicar en esta vinculación de imagen y reflexión. Uno ve una determinada imagen y trata de explicar lo que no muestra y, al tiempo, esa imagen es la única clave de dicha reflexión.
Hoy el autor escribe después de haber leído infinidad de libros, de haber absorbido una infinidad de opiniones distintas y de meditar sobre las cuestiones más diversas desde múltiples perspectivas. La distinción entre lo que es cosecha propia y lo que se absorbe de fuera resulta cada vez más difícil. Y, así, cada vez somos más compositores o arquitectos. Nuestra visión del mundo adquiere involuntariamente rasgos cubistas. Inconscientemente, participamos de un proceso creativo colectivo. Resulta prácticamente imposible saber quién escribe a partir de un yo auténtico. Ese yo auténtico ya no existe, ese yo femenino, masculino, o neutro, ha dejado, en rigor, de existir. La cuestión del talento y la individualidad se reduce cada vez más a una cuestión de selección, aprovechamiento, traslación de material, y de cómo dotarlo de rasgos individuales.
Seis
Todavía hoy me dejo fascinar por mis descubrimientos. Soy una persona curiosa. Cada vez que descubro algo nuevo, trato de entender cómo está hecho y cómo funciona. En el instante en que uno se convierte en testigo de un suceso, piensa: "¡Fabuloso! ¡Qué importante es esto!", y anota cada detalle. Tres meses después se constata que la mayor parte de estos hallazgos no era tan relevantes. De todo ello no queda más que la calidad de la observación y, aún más importante, la calidad de la reflexión. Se requiere una selección, y la valoración que distingue lo importante de lo que no lo es resulta decisiva. Se trata de escribir tan poco como sea posible, de seleccionar cuidadosamente, de descartar, cortar, reducir, tirar, y conservar una de cien observaciones. Ese proceso carece en mi caso de reglas; la intuición y mis conocimientos son los únicos criterios a los que me atengo. A menudo la evaluación y la renuncia constituyen una auténtica tortura psicológica.
Empecé a leer muy tarde debido a la guerra. Entonces, los grandes historiadores como Gibbon, Mommsen, Ranke, Michelet, Burckhardt, o Toynbee se convirtieron en figuras muy importantes. Y a ello se añade la filosofía, mi pasión. Me siento muy próximo al existencialismo. Más adelante dos tipos de escritores cobraron importancia para mí. Por una parte la tradición romántica de Hemingway y Saint-Exupéry, Chéjov y Conrad. Por otra, autores como Thomas Mann o Marcel Proust, que se acercan a esa frontera en la que resulta difícil distinguir entre filosofía y prosa de ficción. "Cool memories", o "America", de Jean Baudrillard, carecen prácticamente de trama, sólo son reflexión. En mi opinión, Baudrillard es uno de los autores contemporáneos más relevantes. No hace falta hablar de los méritos de autores como Bruce Chatwin, V.S. Naipaul, o Paul Theroux, pero no me influyeron excesivamente. Yo sigo mi propio camino.
La identificación constituye un requisito fundamental de mi trabajo. Tengo que vivir con los seres de los que escribo, comer o pasar hambre con ellos. Quiero convertirme en parte del mundo que describo, tengo que sumergirme en él y olvidar otras realidades. Cuando estoy en África no escribo cartas ni telefoneo a mi casa. El resto del mundo desaparece. De otro modo me quedaría al margen. Necesito tener la ilusión, al menos durante un tiempo, de que el mundo que experimento es el único que existe. Eso a veces supera la ilusión. En alguna ocasión estuve seguro de estar viviendo mi último mundo y de que de ahí iría directamente al otro.
No puedo hablar de la muerte en el frente desde un confortable hotel lejos del frente. No puedo saber qué significa estar sitiado, en qué condiciones se lucha, qué armas, qué ropas visten los soldados, qué comen, qué sienten. Hay que entender la dignidad de otros seres humanos, aceptarlos, y compartir sus miserias. Pero eso tampoco basta, sólo poner en juego la propia vida. Lo más importante es el respeto a los seres sobre los que se escribe.
A menudo informo sobre el frente, pero lo que me fascina no es el frente en sí. Me fascina el proceso a través del que se hace la historia. La historia la hacen seres humanos que ni siquiera sospechan cómo ocurre esto y que se convierten en víctimas de esa cruel diosa llamada "historia". A menudo luchan sin saber por qué, pero así se hace la historia casi siempre en nuestro siglo. La historia nace -desgraciadamente- incluso hoy en medio de la sangre, en la lucha, en la batalla. Y sólo se puede dar testimonio de ello ocupando los puestos de lucha.
