Las calaveras que resuelven crímenes
Álex Ayala
Juanito lleva en la división de homicidios de la ciudad de El Alto más de treinta años. Es huesudo y dueño de una dentadura perfecta, pero jamás sonríe. Suele estar ataviado con unas gafas de sol que le cubren medio pómulo y con las que tiene pinta de detective privado. No usa celular. Y únicamente acepta los encargos que le dejan en papelitos de colores. Su principal seña de identidad es un gorro de lana azul con detalles en rojo, blanco y verde. Fuma puchos de diferentes marcas, pero sólo cuando le invitan. Ha visto pasar a decenas de oficiales por estas oficinas. Tiene fama de ser implacable con los criminales en los interrogatorios, de resolver asesinatos sin pisar el lugar de los hechos, de defender tanto a las víctimas de grandes asaltos como de pequeños hurtos. Y su expediente es impoluto: dicen que ha ayudado a solucionar más de doscientos casos.
Juanito es una ñatita con carisma, una calavera de órbitas profundas que tiene su hogar en un ambiente con dos escritorios y paredes color mostaza que comparte con varios de los investigadores de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen. Un cráneo que descansa en una urna bien sellada de cristal y de madera; que luce siempre rodeado de flores, paquetes de cigarros y cuencos de arcilla repletos de hoja de coca; y que se ha ganado a pulso entre muchos de los policías el denominativo de “compañero”.
Hoy es 2 de noviembre, Día de Difuntos, y después de varios intentos fallidos me encuentro por fin frente a la esquina que le sirve de cobijo, un hueco en el que hay además una maleta de cuero perfectamente acomodada, una virgen diminuta y una caja destinada a su colega, otra ñatita a la que le dicen Juanita. No ha sido fácil llegar hasta aquí. El actual jefe de la división considera que la devoción a las calaveritas es una costumbre pagana que se debe erradicar y ha restringido el acceso a ellas. Y sólo ahora que él no está se hace posible dar un leve vistazo de la mano del sargento Lucio Apaza.
Apaza tiene más de veinte años de servicio, labios gruesos y nariz chata. Viste una chamarra de plumas oscura, le faltan algunos dientes y la mitad de su cara está paralizada debido a un grave accidente de auto que sufrió en el campo recientemente. Si no ocurrió nada peor, aclara, fue porque se encomienda a Juanito y Juanita cuando viaja.
“Cuestión de fe”, señala. Y a continuación explica con un hilo de voz que es apenas un susurro que Juanito llego aquí por un mayor, Agustín Peñaranda, en el año 1985. “Según Peñaranda, Juanito era un sabio muy prestigioso, uno de los muchos curanderos que tenían su puesto bajo toldo en los cruces de caminos. Murió y alguien que lo conocía bien fue después hasta su tumba, la profanó y robó su cráneo. Esto era un simple retén policial por aquel entonces y, poco a poco, la calaverita se dio a conocer por sus poderes en toda la zona. A Peñaranda le colaboró primero en el auxilio de un incendio. Se hizo popular y actualmente le vienen a venerar incluso de otras ciudades”.
Una de sus devotas más asiduas, según un oficial que prefiere permanecer en el anonimato, es una adolescente de catorce años que comenzó a rondarle cuando tenía cuatro. “Su madre está en la cárcel —comenta el policía— y la niña se ha acostumbrado a prenderle a Juanito una vela blanca para pedirle favores”. También es habitual ver peregrinando por estas oficinas a los que buscan a los culpables de crímenes de sangre, a los cobradores de morosos y a los que ansían recuperar joyas u otros objetos robados.
Apaza dice que uno les habla a las ñatitas como si se tratara de una persona. “Yo les cuento mis problemas y les hago saber en qué casos estoy trabado. Otros les dejan mensajitos. Y son tantos los papelitos que se acumulan alrededor de ellas que de vez en cuando hacemos limpieza para dar paso a otros nuevos”. Apaza se aleja de mí por un segundo, agarra tres de ellos y los abre lentamente. “Almita, la Bicenta no quiere pagar sus deudas. Por favor moléstale. Se me hace la burla”, reza el primero. Y los otros dos son muy similares: llamadas de atención, gritos desesperados para que la ley se cumpla.
