Valores y compromiso
César Hildebrandt*
¿Es el periodismo una ciencia? ¿Existen las ciencias de la
comunicación?
Creo firmemente que no.
Entonces, ¿es que el periodismo es un arte de bohemios
trashumantes, un oficio que linda con el repentismo, la inspiración y muchas
veces el alcohol?
Creo enérgicamente que tampoco.
Ni ciencia exacta ni oficio de cachueleros, el periodismo es un
arte y una ética. Es el arte de ser éticos. Es también un modo de vivir y una
manera de entender la relación que hay entre belleza y verdad. Y es una manera
de percibir que la mayor obra del arte humano es la justicia.
Sí. Porque la justicia es bella y la injusticia contrahecha. Y
la verdad es lozana y la mentira supura, de igual modo que la cultura acoge lo
mejor de nosotros y la barbarie demanda nuestros más primitivos apetitos.
¿Por qué vengo a esta sala a hablarles de estos asuntos, al
parecer tan lejanos del menester periodístico?
Porque siempre he creído que la prensa que no piensa en sus
raíces ni en el linaje de sus valores está destinada a ser no sólo efímera sino
intrascendente.
¿Valores? ¿Tiene algún sentido hablar de valores en un mundo que
casi se jacta de no tenerlos?
Pues tiene más sentido que nunca.
Porque si la prensa se suma a ese pragmatismo sin escrúpulos que
a nadie rinde cuenta, perderá toda importancia y será al final lo que muchos
quieren que sea: el espectáculo del entretenimiento y el entretenimiento del espectáculo.
La crisis mundial que atravesamos ha estallado precisamente por
la derrota de los valores y el éxito, socialmente estimulado, de la codicia y
el cinismo.
Lo que muchos no quieren admitir es que Wall Street cayó después
de la caída de aquellos valores que hicieron posibles las revoluciones
industrial, tecnológica e informática.
Antes que Citigroup se desplomara, la codicia le había ganado el
pulso a la mesura. Antes que la General Motors mendigara cientos de miles de
millones de dólares, la usura se había declarado mandataria global. Y mucho
antes de que Bernard Maddoff estafara por miles de millones, la especulación se
había impuesto a la creación de riqueza y el frenesí del dinero fácil había
derrotado a la ética del bien común.
De modo que la crisis que hoy empobrece a todos es, primero y
fundamentalmente, una crisis de la ética, una colosal derrota de aquellos
valores que la mayoría ni nombra ni aprecia y que son, sin embargo, aquellos
que permitieron buena parte de la civilización a la que pertenecemos.
Esos valores se pueden abreviar en uno solo. Y ese valor es el
de la empatía, piedra de toque de la vida en común, esencia de la tolerancia.
La empatía es, como todos ustedes saben, la capacidad de pensar en el otro, la
generosidad de imaginar sus afectos, sus intereses y sus necesidades.
Dejamos de ser simios el día en que la empatía se instaló entre
nosotros. Abandonamos el canibalismo, la horda sanguinaria, la tribu endogámica
cuando adquirimos el valor de la empatía.
Pues bien, vivimos actualmente en un mundo en el que el sistema
de las corporaciones y la lógica de la ganancia a cualquier costo han hecho
todo lo posible por desterrar la empatía y por devolvernos a la atmósfera
primitiva del egoísmo entendido como religión y emparentado, si fuera
necesario, con el crimen.
Estos ladrones que fungían de banqueros, estos financistas que
en realidad eran asaltantes, estos ejecutivos que escondían su identidad
parásita, estos petroleros que quieren comprar selvas para anegarlas de
tóxicos, estos mineros que apetecen tanto los bosques peruanos como las tundras
de Alaska, todo este ejército de depredadores, ¿qué tienen en común?
Tienen en común haber borrado la palabra empatía de su
vocabulario. Y tienen en común haber lanzado por la borda, como si fuera
lastre, la delicadeza de sentirse parte de la humanidad e inquilino fugaz de
este raro planeta.
El actual es un sistema internacional que necesita la abolición
de los más elementales valores comunitarios. Mientras más aislados nos
sintamos, mejor para el sistema. Mientras menos prójimos nos sintamos, más
regocijo para quienes gobiernan el mundo. Mientras más anacrónica nos parezca
la palabra ética, mejor para ellos. Mientras más ridículos nos sintamos si
hablamos de valores, el triunfo es sólo de ellos.