Es posible que esta disposición mía a asumir riesgos esté influida por cierta ingenuidad infantil. En una ocasión volé hasta Nagorny-Karabach escondido en un avión ruso, disfrazado de piloto. En realidad, estaba seguro de que los militares me descubrirían. Se trata de una misión casi imposible. Si me hubieran descubierto, me habrían acusado de "intento de secuestro aéreo", y la ley rusa prevé la pena de muerte para este delito, que considera capital. Probablemente no habrían llegado a condenarme a muerte, pero es seguro que habría terminado en la cárcel. Finalmente, la cosa salió bien, y yo experimenté el placer del que se dice: "¡Otra vez lo he conseguido!". Ese es el juego.
Cuando un libro tiene éxito, uno siente una satisfacción similar. También "Imperio" constituía un gran riesgo. Me dije: "O escribo un libro extraordinariamente bueno, o será un desastre que acabará conmigo". Era luchar por mi vida. Siento un profundo deseo de experimentar un ambiente de extrema tensión. Cuando no es así, me sobreviene el sopor y soy incapaz de ser creativo. Mis libros surgen en el radio de la actividad.
Siete
En 1954, tras cursar estudios de historia, quise establecer contacto con la historia de un modo menos académico. Quería saber cómo se hace la historia, qué supone el surgimiento de la historia. Tuve la suerte de que hacia mediados de nuestro siglo el Tercer Mundo despertó. Se trataba de un fenómeno histórico totalmente inusitado. El siglo XX no sólo era único en su experiencia del totalitarismo, sino también por haber asistido al nacimiento del Tercer Mundo. Si comparamos un mapa político mundial de la primera mitad del siglo con otro de la segunda, veremos dos mundos muy distintos. Pues la primera mitad está estructurada jerárquicamente. El planeta está dominado por un puñado de estados independientes, el resto del mundo tiene el estatus de colonia, pseudocolonia y dominio. Todo forma parte de esta estructura controlada por Europa Occidental y por los EE.UU. Hoy contemplamos un mundo totalmente distinto. Reconocemos casi 200 estados independientes, observamos un mapa sin colonias, pseudocolonias o protectorados. No estoy hablando de la situación material o real; formal y legalmente, nuestro mundo es un mundo independiente. Yo tuve la suerte de poder seguir de cerca este fenómeno como periodista, viajero e historiador. A eso me refiero cuando hablo de la "creación de la historia".
Por lo general relacionamos el siglo XX con el surgimiento de la sociedad de masas. Las masas irrumpieron en el terreno histórico, y su mera aparición influyó enormemente en la historia. La experiencia totalitaria es un producto de la sociedad de masas. Cuando hablamos de sociedad de masas, nos imaginamos en primer lugar a los países desarrollados de Europa y los Estados Unidos de América. Pero esa imagen sólo vale para la primera mitad del siglo. Más tarde hubo una segunda evolución, que condujo a la sociedad de masas mundial. La descolonización del Tercer Mundo provocó un fenómeno único en la historia de la humanidad: la sociedad de masas instaurada a escala mundial.
El nacimiento del Tercer Mundo independiente fue muy rápido. Sólo en 1962 surgieron en África 17 estados independientes. El movimiento independentista, denominado en kisuahili ‘uhuru’, está estrechamente ligado a un segundo movimiento de masas: el del desplazamiento del campo a la ciudad. Dicho vínculo está relacionado con un fenómeno burocrático y otro de índole cultural. En la mayor parte de las primeras colonias, el acceso a la ciudad se restringía por procedimientos administrativos. Antes de la independencia, si alguien quería establecerse en la ciudad debía solicitar un permiso. Podía resultar muy peligroso viajar por Sudáfrica sin pasaporte. El mismo sistema imperaba en la Unión Soviética. Ser miembro de un koljós equivalía a disponer de un pasaporte. Sin pasaporte no cabía pensar en cambiar de residencia y, así, se seguía encadenado al koljós. En casi todas las colonias ocurría lo mismo, aunque no siempre fuera tan extremo, pero sin un permiso nadie obtenía trabajo y la estructura burocrática limitaba la movilidad de todos. La independencia quebró estas limitaciones impuestas por la administración colonial. Los hombres esperaban de la independencia una mejora inmediata de su nivel de vida y creyeron que ésta sólo era factible en las ciudades. Y en cierto modo es cierto.