Antiguamente, Juanito y Juanita participaban incluso de los interrogatorios. “En ocasiones, hacíamos arrodillar a los antisociales delante de las calacas para que se declararan inocentes o culpables; y la mayoría, si era responsable del delito, confesaba —dice Apaza—. Otros eran sometidos a una ronda de preguntas en su presencia, porque se piensa que el castigo por mentirle a una ñatita es la muerte. A veces, se las usaba para mediar en conflictos vecinales, por lo general por temas de plata. Y corre el rumor de que encerrábamos a los delincuentes con ellas en el calabozo, pero eso no es cierto”.
Juanito y Juanita también tienen sus detractores: fiscales evangélicos y algunos curas y oficiales. Pero son los menos; y ninguno de ellos ha conseguido que se lleven a las calacas o las entierren. Es más: Apaza cuenta que un mayor que intentó deshacerse de ellas hace algunos años fue destituido inmediatamente. Y el fervor es tal que en días señalados, como el de hoy, dedicado a los familiares que se han ido, se les arma un altar con dulces y frutas. “Además, cada 8 de noviembre, se les ofrece una misa para que nos colaboren en las pesquisas”, acota Apaza. “Para mí —prosigue—, rendirles tributo es casi una obligación, ya que los criminales también hacen sus rituales en contra nuestra”.
La Curva del Diablo
En los años 40, según el libro Crónicas policiales de crímenes en Bolivia, del ex investigador Agustín Morales Durán, uno de los ladrones más famosos del país era un galán de nombre desconocido que robaba máquinas de escribir en negocios, oficinas y domicilios particulares. Tenía nacionalidad chilena, un sinfín de alias —entre ellos, Manuel Cáceres, Ricardo Aparicio y Gato Dactilógrafo— y muchos lo comparaban con Rodolfo Valentino. Por su buena presencia, sobre todo, pero también por su gran habilidad para seducir a amas de casa, empleadas domésticas y porteras de locales comerciales antes de cometer sus fechorías. En su obra, Morales cuenta que el tipo era cliente habitual de los hoteles de lujo, donde pagaba con cheques sin fondos, y que se libró varias veces del calabozo gracias a amistades con plata a las que había conquistado antes con su labia. Cuando lo interrogaban, solía decir que saldría pronto en libertad porque había llegado a un acuerdo con el diablo. Y, efectivamente, siempre le soltaban.
Hoy, siete décadas después, según algunos trabajadores de la Administradora Boliviana de Carreteras y varios oficiales de policía —entre ellos, el sargento Apaza—, el mundo del hampa realiza sus pactos con el diablo en una de las curvas de la autopista que conecta las ciudades de La Paz y El Alto. En ella, hasta hace poco, había una imagen fantasmagórica que para algunos era el mismísimo Lucifer y, para otros, el mítico Tío, amo y señor de las profundidades. Y todavía es posible ver violetas, velas extrañas, hoja de coca, restos de cera y montoncitos de azúcar adornando este rincón despoblado e inhóspito. “Aquí no vive gente, pero vienen muchas personas todos los días a hacer ofrendas para garantizar un mejor futuro para los suyos”, asegura la experta en cosmovisión andina Yomar Ferino mientras hace un movimiento brusco para no pisar unos huevos podridos que forman parte de la macabra escena que preside la curva.
Ferino tiene veintisiete años, lleva un vestido completamente negro ceñido a la altura de la cintura y dice que entre los que acostumbran a venir acá hay de todo: comerciantes, camioneros, empresarios y desempleados. “Y también maleantes, claro”. Maleantes para los que un mejor futuro significa tener éxito en el próximo robo o que no les pillen tras cometer un asesinato. Pero a costa de pagar, a la larga, un alto precio. “Porque esto es una waca, un centro de energía cuya principal función es que se haga justicia. Y si uno pide el mal de alguien, la pacha se lo devuelve a uno multiplicado”, explica Ferino, que no entiende por qué muchos catalogan este paraje como “maldito”.
