No olvides que lo que llamamos hoy realidad fue imaginación ayer… José Saramago
Periodismo y Narración:
Desafíos para el siglo XXI
Tomás Eloy Martínez
Conferencia pronunciada ante la asamblea de la SIP el 26 de octubre de 1997, en Guadalajara, México
Extensión: 4.158 palabras
Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces en la televisión o en la radio, ese mismo día. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que esa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo. En "The New York Times" del domingo 28 de septiembre, cuatro de los seis artículos de la primera página compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, los cuatro la contaban a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia. Lo que buscaban aquellos artículos era que el lector identificara un destino ajeno con su propio destino. Que el lector se dijera: a mí también puede pasarme esto. Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Bangla Desh, el dato nos asombra pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias involuntarias y repentinas. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este fin de siglo.
Volvamos ahora a esa primera página de "The New York Times", el domingo 28 de septiembre de 1997. Uno de los artículos a los que aludí versaba sobre la situación del Congo después de la caída y la muerte de Mobutu. Empezaba de esta manera: "Cuando Frank Kumbu se levanta cada mañana y observa el mundo desde el modesto escalón de cemento que hay a la entrada de su casa, las imágenes de los chicos jugando en las calles enlodadas, del tránsito con sus estelas de humo, y el ruidoso desfile de soldados, mendigos y buhoneros, le recuerda cómo las cosas fueron durante, más o menos, los últimos veinte años".
El otro artículo, sobre llamadas telefónicas gratis en Europa, estaba fechado en Viareggio, Italia, y estas eran sus primeras líneas: "Filippo Simonelli levanta el tubo de su teléfono, pulsa algunas teclas y una voz ladra en su oído: ¿Pizza recién hecha? Restaurante Buon Amico. Via dei Campi 24. No, no se trata de una llamada a una pizzería. Es parte de un curioso experimento que ofrece a ciertos europeos llamadas de teléfono gratis a cambio de que acepten oír propagandas comerciales". Un tercero, sobre las tensiones raciales en Estados Unidos, tenía su origen en Durham, North Carolina, y este era su comienzo: "Para John Hope Franklin el problema era enloquecedor: las orquídeas que estaba cultivando desde hacía 37 años en la ventana de su apartamento de Brooklyn morían o se negaban a florecer. Su solución al problema fue típica de su aproximación al estudio sobre las relaciones raciales en América al que le había dedicado toda la vida: Leyó todo lo que pudo sobre el tema".
Cuatro de los seis artículos que "The New York Times" publicó en su primera página ese domingo comenzaban como dije con la historia de un individuo; el quinto artículo narraba la historia de una familia; el sexto daba cuenta de ciertos acuerdos sobre impuestos entre los líderes republicanos del Congreso de los Estados Unidos. Si me detengo en esta característica del periodismo es porque no se trata de algo inusual. Casi todos los días, los mejores diarios del mundo se están liberando del viejo corsé que obliga a dar una noticia obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o en inglés las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo mandato estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y estos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.
La gran respuesta del periodismo escrito contemporáneo al desafío de los medios audiovisuales es descubrir, donde antes había sólo un hecho, al ser humano que está detrás de ese hecho, a la persona de carne y hueso afectada por los vientos de la realidad. La noticia ha dejado de ser objetiva para volverse individual. O mejor dicho: las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola persona, todo lo que hace falta saber. Eso no siempre se puede hacer, por supuesto. Hay que investigar primero cuál es el personaje paradigmático de que podría reflejar, como un prisma, las cambiantes luces de la realidad. No se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, puede hacer pedazos la confianza que se fue creando en el lector durante años. No todos los reporteros saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista de raza debe preguntarse primero si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerlo. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de lo que opina o hace un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar el accidente de la princesa Diana a través de lo que vio o sintió un testigo suponiendo que existiera ese testigo privilegiado sería algo que sólo se puede hacer bien con el lenguaje, no con el despojamiento de las imágenes o con los sobresaltos de la voz.
Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el reportero se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también o sobre todo un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por reporteros que también sean eficaces narradores.
La mayoría de los habitantes de esta infinita aldea en la que se ha convertido el mundo vemos primero las noticias por televisión o por Internet o las oímos por radio antes de leerlas en los periódicos, si es que acaso las leemos. Cuando un diario se vende menos no es porque la televisión o el Internet le han ganado de mano, sino porque el modo como los diarios dan la noticia es menos atractivo. No tiene por que ser así. La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención me parece a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen –habría que averiguar por qué– menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.
Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque solo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela. El problema está en que los novelistas lo hacen y los periodistas se quedan con las ganas. Habría que incitarlos, por lo tanto, a que conjuren esa frustración en las páginas de sus propios periódicos, contando las historias de la vida real con asombro y plena entrega del ser, con la obsesión por el dato justo y la paciencia de investigadores que caracteriza a los mejores novelistas. No estoy preconizando que se escriban novelas en los diarios, nada de eso, y menos aún en el lenguaje florido y adjetivado al que suelen recurrir los periodistas que se improvisan como novelistas de la noche a la mañana. Tampoco estoy deslizando la idea de que el mediador de una noticia se convierta en el protagonista. Por supuesto que no. Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gna, conocimiento.
El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor como fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del “Decamerón” de Boccaccio que a través de todas las historias que se escribieron después, aunque entre esas historias hay algunas que admiro como “A Distant Mirror” de Barbara Tuchman. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa “Nicholas Nickleby” de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como la de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas: Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
Las semillas de lo que hoy entendemos por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en “The Sun”, el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Darío escribía en La Nación de Buenos Aires, Gutiérrez Nájera en “El Nacional” de México, Martí en “La Nación” y en “La Opinión Nacional” de Caracas. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuando un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie.
De esa manera, por primera vez, fundieron a la perfección la fuerza verbal del lenguaje literario con la necesidad matemática de ofrecer investigaciones acuciosas, puestas al servicio de todo lo que sus lectores querían saber. Fue Martí el primero en darse cuenta de que escribir bien y emocionar al público no son algo reñido con la calidad de la información sino que, por lo contrario, son atributos consustanciales a la información. Tal como Pulitzer lo pedía, Martí y Darío pero sobre todo Martí usaron todos los recursos narrativos para llamar la atención y hacer más viva la noticia. No importaba cuán larga fuera la información. Si el hombre de la calle estaba interesado en ella, la leería completa.