Quien viaje hoy por África podrá ver la diferencia con sus propios ojos. Cuando llega la noche en el campo, la oscuridad es total; los que viven allí no tienen dinero para alumbrarse. Tampoco hay madera, pues ya han roturado todos los bosques. De modo que incluso cocinar se ha convertido en un problema. Tienen que dormir, porque no pueden hacer otra cosa. En una pequeña ciudad, en cambio, ya se ven algunas farolas, hay algo de electricidad. Esto se traduce en una mayor calidad de vida. Así ocurre en todo África. En los pueblos no hay calles. Y en verano resulta soportable, pero en época de lluvias es terrible. La gente está siempre mojada y chapotea en el fango. Sufren de reumatismo y otras enfermedades. Incluso en las regiones tropicales, donde hace calor durante la época de lluvias, se ven atenazados por las enfermedades y la incomodidad que ello supone. En cambio en las ciudades se han asfaltado algunas calles y se ven aceras. Esto supone una diferencia abismal, a la que los europeos no suelen prestar la menor atención. Pero para las personas que proceden de estas regiones miserables y apartadas, la vida en la ciudad constituye por sí misma un progreso. En la ciudad, además, es más fácil encontrar trabajo y conseguir alimentos y otros objetos necesarios para la subsistencia. La población africana ha vivido, además de su explosión demográfica, la transformación que supone pasar de una estructura campesina a una urbano-campesina.
Ocho
Es sorprendente que en medio de los parajes más hermosos sobrevengan los sucesos más crueles. Ruanda es un país de ensueño, y precisamente allí se produjeron esas terribles matanzas. Este fenómeno de la crueldad demuestra lo poco que tiene que ver un hecho así con la naturaleza. La naturaleza es maravillosa, pero las acciones de los hombres ofrecen un contraste absoluto con esta cualidad. Cuando uno vive allí, olvida la contemplación estética de la naturaleza, absorbido como está por la supervivencia. Uno olvida la naturaleza, se concentra en otros hombres, pues de ellos surge la amenaza. Los africanos permanecen en parte ligados a las tradiciones heredadas, están unidos a la naturaleza puesto que veneran piedras, rezan al sol y sacrifican plantas, animales y árboles. Su naturaleza está plagada de dioses, buenos y malos. Pero esta relación con la naturaleza se difumina cada vez más. Los africanos que se trasladan a las ciudades tienen que arreglárselas en un entorno desconocido, lejos de la naturaleza. Por una parte siguen ligados a un pasado rural, pero por otra han de adaptarse a la vida urbana. De este conflicto surgen grandes tensiones y crisis psicológicas.
En la Unión Soviética puede observarse otro fenómeno; gentes que vivían en el pueblo y se han trasladado a la ciudad, que son incapaces de adaptarse a las costumbres urbanas. Dejaron –y con ello me refiero a la gran mayoría de los habitantes de las ciudades rusas– de ser campesinos, pero no adquirieron una cultura urbana. El vacío cultural, la falta de identidad cultural los caracteriza. Las ciudades están sucias y descuidadas, las casas son pobres y están llenas de objetos kitsch. El kitsch se ha convertido en norma cultural. En términos generales, la ciudad rusa es una mezcla de estética kitsch, pobreza material y sequía cultural.
El nacimiento del Tercer Mundo creó las condiciones que facilitarán posibles progresos en el futuro. He estado, y aún estoy, fascinado por los seres del Tercer Mundo que han creado su propio Estado y su propia nación a costa de terribles luchas. Es el tema de mi vida. Probablemente se deba a mi procedencia de un rincón muy pobre de Europa. Cuando cumplí siete años, había guerra. Viví mucha violencia, pero sufrí mucho más a causa de la pobreza y el hambre. Era una situación desesperada, no había nada. En el invierno de mis diez años –y el invierno es frío en Polonia–, no tenía zapatos. Mis padres no me los podían comprar, no tenían dinero. Yo corría desesperado de un lado a otro, hasta que por fin un vecino que fabricaba jabón ilegalmente me ofreció generoso: "Ven, te doy crédito, intenta venderme el jabón". Un pedazo de jabón costaba un sloty, y un par de zapatos 400; nada de zapatos de cuero, sino zapatos con suelas de madera, no había otros. De modo que tenía que vender 400 trozos de jabón, pero las gentes eran pobres y casi nadie podía permitirse comprar jabón. Tenía hambre, lloraba y les contaba a todos mi historia, luché y luché, y tardé muchísimo en reunir los 400 sloty. Pertenezco a esa clase de personas que no se criaron en un ‘cuarto de juegos’. James Joyce escribía cartas admirables a los doce años; a esa misma edad yo corría descalzo y medio desnudo detrás de las vacas, y no había leído ningún libro. Quizá sea por eso por lo que me llevo mejor con los que no tienen nada que comer y no dejan de soñar con poseer algo, y que se sienten felices por tener cualquier cosa.