Hace algunos meses, el ministro de Gobierno, después de que se hallara un cadáver en los alrededores, mandó destruir parte de la waca con maquinaría pesada. Y desde entonces, según Ferino, “han comenzado los grandes conflictos para Evo Morales y su gabinete”. El ministro en cuestión, Sacha Llorenti, se vio obligado a renunciar al poco tiempo. Y otros vieron amenazadas seriamente sus carteras por un descontento social que iba en aumento. “La pacha todo lo devuelve, siempre —repite Ferino como si fuera un mantra—. Fue una tontería tratar de destruir la waca, una metida de pata”.
Otro enclave popular entre los bandidos es la cueva del Zambo Salvito, ubicada en la Villa de los Cinco Dedos de la avenida Periférica de La Paz. Salvito fue un cruel asaltante negro del siglo XIX que violaba a las mujeres y decapitaba a los hombres, que robaba en el camino que comunica La Paz con el valle de los Yungas y que fue capaz incluso de arrancarle la oreja a su madrastra de un mordisco —por no haberle querido— cuando estaba en el paredón esperando a que lo mataran. Lo que no evitó que ganara adeptos que comenzaron a ir en romería hasta los refugios en los que solía esconderse.
Según unos muchachos que jugaban fútbol al frente de su cueva cuando la visité, hace unas semanas, por aquí paran a menudo “personas raras”. Una reja impide que los alcohólicos y los cleferos se queden a pernoctar dentro, pero la medida no ha servido de mucho, ya que de vez en cuando aparece algún perro o gato degollado en la periferia de la cueva. Estos animales forman parte de las mesas negras que algunos delincuentes preparan para paralizar las investigaciones de los jueces y los fiscales en su contra; y causan repulsión entre los vecinos, que ya no saben qué más hacer para sentirse a salvo.
Restos humanos
En el Museo de la Policía de La Paz, que se encuentra en un edificio antiguo de la calle Colón, la máscara de yeso dedicada al Zambo Salvito debe de ser uno de los objetos menos espantosos en exposición. Al menos, en apariencia. Porque la miré de otra manera después de que el director de las instalaciones —José Arancibia— me dijera que el Zambo destripaba a sus víctimas con la daga que está justo a su lado. Para Arancibia, personajes como el Zambo hay muchos. “Sueltos, caminando por nuestras calles sin que nos demos cuenta —advierte—. Y hay que tener mucho cuidado con ellos. Gente así trabaja con Satanás. Y a Satanás no se le ofrenda con flores ni confite, sino con sangre”.
Arancibia tiene ojos grandes, como de sapo, cejas pobladas, un peinado hacia atrás que hace ver su pelo como un caparazón, una chaqueta azul marino, un pantalón jean y una oficina que parece más una sala de interrogatorios. En ella hay una lámpara de luz densa como las que se usan en las películas para arrancar confesiones y una foto de Klaus Barbie, El Carnicero de Lyon, un alto oficial de la Gestapo nazi involucrado en numerosos crímenes contra la humanidad que se instaló en Bolivia en los 50 y al que se vinculó con las torturas de la dictadura de René Barrientos en los 60. Se trata de un espacio un tanto tétrico, pero no menos que el resto de las dependencias de este museo.
En una de sus salas hay fetos de diferentes tamaños que fueron recogidos de la basura y se conservan en formol; en otra, imágenes horribles de autopsias, atropellos y desangrados; y entre las piezas en exhibición hay también huesos humanos. Arancibia dice que, desde que se creó el museo, se ha vuelto una costumbre la recuperación de partes anatómicas diversas. “Desde el punto de vista científico son interesantes”, señala.