Si hace un siglo las leyes del periodismo estaban tan claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo suponer a muchos empresarios inteligentes que, para enfrentar el avance de la televisión y del Internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras porque la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan noticias que, según los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un periódico? Que un diario entero está concebido en forma de píldoras informativas es no sólo aceptable sino también admirable, porque pone en juego, desde el principio al fin, un valor muy claro: es un diario hecho para lectores de paso, para gente que no tiene tiempo de ver siquiera la televisión. Pero el prejuicio de que todos los lectores nunca tienen tiempo me parece irrazonable. Los seres humanos nunca tienen tiempo, o tienen demasiado tiempo. Siempre, sin embargo, tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo, pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar.
El lenguaje del periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético. Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.
Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. Quien lea atentamente la prensa inglesa de los años 60 reencontrará en ella la esencia de las canciones de los Beatles, así como en la prensa californiana de esa época se reflejaba la rebeldía y el heroísmo anárquico de los “beatniks” o la avidez mística de los “hippies”. En el gran periodismo se puede siempre descubrir y se debe descubrir, cuando se trata de gran periodismo los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera conciente.
Pero el periodismo, a la vez como lo saben muy bien todos los que están aquí no es un partido político ni un fiscal de la república. En ciertas épocas de crisis, cuando las instituciones se corrompen o se derrumban, los lectores suelen asignar esas funciones a la prensa sólo para no perder todas las brújulas. Ceder a cualquier tentación paternalista puede ser fatal, sin embargo. El periodista no es un policía ni un censor ni un fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos.
Responder a ese desafío entraña una enorme responsabilidad. Ningún periodista podría cumplir de veras con esa misión si cada vez, ante la pantalla en blanco de su computadora, no se repitiera: "Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean". Solo de esa fidelidad nace la verdad. Y de la verdad, como lo sabemos todos los que estamos aquí, nacen los riesgos de esta profesión, que es la más noble del mundo.
Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen reportaje tampoco es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen periódico no debería estar lleno de grandes reportajes bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, un reportaje, un solo reportaje, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendrán por qué echarle la culpa a la televisión o al Internet de sus eventuales fracasos, sino a su propia falta de fe en la inteligencia de sus lectores.
A comienzos de los años 60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de novelistas como García Márquez y Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: esa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y esa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre.
Oigo repetir que el periodismo de América Latina está viviendo tiempos difíciles y sufriendo ataques y amenazas a su libertad por parte de varios gobiernos democráticos. En las dictaduras sabíamos muy bien a qué atenernos, porque la fuerza bruta y el absolutismo agreden con fórmulas muy simples. Pero las democracias cuando son autoritarias emplean recursos más sutiles y más tenaces, que a veces tardamos en reconocer. Los tiempos siempre ha sido difíciles en América Latina. De esa carencia podemos extraer cierta riqueza. Los tiempos difíciles suelen obligarnos a dar respuestas rápidas y lúcidas a las preguntas importantes. Cuando Atenas produjo las bases de nuestra civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.
Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos sin embargo en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos activos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
Es preciso ponernos a pensar juntos, es preciso ponernos a narrar juntos. Lo que va a quedar de nosotros son nuestras historias, nuestros relatos. Es preciso renovar también las utopías que ahora se están apagando en el cansado corazón de los hombres. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces de construir una sociedad fundada por igual en la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.
Tengo plena certeza de que el periodismo que haremos en el siglo XXI será mejor aún del que estamos haciendo ahora y, por supuesto, aún mejor del que nuestros padres fundadores hacían a comienzos de este siglo que se desvanece. Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre. El nuevo desafío es cómo hacerlo a través de relatos memorables, en los que el destino de un solo hombre o de unos pocos hombres permita reflejar el destino de muchos o de todos. Hemos aprendido a construir un periodismo que no se parece a ningún otro. En este continente estamos escribiendo, sin la menor duda, el mejor periodismo que jamás se ha hecho. Ahora pongamos nuestra palabra de pie para fortalecerlo y enriquecerlo.
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domingo, febrero 01, 2004
"Historia del presente"
"Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no me ha sido otorgado". Jorge Luis Borges
"Historia del presente"
Ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los 90
Timothy Garton Ash
(Traducción de Marisa Rodríguez Tapia). Tusquets editores 2000.
Introducción
El 1 de enero de 1990, un minuto después de la medianoche, ya sabíamos que esta década iba a ser decisiva para Europa. Con el Muro de Berlín acababan de derrumbarse cuarenta y un años de orden europeo. Todo parecía posible. Todo el mundo saludaba a la “nueva Europa”. Pero nadie sabía cómo iba a ser.
Hoy lo sabemos: en Europa occidental, en Alemania, en Europa central y en los Balcanes; en todas las regiones, como es natural, el futuro está repleto de sorpresas. Siempre lo está. Pero al terminar la década podemos vislumbrar el perfil general del nuevo orden europeo al que ya hemos dejado de llamar “nuevo”. Sólo en el vasto territorio de la antigua Unión Soviética, lleno de divisiones étnicas, el rumbo más elemental de estados como Rusia y Ucrania sigue siendo nebuloso. Y quizá también, al otro extremo de Europa, el de un Reino Unido cada vez menos unido.
Este libro no pretende ser una historia exhaustiva de los años noventa en Europa. Es una colección de lo que se denomina acertadamente ‘piezas’ –en otras palabras ‘retazos’– que reflejan mis propios intereses, mi experiencia y mis viajes. Sin embargo, la cronología presente en todo el libro no sirve únicamente para hilvanar un ensayo con otro, sino que también deja constancia de importantes acontecimientos ocurridos en Europa y que no figuran en ninguno de ellos. En esta línea temporal he incluido algunos breves esbozos, como apuntes de diario, sacados fundamentalmente de mis cuadernos de notas y, asimismo, de mis recuerdos. También hay otros esbozos más largos en el cuerpo principal del texto. La mayor parte del libro consiste en análisis publicados, sobre todo, en “The New York Review of Books”, y que se beneficiaron de la experta labor de edición de la persona a la que va dedicado este libro. Por último, hay varios ensayos en los que intento ofrecer una síntesis provisional de temas más amplios, como son el desarrollo de la Unión Europea, la turbulenta relación de Gran Bretaña con ropa o la manera de afrontar el legado de una dictadura en diversos países.