Me identifico con las mayorías silenciosas, con los seres pobres, marginados, que carecen de cualquier posibilidad de mejora real, y que, sin embargo, siguen viviendo. Su lucha me atañe, comparto sus sueños y sentimientos.
Los hombres y mujeres del Tercer Mundo, los soldados de los movimientos guerrilleros que llego a conocer suelen ser personas muy sencillas, y distintos entre sí. Uno conoce a buenos y a malos, listos y tontos. El tipo medio –casi siempre niños– tiene buenas intenciones y suele actuar ignorando por completo las reglas del juego de las grandes potencias enfrentadas. Trato de contar algo sobre estos seres, y no sólo en situaciones de guerra. La mayoría de nuestro planeta calla. No sabemos nada de esa mayoría silenciosa, pero habría que intentar escribir su historia. Mis escritos son escritos de partisano, pero trato de ser objetivo en ellos.
Nueve
En nuestro mundo, en general, pero sobre todo en las sociedades infradesarrolladas, la política lo impregna todo. Cala e influye todos los ámbitos vitales elementales y determina el destino de cada individuo. La política constituye un factor extremadamente poderoso y gracias a la difusión por los medios de comunicación opera en todos los rincones del mundo. El 90% de todas las noticias giran en torno a los actores del teatro político en cartel, los héroes de la clase política: presidentes, ministros, parlamentarios, generales, líderes, activistas, populistas. Hoy no se puede escribir ni reflexionar sobre la situación global ignorando la enorme importancia que reviste la política.
Normalmente consideramos el poder como un fenómeno político, como poder del gobierno, de la burocracia, de los militares. Sabemos que estamos incluidos en el juego del poder, pero no somos conscientes de la medida en que el poder constituye un fenómeno particular de la existencia humana. En este sentido es omnipotente.
Más allá de esta situación general está el poder político, que a su vez goza de una primacía mayor de lo que queremos admitir: ha ido afianzándose en cada nueva etapa del avance tecnológico. Los medios de comunicación electrónicos reforzaron su influencia en nuestra experiencia cotidiana, a pesar de que la electrónica pueda llegar también a convertirse en una fuerza contrapuesta al poder. Si observamos lo que ha ocurrido en los últimos veinte años, veremos que los combates más sangrientos se debieron en muchas ocasiones a la lucha por el control de los medios de comunicación de masas. En la revolución rumana de 1989, en Lituania, en Tayikistán, en el golpe de Moscú se luchaba por la televisión, signo de que el poder se ha desplazado desde sus centros políticos tradicionales hasta las emisoras.
Si queremos representarnos el mundo actual, debemos situar en un plano central el problema del poder. Las personas casi no son ya conscientes de en qué medida están incluidos en la política. Muchos no quiere admitirlo y dicen: "La política no me interesa. No me gusta, odio a esos políticos...". El común de las personas cree que será menos independiente si se ven incluidas en el acontecer político; que serán un peón en un tablero de ajedrez, una marioneta, una minucia manipulable. En los sistemas autoritarios, la política se convierte en un asunto muy peligroso. En las sociedades totalitarias, la política era privilegio o monopolio de la nomenklatura. La actividad política estaba vedada para el resto. Cuando yo participaba en una reunión y preguntaba más tarde a los que habían intervenido: "¿Por qué ha planteado usted esa pregunta política? ¿Qué es lo que le interesa de la política?" Casi siempre recibía la respuesta: "No me interesa en absoluto". Estas gentes llegaron a ser apolíticas por precaución, por miedo a ser castigados por su interés político, y prefirieron una vida tranquila al peligroso mundo de la lucha política. Mi escritura insiste en decir: "No hay vida social fuera del ámbito político".