En los 40, por ejemplo, había una calaca de un preso suicida que intentó quitarse la vida en cuatro ocasiones: la primera vez, se arrojó de lo alto del muro de la cárcel y ni siquiera se rompió nada; luego hizo trizas una botella y se tragó los vidrios, pero no le hicieron daño alguno; después se colgó de una viga y se rompió la soga; y no alcanzó su objetivo hasta cerrar herméticamente su celda y encender un viejo brasero (se asfixió con el gas carbónico que éste desprendía). En los 60, llegó al museo otra ñatita: la calavera de Shell, el cráneo de un extranjero que fue asesinado en el barrio de Chijini junto a su pareja. Para hacerse con él, profanaron su tumba. El cuerpo de la víctima se había momificado increíblemente en setenta días y su cabeza era vista como un trofeo. “Pero ya no tenemos ninguna de las dos calaveritas —dice Arancibia—. Seguramente, se perdieron en alguno de los traslados que nos han impuesto a lo largo de estos años”.
Hoy, la mayoría de los restos óseos que se conservan son producto de una excavación que se realizó en las inmediaciones de una granja de rehabilitación de delincuentes que se hallaba en el área rural. “Y los tratamos con especial cuidado —explica Arancibia—. Yo cada lunes pongo una vela a las calaveritas y otra a los fetitos. Para que Dios les guarde en su misericordia. Y para sentirnos protegidos hice instalar en una gran urna de cristal a la Virgen de Copacabana, que es la ‘generala’ de la Policía”.
“En nuestra institución, se cree mucho en la Virgen. Son muchos los que le rezan cuando no pueden resolver un caso porque ella les ayuda a llegar hasta la punta del ovillo”, dice Mario Maynas, asistente de Arancibia y bibliotecario. “Además, repele las brujerías que nos hacen los antisociales”. Según un reciente estudio elaborado por los estudiantes de la carrera de Derecho de la Universidad Mayor de San Andrés, los delincuentes colocan retama en los motores de sus autos para no sufrir desperfectos mecánicos; dejan ropa con sangre humana en cerros considerados sagrados para que no los encuentren y para que el alma de los que han asesinado no les persiga; esparcen polvo de muerto en la puerta de los inmuebles que van a robar para dejar a los dueños sumidos en un profundo sueño; creen que la colas de ratón, de zorro y de víbora de cascabel alejan el temor y el nerviosismo. “Y también contratan a yatiris para que les lean la hoja de coca, para saber si son factibles los golpes que planean”, apunta Mayta.
Las trece almas de doña Anita
A doña Anita, un yatiri de Jesús de Machaca, su pueblo, le cambió la vida a los quince años. El yatiri, que además era su padrino, le “pasó la mano” y le conminó a dedicarse, como él, a servir a los que más lo necesitan. Si no lo hacía así, le irían mal las cosas, le dijo. Pero Anita no fue consciente de su misión hasta años más tarde. Y desde entonces se ha dedicado a echar las cartas y a ayudar a los desesperados a través de limpias, mesas rituales y sus trece almitas, trece ñatitas que descansan en un pequeño cuarto de su domicilio de La Paz que algunos han bautizado como el “Templo de la Muerte”.
El lugar, que queda en el callejón Chango Juan López, muy cerca de la avenida Buenos Aires, pasaría desapercibido si no fuera porque cada día se agolpan en la puerta decenas de personas —mujeres en su mayoría— buscando acabar con su mala fortuna, con la infidelidad de su pareja o mejorar sus finanzas. Se paran frente al santuario haga sol o llueva y desde muy temprano. Porque doña Anita, con sus dos trenzas colgando hasta la espalda, sus lentes de alambre y ataviada casi siempre con un gorro de lana y un mandil a cuadros, reparte ficha a sus clientes a las siete de la mañana y atiende después respetando estrictamente el orden de llegada. Los martes y viernes se ocupa de frenar las maldiciones y de rebotar la magia negra. Y el resto de la semana lee la suerte, da consejos y explica a los nuevos “creyentes” cómo comportarse frente a las calaveritas.