Como corresponde a una ‘historia del presente’, todo lo que constituye el texto principal se escribió en la época de la que se habla o poco después. He corregido ligeramente los artículos, sobre todo para eliminar las repeticiones, pero no he añadido ni cambiado nada fundamental. La cronología y los apuntes breves los recopilé más recientemente. En ocasiones, asimismo, he añadido un comentario al final del ensayo.
Me gustaría reflexionar sobre lo que significa escribir ‘la historia del presente’. La expresión no es mía. Por lo que sé, la acuñó el diplomático e historiador estadounidense George Kennan, en una reseña de mi libro “The Uses of Adversity”, sobre Europa central en los años ochenta. Me parece la mejor definición posible de lo que intento hacer desde hace veinte años, combinando el oficio de historiador y el de periodista.
Sin embargo, es una expresión que suscita inmediatamente el desacuerdo. ¿Historia del presente? Está claro que son términos contradictorios. Está claro que la historia, por definición, trata del pasado. La historia consiste en libros sobre César, la guerra de los Treinta Años o la Revolución rusa. Consiste en descubrimientos y nuevas interpretaciones basadas en años de rastreo y de estudio documental en archivos.
Dejemos aparte la objeción de que ‘el presente’ no es más que una fina línea, un milisegundo de longitud, entre el pasado y el futuro. Sabemos a qué nos referimos cuando decimos ‘el presente’, aunque los límites cronológicos sean siempre objeto de discusión. Podemos llamarlo ‘el pasado muy reciente’, o de ‘los acontecimientos actuales’, si se prefiere. Lo importante es esto: muchas personas –no solo historiadores profesionales, sino la mayoría de los árbitros de nuestra vida intelectual– opinan que es necesario que pase un mínimo período de tiempo y que se disponga de ciertos tipos establecidos de fuentes documentales para que se pueda considerar que una cosa escrita sobre ese pasado inmediato es historia.
No siempre fue así. Como ha observado el erudito historiador e intelectual alemán Reinhart Koselleck, desde la época de Tucídides hasta bien entrado el siglo XVIII, haber sido testigo ocular de los hechos descritos o, mejor aún, haber intervenido directamente en ellos, se consideraba una ventaja fundamental a la hora de escribir historia. (1) Se pensaba que la historia contemporánea era la mejor. Fue sólo con la aparición de la idea de progreso, la expansión de la filología crítica y la obra de Leopold von Ranke cuando los historiadores empezaron a pensar que los acontecimientos se entendían mejor cuanto más alejado estuviera uno de ellos. Si nos paramos a pensarlo, la verdad que ésta es una idea muy rara: supone afirmar que la persona que no estuvo allí sabe más que la que estuvo.
Hasta el más ascético seguidor de Ranke depende de los testigos que dejan el primer documento escrito sobre el pasado. Si no dejan testimonio escrito, no hay historia. Si lo hacen mal o con un objetivo muy distinto (religioso, astrológico, escatológico), el historiador no hallará allí respuesta a las preguntas que desea hacer. Por consiguiente, es preferible contar con un testigo que también tenga interés por encontrar respuestas a las preguntas del historiador sobre los orígenes y las causas, las estructuras y el proceso, el individuo y la masa. Por ejemplo, las memorias personales de Alexis Tocqueville sobre la Revolución de 1848 en Francia valen más que veinte textos juntos.
Esta necesidad de testigos con mentalidad histórica se ha agudizado en épocas recientes, por una razón muy sencilla. En tiempos de Ranke, la política se plasmaba sobre el papel. La diplomacia se llevaba a cabo o quedaba inmediatamente documentada a través de la correspondencia. Los políticos, generales y diplomáticos escribían largos diarios, cartas y memorandos. Por supuesto, también entonces había muchas cosas cruciales que no se escribían: acuerdos privados que se susurraban en los pasillos del Congreso de Viena, conversaciones íntimas de reinas… También entonces, la mayoría de la experiencia humana no se anotaba jamás. Pero la política, en su mayor parte, sí.
Hoy, por el contrario, la alta política se desarrolla, cada vez más mediante encuentros personales (gracias al avión), por teléfono (cada vez más con más frecuencia, a través del teléfono móvil) o mediante otros sistemas de comunicación electrónica. Por supuesto, después se elaboran actas de esas reuniones y, en el caso de las máximas autoridades, se transcriben las conversaciones telefónicas. Pero la proporción de asuntos importantes que se trasladan al papel ha disminuido. ¿Y quién sigue escribiendo cartas descriptivas o diarios detallados en la actualidad? Una minoría cada vez más reducida.
Los investigadores pueden acudir a las imágenes de televisión, desde luego. A veces, pueden oír las cintas telefónicas –o las escuchas ilegales– de las conversaciones. Tal vez en el futuro incluso lean los correos electrónicos. No se trata de que haya menos fuentes que antes, más bien al contrario; un especialista en historia antigua tiene que reconstruir toda una época a partir de un solo papiro, mientras que el historiador contemporáneo, para hablar de un solo día, cuenta con fuentes suficientes para llenar una habitación. Lo que ha ido a peor es la relación entre cantidad y calidad.
Por otro lado, nunca como ahora han estado los políticos, diplomáticos, militares y empresarios tan ávidos de ofrecer su propia versión sobre lo que acaba de ocurrir. Las crisis iraquíes, como es sabido, se desarrollan en ‘tiempo real’ en la CNN. Los ministros europeos salen corriendo de las reuniones de la UE para hablar con los periodistas de sus respectivos países. Como es natural, cada uno da su versión y ofrece sus propios matices. Pero si se reúnen las diversas versiones, es posible obtener una instantánea bastante buena de lo que ha sucedido.
En otras palabras, ahora ha aumentado lo que es posible saber poco después de los hechos y ha disminuido lo que se puede saber mucho después. Ocurre, sobre todo, cuando se trata de acontecimientos extraordinarios. Durante parte de los espectaculares debates entre los dirigentes de la ‘revolución de terciopelo’ en Checoslovaquia, celebrados en el teatro de la Linterna Mágica de Praga en noviembre de 1989, yo era la única persona presente que tomaba nota. Recuerdo que pensé: “Si no escribo todo esto, nadie más lo va a hacer. Se desvanecerá para siempre, como el agua del baño por el desagüe”. Gran parte de la historia reciente ha desaparecido de este modo y no podrá recobrarse jamás, por falta de un testigo que dejara constancia.
