Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. George Orwell
Las grandes preguntas del periodismo
Tomás Eloy Martínez
La Nación de Argentina
Extensión: 1.161 palabras
Sólo los grandes diarios estadounidenses –que un argentino calificaría como conservadores– han introducido sensatez en un debate sin matices, enloquecido de sentimentalismo patriotero. Y a ellos se los está acusando, por eso, de extremistas de izquierda.
La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. Todas las tardes, entre las 5 y las 7, la emisora Z One Hundred, una de las más potentes del área de Nueva York y la favorita –de lejos– entre los adolescentes norteamericanos, emite un programa de homenaje a los muertos de las Torres Gemelas. Tanto en el suburbio de Greenwich, al sur de Connecticut, como en Princeton, al centro del Estado de Nueva Jersey, decenas de chicos se reúnen en las iglesias baptistas, episcopales o presbiterianas, con una vela encendida y una escarapela en el pecho o en el pantalón, para oír la radio juntos, como si fuera una forma nueva de liturgia.
Casi siempre, el programa empieza con Héroe, Hero, desplegada por la voz vibrante de Mariah Carey, y sigue con canciones de U-2, What's Going On, Christina Aguilera, Jewel y otras.
Entre canción y canción se deslizan algunos documentos sobre la tragedia: madres, hermanos o novias de los desaparecidos bajo los escombros cuentan sus vidas apacibles y triviales, con un acento de dolor contagioso. Esos testimonios han sido elegidos entre otros miles, y se advierte, desde el principio, que la intensidad de la pena y la habilidad para contagiarla fueron los requisitos privilegiados por los productores.
Pero las voces dolientes son muchas menos que los llamamientos al orgullo nacional y las promesas de justicia y destrucción. Detrás de Mariah Carey llega siempre algún discurso de George W. Bush con sus siseos mal cicatrizados y su sensación de desconcierto: "Los norteamericanos no deben esperar una sola batalla, sino una lenta y larga campaña como no se ha visto otra en la historia". La melodía de Carey sigue reverberando en el fondo. Luego llega Jewel y, enseguida, Bush: "No nos fatigaremos. No vacilaremos y no fracasaremos". Aun a los pacifistas de alma, a los temerosos y a los que no confían en Bush, les dan ganas de salir corriendo y enrolarse en la santa cruzada de la democracia contra el mal. La prensa norteamericana ha hecho uno de los más eficaces y armoniosos trabajos de propaganda que jamás se hayan visto en favor de la demonización de los talibanes y en la presentación de Osama ben Laden como enemigo público número uno de los valores que Occidente viene abrazando desde los griegos. En lo general, es un trabajo en el que no se reconocen matices ni se analizan pruebas. Si el gobierno lo dice, por algo será, deduce la enorme mayoría de los medios. El lenguaje de la televisión ha recuperado el fundamentalismo religioso de los años 80, y los predicadores evangélicos hicieron su agosto –o su septiembre– declamando que no hay otra fe que la nación americana ni otra civilización posible que “our way of life”, nuestro modo de vida. Si las Torres Gemelas cayeron –dijo un par de ellos– fue porque en los Estados Unidos se han instalado el aborto y la tolerancia a los homosexuales y se ha dejado de rezar en las escuelas. Al día siguiente tuvieron que pedir disculpas.
Dos géneros despreciables de periodismo –aunque no los únicos despreciables– irrumpieron después del 11 de setiembre: la de los analistas políticos que, como ese par de predicadores, se han valido de la agresión terrorista para acomodar los hechos a sus ideologías, y la de aquellos que excitaron el horror y la paranoia de la gente para vender más ejemplares, captar más oyentes o aumentar el encendido. El llamado al sagrado nacionalismo, a las Cruzadas –es decir, a la jihad o guerra santa, aunque del buen lado–, ha llenado el país de banderas y escarapelas. La palabra América se oye por todas partes. Al principio, la televisión hablaba de US Under Attack, Estados Unidos bajo ataque. Ahora es America’s New War, America Under Siege, God Bless America. La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. El que no está con América está contra el futuro de la civilización.
Como siempre, los grandes diarios y las grandes revistas son los más confiables. Ya tenían suficientes lectores. No les importa perder algunos cuando explican que en Afganistán hay por lo menos siete grupos étnicos y que un ataque ciego a ese país sembraría la desdicha en poblaciones ya oprimidas por el dominio talibán, o que algunas líneas aéreas no permiten en sus vuelos a pasajeros árabes "porque la tripulación no se siente cómoda con ellos".
“The New York Times”, “The Philadelphia Inquirer”, “The Washington Post”, son diarios que un argentino calificaría como conservadores. Tal vez diría también lo mismo del semanario “The New Yorker”. Todos ellos, sin embargo, han introducido sensatez en un debate sin matices, y han tratado de contrarrestar con información seria las aguas enloquecidas del sentimentalismo patriotero. Y a todos ellos se los está acusando, sólo por eso, de extremistas de izquierda.
Caer en excesos, sin embargo, ha sido la norma. En la escuela de mi hija, los chicos de 15 a 17 años decidieron llamar a “The New York Times” para formular una pregunta que es todo un desafío ético: "Hemos visto fotografías terribles en su diario –dijeron–. Mujeres lanzándose desde lo alto de las Torres Gemelas, cuerpos desmembrados o descabezados, niños quemándose vivos en brazos de sus madres. ¿Eso es periodismo?" La persona que les respondió, en la mesa de noticias, no dio su nombre, o los chicos no lo tomaron en cuenta. "Es información –respondió–. A veces la información es dolorosa, pero también es necesaria. No podemos censurarnos. Tenemos que mostrar lo que pasó."
¿Es preciso mostrar todo lo que pasó o basta sólo con enunciarlo? ¿Qué se gana al publicar una fotografía de un niño quemado? ¿Se halaga así el morbo de la gente o se hace algo en favor del niño quemado? Una de las funciones de la civilización es respetar la dignidad de la vida. Con mayor razón habría que respetar la dignidad de la muerte, porque un muerto ya no tiene voz para defenderse, ni maneras de lavar de las memorias ajenas la imagen de su cuerpo lacerado y destruido.
Todas las carencias y riquezas de la condición humana salen a la luz, como se sabe, en los momentos de crisis, cuando hay que reaccionar casi sin pensar ante ciertos hechos. Esos límites extremos de la vida ponen al descubierto los valores éticos de cada individuo, lo que se respeta y lo que se desprecia, lo que se es y lo que no se es. La prensa de los Estados Unidos ha mostrado como nunca sus debilidades durante las tres últimas semanas de septiembre. No hay muchas esperanzas de que mejore en los días por venir.
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