Entre sus fieles, doña Anita dice que hay médicos, arquitectos, profesores, amas de casa, gente pobre y gente rica. Y además, policías, abogados, jueces y fiscales. “No te puedo dar nombres —me advierte—, pero sí te diré que muchos de ellos vienen a veces por aquí para consultar por los crímenes que no han podido resolver por cuenta propia”. “También, las víctimas —añade acto seguido—. Aquí hay una ñatita que se llama Ángel muy conocida por su efectividad con los pedidos imposibles. Y cuando se trata de homicidios lo mejor es ponerle a ella una velita para lograr que se esclarezcan”.
En el “Templo de la Muerte” hay velas para conseguir de todo: unas con forma de corazón para humillar a los que han lastimado a alguien; las azules son para que los mentirosos callen; las que tienen forma de sapo, para los negocios; las brujitas (de color negro), para combatir maleficios; las tranca, para parar a los que buscan hacer daño; y las blancas, para tener buenos resultados en los estudios. “Y aunque no me crea —acota la vidente— no me visitan sólo los colegiales y los universitarios. También atiendo a los que quieren aprobar sus exámenes en el Colegio Militar o en la Academia de Policía”.
Cuando la devoción a las ñatitas no alcanza para resolver entuertos, entran en juego las artes adivinatorias de doña Anita, que dice haber solucionado casos que traían de cabeza incluso a la policía. A la vidente le viene ahora a la memoria solo uno: el de Wilder Blanco, un alférez de la Fuerza Naval asesinado brutalmente a golpes en 2006 cuya familia estaba destruida porque los investigadores no lograban encontrar el cuerpo.
En aquella ocasión, recuerda Anita, “se personaron en mi casa varias mujeres. Ya no recuerdo muy bien si eran amigas o familiares de Blanco. Pero sí te puedo decir que preguntaban insistentemente por él y que les di la pista para encontrarlo: les dije que estaba muerto, que lo habían arrojado por un barranco”. Días más tarde, el cadáver de Blanco apareció donde ella había dicho, al fondo de un precipicio. Y poco después citaron a doña Anita a los tribunales para que explicara cómo había sabido de aquel fatal destino. “Pero no quise testificar —aclara—. Porque era algo que no me correspondía”.
Para tranquilidad de doña Anita, no siempre le vienen a molestar con hechos de sangre. A veces, sólo quieren averiguar quién les robó la cartera o el auto. “Y las ñatitas cumplen, claro que cumplen. Si no lo hiciesen, el templo estaría siempre vacío”, se ríe.
Santo remedio
Lidia Laguna Murillo, de ochenta y un años, no cree mucho en las calaveritas, pero asegura que su San Martín de Porres —una figura de mediano tamaño que preside el living de su casa— se encarga todos los días de que no le asalten. Lidia vive en El Alto, una de las localidades más peligrosas de Bolivia, una ciudad en la que el cuarenta y seis por ciento de la población ha sufrido alguna vez un atraco en plena vía pública, una ciudad injusta, donde los pobres, según Lidia, “se dedican a robar a otros aún más pobres”. A la anciana le desvalijaron esta misma casa justo cuando estaba a punto de jubilarse. “Me morí de rabia porque se lo llevaron todo: la televisión, la radio, plata. Fue cuando mi San Martín no estaba, porque desde que lo tengo acá no me ha pasado nada”.
“Yo a mi San Martín siempre le charlo: ‘negrito quiero esto, negrito bendice a mis hijos’, le digo. Y él me cumple. Hace mucho tiempo, cuando era joven, el negrito hizo aparecer al que le había robado las joyas a mi madre. Se trataba de uno de los ahijados de nuestra familia, que volvió completamente arrepentido, con el rabo entre las piernas, después de que yo acullicara coca frente al santo, como me había recomendado una comadre. Y años más tarde volvió a echarme una mano: alejó de mí al padre de mis tres hijos, que tenía un problema feo con la bebida. Por eso confío tanto en el negrito”.