Aún así, siguen existiendo dos poderosas objeciones. En primer lugar, dado que las cosas que los gobiernos y las personas intentan mantener en secreto son, con frecuencia, las más importantes, la publicación posterior de nuevas fuentes puede cambiar de forma sustancial el panorama. No es un argumento decisivo a favor de esperar –mientras tanto, es posible que se olviden cosas tan importantes como aquellas y que, en su momento, se comprendían muy bien–, pero sí es un riesgo considerable de este género. En el prefacio en mi primera ‘historia del presente’, un relato de la revolución de Solidaridad en Polonia, indicaba que no habría intentado escribir el libro si hubiera tenido la impresión de que los documentos oficiales de los regímenes comunista soviético y polaco iban a estar disponibles en un futuro próximo. Esa era una cosa que –continuaba alegremente– que parecía “tan probable como la restauración de la monarquía en Varsovia o Moscú”. Ocho años después el bloque soviético había desaparecido, y muchos de esos documentos estaban a nuestro alcance. Por suerte, también citaba la advertencia de Sir Walter Raleigh, en el prefacio a su libro “History of the World”, de que “quien al escribir una historia moderna, siga la verdad muy de cerca, puede acabar sin dientes”.
La segunda objeción es que no conocemos las consecuencias de los hechos actuales, de forma que nuestra comprensión de su importancia histórica es mucho más especulativo y susceptible de revisión. También esto es verdad, sin ninguna duda. Cualquier chico de sexto que estudia historia sabe que el Imperio romano entró en decadencia y se derrumbó. Cuando escribíamos sobre el Imperio soviético en los años ochenta, ninguno de nosotros conocíamos el final de la historia. En 1988 yo publiqué un ensayo titulado “The Empire in Decay”, pero creía que todavía faltaba mucho para la caída de ese imperio. En enero de 1989 escribí un artículo que desechaba las sugerencias de que el Muro de Berlín podía abrirse pronto.
No obstante, eso puede ser también una ventaja. Quien escribe mientras ocurren los hechos deja documentado lo que la gente no sabía entonces; por ejemplo, que el Muro estaba a punto de caer. Se detiene en hechos que parecían terriblemente importantes en la época, pero que si no se hubieran puesto por escrito, ahora estarían olvidados, porque no tuvieron ninguna consecuencia. Con ello se evita, tal vez, la ilusión óptica más poderosa que aqueja al historiador.
Uno de los placeres genuinos de sumergirse en los archivos de un período acabado es que, a lo largo de los meses y los años, se ve gradualmente como aparece en las montañas de papel, una especie de mensaje escrito con tinta invisible. Pero luego hay que empezar a preguntarse: ¿Esa pauta está verdaderamente en el pasado? ¿O solo está en la cabeza de quien escribe? O tal vez sea una pauta presente en el tejido de la época en la que trabaja el historiador. Cada generación tiene su propio Cronwell, su propia Revolución francesa, su propio Napoleón. Donde los contemporáneos no veían más que un páramo en penumbra, el historiador actual puede ver un jardín cuidado, una plaza bien iluminada o, la mayoría de las veces, un camino que conduce al siguiente hito histórico. El filósofo francés Henri Bergson habla de las ‘ilusiones del determinismo retrospectivo’.
Los periodistas norteamericanos que escriben libros sobre la historia reciente suelen referirse a ellos, con modestia, como ‘el primer borrador de la historia’. Ello implica que el segundo o tercer borrador del especialista va a ser siempre una mejora. Pues bien, en ciertos aspectos es posible que lo sea, porque disponía de más fuentes y una perspectiva más alejada. Pero en otros es posible que no, porque el especialista no sabrá verdaderamente –y, por tanto, no podrá reproducir– cómo eran las cosas entonces: qué aspecto y qué olor tenían los lugares, qué sentía la gente, qué cosas no sabían. Cada autor tiene su propio método de trabajo, pero yo puedo resumir mi experiencia en una frase: no hay nada comparable a estar allí.
Kennan decía que la historia del presente pertenece “a ese campo del trabajo literario y poco visitado, en el que el periodismo, la historia y la literatura (…) se unen”. También esta observación me parece exacta. El rincón de Europa en el que se juntan Francia, Alemania y Suiza se llama, en alemán, el Dreinländereck, o punto de encuentro de los tres países. La ‘historia del presente’ está en un punto de encuentro entre el periodismo, la historia y la literatura. Estas áreas fronterizas siempre son interesantes pero, con frecuencia, están llenas de tensiones. A veces, trabajar en este rincón es como caminar por tierra de nadie.
La frontera más corta y mejor diferenciada es la existente entre la historia y el periodismo, por un lado, y la literatura, por otro. Tanto el buen periodismo como la buena historiografía poseen algunas características propias de la ficción de calidad: imaginación para simpatizar con los personajes del relato y poderes literarios de selección, descripción y evocación. El reportaje o la narración histórica es siempre un relato escrito por un autor concreto, impregnado por su percepción individual y su estilo propio al colocar las palabras sobre la página. Exige un esfuerzo, no sólo de investigación, sino de imaginación, para introducirse en la experiencia de las personas sobre las que se escribe. En ese sentido, el historiador y el periodista trabajan como los novelistas. Y así lo reconocemos cuando hablamos de ‘Napoleón de Taine’ o el ‘Napoleón de Carlyle’.
Sin embargo, existe una diferencia muy marcada y fundamental en relación con el tipo de verdad que se busca. El novelista Jerry Kosinski que jugaba libremente con todos los datos, incluidos los relativos a su propia vida, se defendía agresivamente. “Me interesa la verdad, no los datos –decía–, y soy lo bastante viejo como para conocer la diferencia”. En cierto sentido, todos los novelistas pueden decir lo mismo. Ningún periodista ni historiador debe decirlo. Tucídides se permitía poner palabras en boca de Pericles, como un novelista. Nosotros, no. Nuestros ‘personajes’ son gente real, y las grandes verdades que buscamos tienen que fabricarse con los ladrillos y el cemento de los datos. ¿Qué dijo exactamente el Primer Ministro? ¿Fue antes o después de la explosión en el mercado de Sarajevo, y de quién era el mortero que disparó la bomba fatal?