Diez
Seguramente los factores emocionales son cruciales para el estallido de una revuelta o de una revolución; se trata de la sensación que tienen los humanos de verse humillados y maltratados. Se convierte en la gota que colma el vaso. La sensación preponderante en una revolución es esa sensación que lleva a exclamar: "¡Basta ya!". Las sociedades son enormemente pacientes, son estables y pueden esperar. Las sociedades son cuerpos pesados. Tienden a conservar su statu quo sin mostrar ninguna voluntad de cambio. Se mueven lentamente y con grandes dificultades. Sólo tras un largo período de aceptación del padecimiento llega el momento decisivo, altamente irracional, donde esta sociedad dice "¡basta!".
La emoción positiva más importante en una revolución es la esperanza. Desgraciadamente en estos casos se trata siempre de una especie de ingenua esperanza de que todo cambiará para mejor. La revolución estalla cuando las gentes dicen: "no queremos esperar más, ni un día, ni una hora. "¡Ya está bien!". De pronto creen que la situación puede modificarse por arte de magia, repentinamente, sin solución de continuidad, dar un giro de 180 grados. Esperan resultados directos y absolutos. Naturalmente, esta mejora inmediata jamás se produce. Y, así, toda fase revolucionaria concluye con la desilusión. Siempre tenemos la sucesión lógica de un período de paciencia muy prolongado, un estallido revolucionario, grandes e imperiosas expectativas, poco realistas, ingenuas y con un alto contenido emocional, que no pueden ser satisfechas. Y a ello le sigue la decepción.
Cuando los seres humanos se reúnen, perciben su fuerza. No hay ninguna explicación racional para el hecho de que en determinados momentos puedan llegar a reunirse un millón de personas en una plaza sin haber sido convocadas. Esta espontaneidad resulta muy interesante: un día cualquiera, un millón de seres humanos se congregan en lugar. ¿Por qué? Incluso si esto hubiera sido organizado de algún modo, en muchos casos este esfuerzo de planificación durante años no ha producido ningún efecto. En Francia se convocó a la revolución durante años, pero sólo funcionó en 1789, y fue entonces cuando estalló la Revolución Francesa.
Se trata de tomar conciencia del misterio, incluso diría que de la metafísica del momento crucial del estallido revolucionario. En una sociedad convulsionada por las crisis se dan todas las condiciones previas para un cambio. La mayoría de las sociedades del mundo contemporáneo se encuentran en una crisis permanente. Teóricamente se cumplen todos los requisitos de un alzamiento revolucionario, pero éste no se da. Las revoluciones ocurren raramente. ¿Qué falta para que se produzca una revolución? Esta s la pregunta que no encuentra respuesta. Una crisis social puede prolongarse durante años y años, y luego, de pronto, en ese enero particular, en ese lunes en concreto, estalla. ¿Por qué no el martes? ¿Por qué no el mes anterior?
En el marco de la lógica general de la evolución histórica me han llamado la atención ciertos elementos que no pueden ser explicados racionalmente o considerados necesarios. De pronto nos tropezamos con un fenómeno sorprendente. Y a posteriori buscamos una explicación racional: la situación económica era mala, el sistema estaba corrompido, y no había revolución. Tenemos que respetar la irracionalidad de estos momentos históricos particulares. Con la guerra ocurre lo mismo. A veces el detonante es una nimiedad. De pronto un hecho intrascendente se convierte en factor determinante. A veces nos encontramos con acontecimientos mucho más relevantes que no provocaron la guerra. En esta extraña alquimia, el comienzo real continúa envuelto en el misterio.
Cyprian Kamil Norwid, un gran poeta polaco y filósofo del siglo XIX, dijo que un pueblo como nación y, en particular, la masa de los humanos, es incapaz de pensar en abstracto. Piensa en términos de nombres, personas, historias de líderes; sólo eso les permite organizarse. Cuando se ha encontrado, o inventado, tal personaje, opera como acumulador de las expectativas y energías de la nación. Sin personas que organicen no hay revoluciones ni movimientos sociales relevantes. Se requería un Gandhi en la India, y un N'kruma en Ghana.
La mayor parte de los soldados rasos de los diversos movimientos de liberación africanos o latinoamericanos que he conocido poseían un nivel muy bajo de conciencia política. Muchos ni siquiera estaban al tanto de los objetivos políticos de su lucha. En Angola sólo sabían que luchaban por Aghostino Neto o Jonás Savimbi. Si Savimbi hubiera desaparecido de la escena de la noche a la mañana, el movimiento guerrillero se habría disuelto de inmediato. Naturalmente que hay un trasfondo tribal en el caso de estas funciones de liderazgo, pero esto no explica cabalmente su existencia. Hay una necesidades funcional que les lleva a organizarse en torno a figuras de líderes.