De modo que no nos dejemos engañar. Esta crisis no es de
hipotecas basura ni de Estados laxos que no regularon y ni siquiera de un
exceso en las expectativas del crecimiento. Esta crisis es ética y fue labrada
por el cinismo triunfante. Es el fin de la historia no en la versión de Francis
Fukuyama sino en la de Eliot Ness en el Chicago de los 30.
Ahora bien, si esta crisis global, que duplicará el número de
pobres, viene del descrédito de la virtud y de la buena reputación del egoísmo,
¿qué papel ha jugado la prensa en todo este fenómeno?
Es triste decirlo, pero la prensa, en general, ha sido el furgón
de cola de este tren que terminó en el abismo.
¿Cuántos grandes periódicos del mundo censuraron la
reinstauración del capitalismo salvaje impuesto por la señora Thatcher y el
señor Reagan, dos viejos sirvientes del conservadurismo armado y homicida?
¿Cuántos periodistas de fama internacional le dijeron al público
que ese capitalismo salvaje lo que quería era, precisamente, abolir toda ética
social y entronizar los antivalores que ayudaran a acabar con los sindicatos y
la resistencia?
Y cuando el cinismo dejó de ser sólo un proyecto exitoso que
destruyó el Estado del bienestar y se convirtió en la guerra farsante que asoló
Irak y hoy demuele Afganistán, ¿cuántos periodistas de renombre mundial nos
dijeron que en Irak no había armas de destrucción masiva o que en Afganistán el
cultivo de amapolas creció desde su ocupación por tropas extranjeras?
¿Y cuántos diarios o televisiones del Perú nos dijeron que el
fraude delictivo de la empresa estadounidense Enron se debió a que sus
auditores –los señores de Arthur Andersen- encubrían las fechorías contables
que debían denunciar?
¿Qué periódico nacional nos advirtió que la crisis que padecemos
iba a ser la más importante después de la de 1929? Para ser menos exigente:
¿qué periódico nos dijo que venía una crisis?
¿Lo sabían y se callaron para no “desestabilizar el sistema”? ¿O
no lo sabían y entonces renunciaron al deber periodístico de obtener
información privilegiada y anticipar eventos en nombre del interés público?
¿Cuántos periodistas protestaron cuando el Estado, que no tiene
para pagarle sueldos decorosos a los maestros, corrió a salvar a los bancos
Latino o Wiese? Sólo en el salvataje del banco Latino se invirtió la suma de
300 millones de dólares.
¿Quiénes levantaron la voz cuando el Estado peruano,
representado por el ciudadano estadounidense Pedro Kuczynski, auxilió al
quebrado banco Wiese con un aval de 180 millones de dólares?
Hago estas preguntas para intentar explicarles cuán urgente es,
desde mi modesto punto de vista, hablar de valores. Y cuán urgente es que los
periodistas jóvenes entiendan que hablar de valores no sólo no es anticuado: es
futurista.
Porque el mundo de mañana tendrá que ser distinto, profundamente
distinto. Y lo será también en la medida en que los periodistas jóvenes asuman
su tarea pensando en el bien común, en la amplitud de los afectos, en la gracia
de la empatía, en el retorno a esos valores del humanismo que nos dirigen a la
cultura y a la paz.
No teman hablar de valores. No se dejen arrinconar por aquellos
que les ofrecen la obediencia del pragmatismo. La objetividad –créanme- es un
invento de la banca suiza. No podemos ser neutrales ante la destrucción del
planeta y el asesinato espiritual de sus habitantes. Un periodismo que
prescinda de la ética funcionará como mayordomía de los grandes poderes del
dinero. Y un periodista que no sienta, aunque suene presuntuoso, que puede
contribuir con algo a mejorar al mundo ya no será periodista sino notario –con
el respeto que los notarios se merecen-.
El dilema está planteado: o socios de la humanidad y del planeta
para cambiar las cosas o militantes de la resignación. Creo estar seguro de
cuál va a ser vuestra elección y eso me reconforta. Buenas noches y muchas
gracias.
* Discurso de orden al recibir el doctorado honoris causa por la
Universidad de Chiclayo.
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