Algunos postmodernos están en desacuerdo. Sugieren que la labor de los historiadores debe juzgarse como la de los autores de ficción, por su fuerza retórica y su capacidad de convicción imaginativa, no por una ilusoria verdad objetiva. Eric Hobsbawm da una respuesta perfectamente medida: “Es esencial, escribe, que los historiadores defiendan la base de su disciplina: la supremacía de las pruebas. Aunque sus textos sean ficticios”, como en cierto sentido lo son, porque son composiciones literarias, “la materia prima de esas ficciones la componen datos verificables”. (2)
Lo mismo ocurre con el periodismo. Todos sabemos que, en los niveles más bajos, en la prensa amarilla, se inventan historias. Por desgracia, esa frontera con la ficción también se viola en los niveles más altos, sobre todo en los reportajes con aspiraciones literarias. Cualquier reportaje digno de ser leído incluye reordenar el material, destacar algunos elementos y, en cierta medida, convertir a personas reales en personajes de un drama. Sin embargo, cuando se inventan citas o se altera el orden de los acontecimientos, se cruza la línea. Hay un género del periodismo moderno, el ‘docudrama’, que lo hace y lo reconoce. El docudrama es, por así decirlo, honradamente tramposo. Pero en la mayoría de las ocasiones, esa trampa se hace bajo una máscara de sobria autenticidad.
Los precedentes son notables. El relato de John Reed sobre la Revolución rusa, “Ten Days that Shook the World”, es seguramente uno de los reportajes más influyentes jamás escritos. Sin embargo, Reed no hablaba prácticamente ruso, se inventó muchos diálogos, presentó relatos de segunda mano como si fueran presenciales, mezcló fechas y añadió detalles de imaginación. Como observa Neal Ascherson en un magnífico ensayo sobre su obra, Reed “relata de forma emocionante la aparición de Lenin en una reunión de bolcheviques a puerta cerrada en Smolny, el 3 de noviembre, de la que supuestamente le había ido informando Volodarski, en el exterior de la sala, a medida que se desarrollaba la sesión. Esa reunión no se celebró nunca (…)”. (3)
Para rescatarnos del mal que aquejaba a Reed, y para fastidiar nuestros mejores reportajes, las grandes publicaciones estadounidenses como “The New Yorker” tienen verificadores de hechos (‘fact checkers’). Cuando pasan su fino peine por el texto que ha escrito una persona, ésta queda horrorizada al ver cuantos detalles erróneos se han deslizado en sus notas o se han colado en el paso de las notas al artículo. Pero luego, tarde o temprano, se llega a una serie de párrafos –con frecuencia, los más importantes– en los que los examinadores escriben al margen: “Según el autor”. Es decir, que el autor es la única fuente para decir que es cierto (si es que lo es) que, por ejemplo, en Krajina había una puerta de iglesia manchada de sangre, o que un líder rebelde kosovar ha dicho lo que las notas dicen que ha dicho. Ahí, uno se queda a solas con sus notas y su conciencia. ¿De verdad dijo eso?
Lo ideal, supongo, sería que el autor en cuestión estuviera permanentemente conectado para grabar los sonidos, como un superespía. O, todavía mejor, que llevara una cámara de video en miniatura implantada en el cráneo. Desde luego, la mejor historia contemporánea se ha hecho, en parte, en televisión. Me refiero a series documentales como “The Death of Yugoslavia”. Aunque también se puede hacer que la cámara de televisión mienta, mediante una selección tendenciosa y un montaje manipulador, en sus mejores momentos nos acerca más que cualquier medio a cómo han ocurrido verdaderamente las cosas.
Por el contrario, para el escritor, la grabadora, la cámara convencional, visibles y de uso manual, tienen grandes inconvenientes. Pesan mucho, incluso en las versiones más modernas, avanzadas y aligeradas. Para comprobarlo, no hay más que intentar usar una mientras se toman notas durante una manifestación que avanza con rapidez: en la práctica, es muy difícil ver simultáneamente con la cámara y con el ojo de escritor. Uno siempre corre el peligro de perderse el detalle significativo, crucial para el reportaje, por toquetear la cinta o el objetivo. Y no deja de preocuparse por si los aparatos están grabando y por qué es lo que graban. Además, las grabadoras y las cámaras retraen a la gente. Tanto los políticos como la gente corriente hablan con menos naturalidad y libertad en cuanto ve las máquinas. O, peor aún, hay personas a las que las cámaras y los micrófonos las excitan. Manifestantes o soldados que adoptan actitudes heroicas y realizan declaraciones espectaculares que, en situación normal, no harían. Es decir, estos aparatos cuya función es registrar la realidad, de hecho, la alteran con su mera presencia. Pero eso es algo que ocurre sólo conque se vea una libreta de notas.
En ocasiones yo utilizo una grabadora para una conversación importante, peor mi acompañante inseparable es una liberta de bolsillo. La libreta suele estar abierta mientras habla la persona, pero a veces no, cuando creo que así va a hablar con más libertad, o simplemente cuando estamos andando o comiendo alguna cosa. Entonces lo que hago es transcribir la conversación lo antes posible. Me obsesiona la precisión y creo que, al cabo de veinte años, tengo bastante práctica en ejercitar la memoria. Sin embargo, cuando reviso mis cuadernos, siempre queda una preocupación. ¿De verdad dijo eso?
Veamos el primer párrafo de mi reportaje sobre Serbia en marzo de 1997 (v. Pág. 279): el estudiante llamado Momcilo que exclamaba: “Solo quiero vivir en un país normal”, etcétera. Momcilo lo dijo, en su inglés imperfecto, mientras corríamos por las calles de Belgrado hacia una asamblea de estudiantes. Lo escribí nada más al llegar allí. Si tuviera una grabación de lo que me dijo, seguramente sería ligeramente distinto: una frase un poco más elegante y no tan dura. Pero no dispongo de esa grabación. La verdad histórica y contrastada de ese fragmento del pasado ha desaparecido para siempre. Tienen que fiarse de mí. Recuerdo que poco después hubo discusiones exaltadas en la reunión de estudiantes, y que esas las anoté mientras se producían. Pero yo no hablo serbio, así que lo que se puede leer es la versión de mi intérprete, no tenemos más remedio que fiarnos de ella.