Consideremos el caso de Etiopía y el papel del comandante de la armada en la guerra civil contra los movimientos independentistas. El ejército etíope era el ejército más poderoso de África con medio millón de soldados enrolados. Participaron en la guerra civil luchando contra el movimiento guerrillero de Eritrea. Cuando se supo que su comandante en jefe, Mengisto, había huido del país, simplemente regresaron a sus casas. El ejército se disolvió sin que se disparase un solo tiro: ¡medio millón de soldados en un día! Esto prueba la importancia de la figura del líder como catalizador de todas las energías, expectativas, sueños, esperanzas y voluntades. Sin semejante foco nada funciona.
Once
Cada cultura tiene su propia escala de valores, y la economía no ocupa en todas el primer puesto. Las poderosas culturas de la China o de India no renunciarán a su identidad. Aceptarán ciertos avances tecnológicos, como el ordenador, pero seguirán siendo ellas mismas. Un buen ejemplo es la esquizofrenia soterrada que caracteriza a la mentalidad japonesa. Por una parte destaca como productora de las tecnologías universales más avanzadas, mientras que en la cultura, los modos de vida, la mentalidad y la esfera doméstica, sigue conservando su carácter específicamente japonés.
Las culturas antiguas están firmemente arraigadas. Las personas que pertenecen a ellas se sienten orgullosas de sus tradiciones y les son fieles, pues les confieren un sentimiento de dignidad. Todo el siglo XX es una prueba de que las tradiciones culturales fuertes y civilizaciones como las de China, India o México son muy resistentes. No pueden ser destruidas así como así. ¡Qué esfuerzos no hicieron los soviéticos para destruir la vieja cultura rusa, o las de Armenia, Chechenia, o Georgia! ¡Y cuánta sangre se ha derramado por eso! Y, sin embargo, estas culturas subsisten, y los hombres están dispuestos a morir por su cultura.
La cultura es un fenómeno complicado, y también puede constituir una rémora, tener un carácter conservador o reaccionario. Que la evolución actual no es capaz de destruir las culturas antiguas en su globalidad, sino que debe establecer un compromiso, un marco de coexistencia con ellas, prueba que el moderno mundo de la tecnología no constituye en este caso una verdadera amenaza. Los fenómenos de disolución se producen en las ciudades, donde impera la cultura del pop, del sexo, y los medios de comunicación. Pero éste no es el principal problema. Mucho más importantes son la pobreza, la carestía, el fanatismo, y, sobre todo, la paz. Hay un peligro indirecto que sí amenaza a las culturas tradicionales. Estas se conservan en los pueblos, y hoy asistimos a la lenta muerte del pueblo en todo el planeta. La clase campesina es cada año más reducida, a pesar del crecimiento demográfico. Los avances en el terreno de la agricultura son tan colosales que es muy probable que el campesinado deje de existir en cien años. Tal vez sobrevivan algunas granjas de gran tamaño, pero las pequeñas, con sus arados, su trabajo manual y su escasa productividad, serán pronto superfluas.
Doce
El fenómeno iraní no puede generalizarse. Morir por la causa, convertirse en mártir de la Guerra Santa, significa suerte en el islam chiíta. Durante la guerra entre Irán e Irak, la artillería iraquí sitió una colina. Un puñado de soldados iraníes la escalaron, se abrieron las camisas y ofrecieron su pecho desnudo al cielo mientras gritaban: "¡Danos más!". Todos murieron.
En el transcurso de la revolución iraní llegue a visitar a algunos comités revolucionarios de Jomeini. Sus cuarteles estaban llenos de fotografías de pasaporte de jóvenes. Me enseñaron estas fotos diciendo: "Estos son nuestros mártires". Cuantas más fotografías tenían, más orgullosos se sentían. Los comités emitían comunicados de guerra en farsi que enviaban a los padres de los fallecidos y que rezaban más o menos: "Felicitamos a Madam Sarah Mahmur y a su esposo Ibrahim Mahmut, pues dos de sus hijos han caído hoy en la Guerra Santa". Jamás he visto semejante energía de pensamiento y sentimiento exclusivamente concentrada en la muerte. En la universidad de Teherán vi a unos muyahidin caídos que eran conducidos, envueltos en paños blancos, cada uno en un carro, por una masa de rostros fanáticos. A su alrededor, una multitud se peleaba por tocar los cadáveres. Sus rostros expresaban éxtasis, los vi transfigurados de felicidad cuando lograban rozar los cadáveres. Jamás he visto nada parecido en ningún lugar.