Cada fin de mes Lidia acomoda junto a su San Martín incienso, mirra y flores y se asegura de que esté vestido con las telas más finas. Y todos los martes le prende un cirio. Pero además tiene un extenso recetario para hacer escapar a los extraños. “En la puerta he clavado unas tijeras boca abajo porque dicen que eso les ahuyenta. Y en mi patio tengo espino. Porque el espino también cuida: bota sus púas si alguien se acerca”.
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En la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen de la ciudad de La Paz, el teniente coronel Jaldibeck Escobar, jefe de recursos humanos, tiene fe ciega en el Señor de la Exaltación. “Cuando estaba en homicidios —recuerda—, investigábamos todo con los métodos científicos que teníamos a mano, pero yo, además, me encomendaba al Señor y te puedo decir que funcionaba. Aquella fue una buena época, ya que pudimos resolver bastantes crímenes. Y no me cabe duda de que contábamos con su inestimable ayuda”.
“Este es un oficio duro —prosigue—, en el que somos testigos cada día de actos realmente atroces y salvajes, como descuartizamientos y apuñalamientos. Y pienso que sin confiar en una instancia superior seguramente se volvería inaguantable. Yo siempre tengo aquí, en el cajón de mi oficina, esto (saca una caja de Kleenex) y esto (saca una botella de agua), porque ante todo somos personas y debemos apoyarnos unos a otros”.
Uno de los casos más difíciles que le tocó vivir a él fue el de los denominados “cogoteros de La Cumbre”, que enterraron en 2002 en más de una decena de cadáveres —de taxistas, en su mayoría— mirando hacia el suelo con el pantalón enredado hasta las rodillas. “Lo hacían así para despistarnos —explica—, porque en el mundo andino se considera que es difícil hallar un cuerpo cuando éste apunta hacia la profundidades”.
Según el policía, los allegados de las víctimas, “también ponen en marcha sus propios rituales cuando se produce un hecho violento”. Existe la convicción, por ejemplo, de que si uno amarra los pies del finado antes de que lo entierren es como si se los amarrara también al que le ha matado para que no pueda escaparse. Se cree además que recoger tierra del lugar de los hechos y vaciarla en el ataúd antes de que metan el cadáver es bueno para que se detenga pronto al asesino, que colocar el cuerpo boca abajo sirve para aplastarlo, para que la justicia caiga sobre él lo antes posible. Y que hacer un velorio de seis días ayuda a los yatiris a dar con el nombre de los responsables.
“Yo respeto mucho todo eso, pero me cuido de hacer cábalas —dice Escobar—. Algunos vienen a marearnos con pistas falsas tras recurrir a adivinos truchos. Y jamás me fío de buenas a primeras. Pero si el indicio es verosímil, le hacemos seguimiento”.
El último paseo del Capitán Jordán
Seguir el rastro de Josefina, una de las célebres calaveritas de La Paz, no es complicado. Cada 8 de noviembre, Día de Ñatitas, Josefina, abandona la cocina del barrio de Alto Obrajes en donde tiene su altar y recorre la ciudad en minibús rumbo al Cementerio General en manos de su dueña, Mariela Altamira, de cincuenta y seis años. Mariela, que regenta una tiendita en los bajos de su casa, dice que le suele prender una velita cuando le hace falta plata. “Y poco más”, señala. Su esposo, Germán Lens, tiene sesenta y seis años y es ex policía. Asegura no creer en Josefina, pero acompaña a su mujer una vez al año a la necrópolis en ropa deportiva para que la calaca reciba el cariño de los paceños. Y tiene una teoría bastante particular sobre los cráneos que se dan cita por estos lares.
“Para mí —analiza—, se trata, en la mayoría de los casos, de víctimas de las dictaduras que ha sufrido Bolivia a lo largo de su historia. A Josefina, por ejemplo, la hallaron mis hijos cuando jugaban en mitad de un cerro. ¿Qué hacía ahí? La única explicación posible que veo es que alguien intentó esconder en su momento el cuerpo”.