En general, el asunto del idioma es crucial. La mayor parte de las citas que aparecen en este libro son cosas dichas o escritas en lenguas que puedo entender. Pero algunas, sobre todo las que originariamente estaban en albanés o en las lenguas eslavas meridionales que ahora se llaman, de manera confusa, serbio, croata, bosnio y macedonio, me las traducía algún intérprete, con la inevitable pérdida de precisión y matiz que ello supone. Lo primero que hay que preguntar a cualquiera que escriba sobre cualquier sitio es si conoce la lengua.
Al final, en mi opinión, la clave para poder fiarse no es todo ese aparato técnico de grabaciones audiovisuales, fuentes y comprobación de datos, por muy valioso que sea. Se trata de una cualidad que quizá pueda definirse, sobre todo, como veracidad. Nadie va a ser jamás totalmente exacto. Existe un margen de error inevitable y, por así decirlo, cierta licencia artística para que una realidad confusa y cacofónica se transforme en prosa legible. Pero el lector debe estar convencido de que un autor determinado suele ser exacto, que tiene la genuina intención de reunir todo los datos significativos y que no va a jugar con ellos para obtener un efecto literario. Debe sentir que el autor, aunque tal vez no tenga una grabación en video de lo que describe, siempre le gustaría tenerla.
“Homenaje a Cataluña”, de George Orwell, es un modelo de ese tipo de veracidad. El libro es una obra literaria. Es inexacto en muchos detalles, entre otras razones, porque sus cuadernos se los robaron los matones comunistas que fueron a detenerle por ser trostkista. No obstante, no hay la menor duda, ni por un instante, de que está esforzándose para ser lo más exacto posible, para hallar la verdad objetiva que siempre debe separar las llanuras de la historia y el periodismo de las montañas mágicas de la ficción.
La frontera entre periodismo e historia es la más larga en nuestro punto de encuentro de estos tres países. Además es la peor señalada y, por tanto, la más tensa y discutida. Puedo dar fe de ello, ya que he vivido a ambos lados y en medio. En periodismo, decir que un relato es ‘academicista’ –con lo que se pretende decir aburrido, lleno de jerga e ilegible– es la forma más segura de acabar con él. En el mundo académico, decir que el trabajo de alguien es ‘periodístico’ –es decir, superficial, frívolo y, en general, nada riguroso– es menospreciarlo. “¿Historia contemporánea?”, me dijo con desdén un anciano profesor, cuando regresé a mi departamento de Oxford después de trabajar como periodista a finales de los años ochenta. “¿Quiere decir ‘periodismo con notas a pie de página’?”.
A mi juicio, es importante comprender que las razones por las que se hace tanto hincapié en las diferencias entre el periodismo y la historia académica o especializada tiene tanto que ver, si no más, con las exigencias prácticas de ambas profesiones, la imagen que tienen de sí mismas y sus neurosis, como con la verdadera esencia intelectual de ambas disciplinas. Es cierto que las características del mal periodismo y la mala historiografía son muy diferentes: el primero consiste en tonterías sensacionalistas, impertinente, populistas, que leen millones de personas; la segunda, en tesis doctorales especializadas hasta el extremo, pobremente argumentadas y mal escritas, que no lee nadie. Pero las virtudes del buen periodismo y la buena historiografía son muy parecidas: la investigación exhaustiva y escrupulosa; la aproximación compleja y crítica a las fuentes; el firme sentido del tiempo y el lugar, la imaginación suficiente para simpatizar con todas las partes; la capacidad de argumentación lógica; la prosa clara y llena de vida. Cuando Macaulay escribía sus ensayos para el “Edimburgh Review”, ¿era historiador o periodista? Ambas cosas, por su puesto.
Sin embargo, en las sociedades occidentales modernas, la profesión es un rasgo definitorio de la identidad personal, y las profesiones que más cerca están entre sí son las que más se esfuerzan por diferenciarse. Digo sociedades modernas occidentales, porque no ocurría exactamente lo mismo en el mundo comunista, donde la identificación social más importante era la pertenencia a una clase en sentido amplio: la clase intelectual, los obreros y los campesinos. Una de las experiencias interesantes de la última década en los antiguos países comunistas de Europa ha consistido en ver cómo los amigos de han ido diferenciando rápidamente con arreglo a su profesión, a la manera de Occidente. Si antes todos eran simplemente miembros de una clase intelectual, ahora son universitarios, abogados, editores, periodistas, médicos, banqueros, con distintos estilos de vida, modos de vestir, casas, niveles de ingresos y actitudes.
Ahora bien, debido al desarrollo que han tenido las profesiones de periodista e historiador y a las tensiones existentes entre ambas, la elaboración de la ‘historia del presente’ se ha quedado, normalmente, a medio camino entre las dos. Esa tierra de nadie es, tal vez, más amplia, y más llena de tensiones que cuando Lewis Namier dejó de lado la política inglesa del siglo XVIII para seguir atentamente la historia de la diplomacia europea de su época o cuando Hugh Trevor-Roper pasó de ocuparse del arzobispo Laud a escribir “The Last Days of Hitler”.
Cada profesión tiene su defecto característico, si tuviera que resumirlo en una sola palabra, diría que el defecto de la labor periodística es la superficialidad, y el del trabajo académico, la irrealidad. Los periodistas tienen que escribir mucho y están sometidos a muchas presiones para cumplir los plazos. A veces ‘caen en paracaídas’ sobre países o situaciones de la que no saben nada, y se espera que informen sobre ellos al cabo de unas cuantas horas. De ahí la famosa y horrible frase: “¿Hay alguien aquí a quien hayan violado y que hable inglés?”. Luego, su texto lo cortan y lo reescriben los editores y redactores que trabajan con plazos más cortos todavía más acuciantes. Y, al fin y al cabo, mañana será otro día y habrá otro reportaje.