El Islam no es sólo una religión, es toda una cultura, y esta cultura se expandirá, aunque le lleve tiempo. La civilización islámica es extraordinariamente dinámica. Hoy hay que añadir al poder del Islam la fuerza de países como Turquía, Paquistán e Irán. El mundo islámico es rico en petróleo y otros productos del subsuelo. La mayoría de los occidentales no son conscientes de esta increíble concentración de fuerza. El Islam es una religión extremadamente disciplinada. En "Sha" describí a una masa orante: un millón de seres que realizan en el mismo instante el mismo gesto, y sin una palabra que los guíe. Eso es increíble y caracteriza al Islam en general. Irán no volverá a adoptar el modelo de desarrollo occidental. El modelo del Sha era estúpido y suponía una humillación extrema para los habitantes del país. Cuando se importa agua mineral de París a un lugar cuyas magníficas corrientes han alimentado a los más grandes poetas del mundo, como el poeta persa Ferdausi, las gentes se extrañan y se ofenden. Importar pan alemán y americano a un país que cuenta con el riquísimo pan persa es sencillamente de mal gusto. Si yo hubiera vivido en Irán en aquel tiempo, también me habría rebelado contra el Sha.
La revolución iraní fue un acontecimiento fascinante e históricamente crucial. Supone una lección sobre la imposibilidad de democratizar los estados multinacionales. Irán era un imperio, un poder autoritario en el que las fuerzas democráticas quisieron alterar el equilibrio de poder. Comenzaron por atacar su centro. Cuando obtuvieron cierta ventaja, difundieron el eslogan de la democratización. Un Estado multinacional posee minorías; los kurdos, los armenios y el resto de minorías que coexisten en Irán se apropiaron del eslogan de la democratización y lo convirtieron en una exigencia de independencia. La democratización equivale para ellos al derecho a escindirse. La revolución iraní comenzó como un movimiento democrático; Bachtiar, Bani-Sadr eran abogados demócratas. El primer gobierno que sucedió a la revolución se componía de hombres que habían estudiado en Harvard, en la Sorbona, etcétera. Tras la victoria de la revolución, las minorías dijeron: "Para nosotros, democracia significa seguir avanzando. Nos gobernasteis y nos saqueasteis. La auténtica democracia equivale para nosotros a independencia". Al surgir esta exigencia, se produjo en el centro un cambio en el equilibrio de fuerzas. Y desde el centro de poder de la nación gobernante –que en este caso eran los farsi– respondieron: "No, este es nuestro Estado". En ese momento tuvo lugar una inversión radical de la revolución. Las fuerzas del gobierno autoritario y la dictadura se hicieron con el poder. Jomeini representó ese estadio de la revolución iraní en que la nación gobernante del Estado toma conciencia del peligro que entraña una desintegración total. Reacciona movilizando a las fuerzas represivas para sustituir el eslogan de la democratización por el de la "integridad nacional". Y de este modo se obtiene un medio para anular a las minorías, para mantener la integridad del Estado. Por eso todas esas revoluciones democráticas fracasan en los estados multinacionales, pues la condición previa de la democratización es la disolución del Estado.
Trece
El cinismo es incompatible con la profesión de corresponsal de guerra, incluso con la de corresponsal en el extranjero. Este oficio, esta misión, presupone una clara noción de las miserias humanas y requiere afecto por los seres humanos. Hay que verse como miembro de una familia, a la que pertenecen también todos los hombres sencillos de nuestro planeta que carecen hasta de lo más elemental. Hay que vérselas con problemas muy antiguos, con la penuria; así es el mundo, a la larga no se puede esperar mucho. El calor humano es esencial en este tipo de trabajo. Un cínico no podrá cosechar buenos resultados en este oficio. El cinismo y el nihilismo, la degradación de los valores y el desprecio de los demás hacen que el mundo sea insoportable. He visto a seres que se sentían infelices por tener que desempeñar este oficio, pero jamás me he tropezado con cínicos entre sus filas.