En el cementerio, como todos los años, la romería de fieles es constante. Y uno encuentra ñatitas acá para todo gusto: las hay con dientes y sin dentadura, con gorros de lana y con tocados pintorescos, con nombres comunes, como Pedro, Freddy, Johny, Alberto, Fernando o Teresita, y con otros que no lo son tanto, como La Poderosa, El Profe o William Shakesperare. Dicen que incluso han desfilado por aquí las calacas de quienes fueron en vida el presidente Mariano Melgarejo y el Che Guevara, un extremo difícil de comprobar a no ser que seas, como Josué González, clarividente y curandero.
Según Josué, basta con tener un poco paciencia y saber escuchar a las calaveritas para saber de quién se trata. “Ellas te cuentan, entre otras cosas, de dónde vienen y si fallecieron o no en circunstancias trágicas”. Las tres que guarda él ahora en una caja han sido bautizadas como Manuel, Ángel y Antonio. “Manuel murió por envenenamiento. Antonio, por causas naturales. Y Ángel, que era un niño, por asfixia”, señala. Y dice a continuación que hacen milagros, que son sanadoras y que todos los años las baña por lo menos un par de veces con maíz blanco y agua bendita. Luego me explica que también hay ñatitas chocarreras, que son almitas que pueden ser utilizadas para hacer maldad. “Porque las calacas —añade — no discriminan. Y ayudan a todos por igual. Los delincuentes les piden protección cuando salen a ‘trabajar’. Las prostitutas, clientes con plata. Y los narcotraficantes, por sus ‘cargamentos’, para que lleguen a su destino”.
No muy lejos de donde se encuentra Josué, frente a la capilla del cementerio, el Capitán Jordán es una de las ñatitas más agasajadas. Se trata de la calavera de un antiguo agente de policía y Francisco Ávila la sujeta con orgullo. Ávila es su preste. Es decir, el encargado de preparar la fiesta de este año para homenajearla. El festejo será en El Dorado, un salón enorme de paredes anaranjadas al que nos dirigiremos pasados unos minutos. El Dorado, que queda a pocas cuadras, se ha engalanado para la ocasión y no falta de nada. Algunos invitados lucen sombreros lilas. Un pastel en pleno centro lleno de fotos de calacas domina la escena y el trago corre de un lado para otro. Todo, para que el Capitán Jordán y el resto de las ñatitas que lo escoltan se sientan a gusto.
Según Nieves Antezana, de cincuenta y seis años y una de las que más tiempo llevan disfrutando de los favores del Capitán, éste murió de varios disparos mientras cumplía con su deber, cuando perseguía a los integrantes de una banda que traficaba con cocaína. “Después —comenta Nieves—, alguien recuperó su cráneo, nos lo dejó a mí y a mi familia en un negocio que teníamos y comenzaron a llegar devotos poco a poco”.
Estos fieles son hoy más de cien personas que llenan las mesas y sillas de El Dorado. Y algunos de ellos aseguran convencidos que, cuando necesitan colaboración, el Capitán se materializa. “Antes de que llegara a nuestras manos —comenta Nieves— cuidaba de dos huérfanos: un chico y una chica; y a ella le salvó de unos desalmados que la secuestraron en un taxi haciéndose presente”. Pero su hazaña más comentada es otra: haber juntado en una misma sala a policías y a antisociales. Porque esta ñatita, como la mayoría, tiene seguidores de toda clase social y de toda condición económica.
Según Nieves, esto ocurrió hace casi ya una década, durante una de las veladas que cada quince días se organizan en honor al Capitán en domicilios particulares. “Llegó cada uno por su lado y, de repente, nos dimos cuenta de que se habían formado dos columnas, una frente a la otra. La primera, con ladrones y otra gente de mal vivir. Y la otra, con oficiales. El ambiente estaba tenso. Casi nadie hablaba. Hasta el brindis. Después, alguien fue a comprar cajas de cerveza y todos se mezclaron de repente”.
*Esta nota forma parte del libro Los mercaderes del Che y otras crónicas a ras del suelo.
Fuente, Cosecha Roja: http://cosecharoja.fnpi.org/bolivia-natitas/
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