Los estudiosos, por el contrario, puedan tardar años en terminar un solo artículo. Pueden esforzarse sin medida (y a veces lo hacen) para comprobar hechos, nombres, citas, textos y contextos, examinar y reexaminar la validez de una interpretación. Pero también pueden dedicar una vida a describir una guerra sin haber visto jamás disparar un solo tiro. No se supone que deban ser testigos de la vida real, ni se les paga para ello. La metodología, las notas y la postura en algún debate académico permanente pueden parecer tan importantes como desentrañar lo que ocurrió verdaderamente y por qué. En ocasiones, las personas que forman parte de los mundos que ellos describen se ríen, desesperados, por lo irreal de los resultados.
Desde luego, podría detenerme igualmente en las virtudes características de cada uno de los oficios, que son lo opuesto al defecto del otro: la profundidad en el caso del especialista académico, y el realismo en el caso del periodista. La pregunta que interesa es: ¿Ha ido a mejor o a peor? Pues bien, algunas cosas han mejorado. Si leemos lo que se consideraba historia contemporánea en la Gran Bretaña de los años veinte, nos encontraremos con una franca falta de profesionalidad que hoy es impensable. En el periodismo, el aumento en las televisiones de todo el mundo de servicios informativos como los de la CNN, Reuters y BBC World Televisión, además de la documentación disponible en Internet, ofrece nuevas fuentes de una riqueza maravillosa para la historia del presente. Pese a ello, en conjunto, creo que ha empeorado.
Todavía existen algunos cuantos grandes periódicos internacionales: “New York Times”, “Washington Post”, “International Herald Tribune”, “Financial Times”, “Le Monde” en Francia, “Neue Zürcher Zeitung” y el “Frankfurter Allgemeine Zeitung” en el mundo de habla alemana. Normalmente, uno puede creer lo que lee en estos diarios. Pero, incluso en este grupo selecto, si se compran todos y se comparan los relatos que hacen de un mismo suceso, es asombroso cuántas discrepancias se descubren. En general, tienen cuidado de separar los hechos y la opinión, pero hay excepciones. Por ejemplo, la cobertura de las guerras de Yugoslavia en el “Frankfurter Allgemeine Zeitung” estuvo distorsionada, durante años, por las tendencias pro croatas de uno de los propietarios del periódico.
Las exigencias son mucho más bajas en los periódicos del ámbito nacional; sobre todo en Gran Bretaña, donde la competencia por los lectores es feroz. No me refiero exclusivamente a los sorprendentes niveles habituales de inexactitud y distorsiones, causados tanto por el sensacionalismo como por la ideología; en Gran Bretaña, éste es un hecho especialmente visible en cualquier asunto relacionado con la Unión Europea. Pero, además, hay otros dos rasgos igualmente importantes: el dominio de las secciones y el futurismo.
En la actualidad, nuestros periódicos están ocupados, en gran parte, no por las noticias, como sería de esperar, sino por las diversas secciones: estilo, belleza, medicina, moda, gastronomía, ocio, etc. Dicen que eso es lo que quieren los lectores. Mientras tanto, en las páginas que quedan para la información, se extiende la enfermedad más sutil, del futurismo. Cada vez se dedica más espacio a especular sobre lo que puede ocurrir mañana, en vez de describir lo que ocurrió ayer, que era la misión inicial del periodismo. Todas estas especulaciones, leídas con posterioridad, resultan inútiles, excepto como ilustración de lo que la gente no sabía en aquel momento. El hecho de leer mis propios artículos para este libro me han servido para recordar, de nuevo, que no hay nada que envejezca con tanta rapidez como la profecía, incluso cuando es clarividente.
Por todas estas razones, cada vez es menos frecuente que la historia del presente se escriba en su medio natural, los periódicos. Pero también hay problema en el lado académico de la frontera. Es verdad que algunos historiadores profesionales han abordado temas de la historia reciente. Incluso el departamento de Historia de la Universidad de Oxford, con una antigua reputación de convervadurismo (con minúsculas), incluye ya un programa de historia británica con final abierto y orientado hacia el presente. Pero, en mi experiencia, casi todo los historiadores académicos siguen siendo reacios a aproximarse a la actualidad por debajo de los habituales treinta años que tardan en hacerse públicos los documentos oficiales en la mayoría de las democracias. Todavía tienen tendencia a dejar ese territorio a los colegas especializados en materias tales como relaciones internacionales, ciencias políticas, asuntos de seguridad, estudios europeos o estudio sobre refugiados.
Sin embargo, estas especialidades relativamente nuevas sienten con frecuencia la necesidad de establecer sus credenciales académicas y su derecho a reclamar la elevada denominación de ciencia (en el sentido de la palabra alemán Wissenschaft) mediante una fuerte dosis de teoría, jerga, abstracción o cuantificación. En caso contrario, la gente podría confundir su trabajo –horror de horrores– con el periodismo. Incluso cuando los autores en cuestión tienen la formación necesaria para escribir sobre historia, los resultados suelen sufrir un exceso de especialización, una prosa ilegible y un fallo característico: la falta de realismo. Al mismo tiempo, las presiones de la norma de ‘publicar o perecer’ copiada de los estadounidenses y reforzadas en Gran Bretaña por la ‘evaluación de investigaciones’ impuesta por el Estado, hacen que muchos trabajos académicos en pleno proceso de elaboración se publiquen en forma de libro. También en este caso, la proporción entre cantidad y calidad ha ido peor, sin ninguna duda.
Por eso sostengo, que pese a todos sus inconvenientes la aventura literaria de escribir ‘historia del presente’ siempre ha merecido la pena, y ahora todavía más, por la forma de hacer y documentar la historia en nuestros días; y porque le ha perjudicado la evolución habida en las profesiones del periodismo y la historia académica. No obstante, uno puede hartarse pronto de tanta introspección metodológica. En mi opinión, el hábito generalizado y compulsivo de etiquetar, encasillar y compartimentar es una enfermedad de la vida intelectual moderna. Dejemos que el trabajo hable por sí mismo. Al final, lo que importa es una sola cosa: ¿es el resultado auténtico, importante, interesante o conmovedor? Si lo es, qué más da la etiqueta. Y si no lo es, entonces, no merece la pena leerlo.