El tipo clásico del corresponsal de guerra suele ser alguien modesto, tratable, amable, cooperador. Se trata de un grupo muy particular de periodistas. Viven en las condiciones más adversas, y no solo porque estén expuestos a ser heridos o a morir. La gente que va a estos lugares necesita algo más que una motivación profesional. Este oficio precisa gente con disposición al sacrificio. A menudo falta el agua, la comida, hay problemas de transporte, se padece frío, humillaciones, golpes, arrestos. Pero jamás me he encontrado en este campo con meros aventureros, ni con seres deseosos de morir. Estos hombres y mujeres tratan modestamente de dar lo mejor de sí y cumplir con su deber. Sólo una motivación muy profunda hace que se queden aún a riesgo de sus vidas. Somos una especie de misioneros.
Naturalmente, a veces siento rabia por la ignorancia y el desinterés por la situación del Tercer Mundo que encuentro incluso entre los intelectuales europeos, pero aún me entristece más la imposibilidad de hacer algo. Soy muy consciente de los límites de mi actuación. Se trata de un trabajo idealista.
Se vive como un revolucionario, pero convencido de que jamás asistieron a un auténtico cambio revolucionario. Me entristece pensar que resulta casi imposible franquear el abismo que separa a las sociedades de consumo de las sociedades pobres.
Estoy convencido de que cada cultura es distinta, cada una es un todo, con una escala de valores propia, muy arraigada en las personas. Cuando hoy en día un voluntario de la ayuda al desarrollo va a un pueblo africano, casi siempre lo hace porque quiere, no porque sus habitantes están particularmente interesados en que lo haga. Posiblemente su cultura sea la del ocio, prefieren no hacer nada. Y resulta muy violento que se vean obligados a creer en los valores de una cultura ajena. A menudo los representantes de los países desarrollados se sorprenden al ver que hay quien rechaza las costumbres americanas. Pero es que hay culturas en las que trabajar es menos importante que rezar. De modo que no llegarán a fabricar automóviles u ordenadores, pero es que tampoco tienen ningún interés en hacerlo. Eso tampoco me defrauda, admiro la escala de valores de otros pueblos, como por ejemplo la familia, que consideran lo más importante de sus vidas y fuente de satisfacción más íntima. Este tipo de satisfacción tiene mucha dignidad y constituye un valor positivo. Uno ve vagar a seres por África que no llevan más que un pequeño hatillo. No tienen necesidad de poseer nada más, con un mínimo de propiedades se dan por satisfechos. Si habla uno con ellos, sonríen, son hospitalarios y afectuosos. Uno tiene la impresión de que son felices. Tienen otras recompensas. Lo mejor es aceptar esto. No se puede cambiar todo.
Catorce
Cada dos o tres años me veo impelido a escribir un libro, e "Imperio" me llevó cinco años de mi vida. Quiero viajar e investigar, y también tengo que sentarme a escribir. Pero mi curiosidad siempre me empuja a salir al mundo. No hay ningún lugar en el mundo del que pudiera decir: "A la larga, me quedaré aquí". Aunque quizá sienta una leve tentación de regresar a África, al Sahara. Amo el desierto. Tiene algo metafísico, trascendental. En el desierto, el cosmos se reduce a unos pocos elementos. Se trata de la reducción absoluta del universo: arena, sol, de noche las estrellas, el silencio, el calor del día. Uno viste una camisa, carece de zapatos, come alimentos muy básicos, un poco de agua para beber: la simplicidad absoluta. Esto te transmite la sensación de la maravilla del cosmos. No hay nada más entre tú y Dios, entre tú y el universo. Cada vez que he ido a África y he tenido tiempo he buscado la experiencia única del desierto. He cruzado el Sahara tres veces con los habitantes del desierto; en una ocasión con un grupo de nómadas con el que me crucé por casualidad. No podíamos entendernos verbalmente, pero proseguimos juntos el viaje. No intercambiábamos palabras, pero compartimos la experiencia conjunta de la amistad y la fraternidad. De pronto surgió una sensación increíblemente fuerte de que tus hermanos y hermanas están diseminados por todo el mundo, aunque no seas consciente de su existencia –una sensación prodigiosa.
Todos somos, en algún sentido, nómadas, y cada vez lo seremos más. Hace mucho tiempo, las gentes se trasladaban en busca de alimentos y para sobrevivir. Con los grandes movimientos migratorios de hoy, el nomadismo volverá a convertirse en un modo de vida. De alguna forma regresaremos a nuestros orígenes.
(Tomado de "Letra Internacional". N° 44, 1996)
Ir a Índice
Página principal
No hay comentarios.:
Publicar un comentario