T.G.A., Oxford, febrero de 1999
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Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno... Jean Paul Sartre
"El Blanco Móvil"
Taller de periodismo
Miguel Ángel Bastenier
El País de España
Extensión: 2.915 palabras
Miguel Ángel Bastenier es el subdirector de relaciones internacionales del diario El País (España) y uno de los periodistas más prestigiosos de Europa, cuya prensa conoce como pocos.
Las siguientes son las memorias del taller convocado por al FNPI que dictó en Bogotá entre el 8 y el 11 de agosto del 2001 en la sede de la Fundación Santillana.
Polémico y mordaz, con Bastenier ningún taller puede resultar aburrido. En este caso sus opiniones giraron en torno al tema de la formación de periodistas, el estado de cosas de la prensa en Europa y América Latina y, sobre todo, en su propuesta sobre géneros periodísticos, explicada ampliamente en su recién editado libro: El Blanco Móvil: Curso de Periodismo (Aguilar - El País, 2001).
Edición: Pedro Badrán
"Las comillas son el gran enemigo del periodismo"
"Lo que la gente habla no se entiende
y lo que publicamos no se ha dicho"
Miguel Ángel Bastenier refiriéndose a las entrevistas.
Por fortuna se puede iniciar este relato con estas dos citas, obviamente descontextualizadas, para que el maestro y los talleristas absuelvan al autor de cualquier posible tergiversación. Nunca se sabe cómo ocurrieron los hechos, y menos qué ocurrió en un lugar donde, en medio del insoportable humo de los cigarros, se partió de la premisa de que es imposible enseñar periodismo a pesar de que maestro había escrito un libro que lleva por título El Blanco Móvil, Curso de Periodismo.
El sentido de estas memorias no será describir o evocar cada uno de los debates que allí se plantearon y menos ofrecer conclusiones sobre temas que nunca podrán agotarse. Pero a través de un híbrido de entrevista temática y romanceada ellas recordarán algunos de los puntos más interesantes de este seminario. Por desgracia ninguno de estos párrafos pueden aspirar a la completud pregonada por el maestro, menos a la objetividad y quizás un poco a la honradez.
Estado de la profesión
A comienzos del siglo XXI estamos viviendo la ‘Era de las tormentas’, de múltiples cambios en las redacciones de los periódicos. No hay ninguna garantía de que en los próximos 25 años haya ediciones de los diarios en papel y que exista el oficio tal como lo conocemos hoy. Hacemos un producto que no es necesario. Cualquier ciudadano culto no necesita periódicos. En los últimos cinco años no ha aumentado la venta de periódicos ni en Europa ni en EEUU. Los periódicos no crecerán nunca más. Ya no hay bolsa de lectores por conquistar.
Como si esto fuera poco, en los periódicos no se cuenta nada nuevo, la mayoría de las noticias han sido ya relatadas por televisión. En los próximos años habrá que justificar una razón para que la gente compre periódicos. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿Por qué se siguen comprando periódicos? La respuesta es muy simple: Porque los hábitos mueren difícilmente.
Las operaciones digitales son, además, un gran enemigo de las ediciones de papel. Cuanto más éxito tienen las ediciones digitales, menos ejemplares se venden. ¿Llegaremos a cobrar por el diario on-line, tal como lo hacen ya algunos periódicos como el “Wall Street Journal”? El lector se conforma con la versión on-line, pero una vez satisfecho, no compra el periódico. La oferta de Internet hoy en día es pequeña pero en diez años será inmensa.
Por otro lado, la vía electrónica nos permite "inventar / personalizar" nuestro periódico, pero evidentemente pone en peligro las ediciones de papel. En medio de esta situación es necesario revisar la tensión existente entre la agenda obligada y la agenda propia.
Agenda Obligada y Agenda Propia
Es un hecho que el modelo de diario general tiende a desaparecer y sólo sobrevivirán periódicos más personalizados, con agendas propias, donde el lector pueda encontrar lo que busca y sólo lo que busca. Esto permitiría una justificación de compra distinta.
Contra la agenda propia, que es una necesidad urgente, obra la estructura actual de los periódicos basada en las secciones. En ese sentido, los periódicos colombianos poseen unas secciones extrañas, por decir lo menos, y absurdas en la mayoría de los casos.
En 25 años sólo sobrevivirán dos tipos de periódicos: Los diarios perspectivistas, que tratan de explicar el mundo al mundo (“Folha de Sao Paulo” y “Le Monde” son dos ejemplos de esta tendencia) y los diarios de proximidad, aquellos que cuentan lo que ocurre a 50 kilómetros a la redonda, diarios regionales podrían llamarse. En Colombia, los periódicos de provincia no se han enterado de esta situación y siguen publicando noticias internacionales que no interesan al lector.
Un ejemplo de AGENDA PROPIA es el titular de “Le Monde”, edición del viernes 10 de septiembre de 1999.
"Contra el olvido, retorno a Kosovo"
El periódico se convierte en fuente, de hecho renuncia a una noticia de actualidad porque se considera derrotado de antemano. Pretende en cambio ofrecer un análisis de la situación de Kosovo, a pesar de no ser el tema del momento.
Estudios de periodismo
Los estudios de periodismo no son asimilables a una profesión liberal. De allí la imposibilidad de enseñarlo. Y más en las facultades de comunicación, cuyas características estructurales lo imposibilitan. Se puede aprender periodismo bajo supuestos de realidad, como se hace en la Escuela de El País. Es necesario resaltar que la enseñanza debe impartirse desde instituciones privadas, porque la información es un objetivo imposible del Estado.
El debate sobre si los estudios de periodismo deben ser de postgrado o no, o sobre cómo deben concebirse es demasiado largo para siquiera intentar capturar en estas líneas los matices de la discusión. Frente a las frases que se refieren al oficio: "Los comunicadores sociales saben de todo pero de nada más"; "El periodista es un ignorante al que se le permite aprender en público", es necesario preguntarse qué tipo de periodistas queremos en el futuro. El maestro Miguel Ángel Bastenier propone el modelo de un generalista que se ha especializado.
Las experiencias de nombrar politólogos, médicos y arquitectos como editores de páginas de orden público, salud o urbanismo –respectivamente por supuesto– tampoco parecen dar resultados, porque en la mayoría de los casos, tales especialistas desconocen el oficio de editor.
Géneros informativos,
de lo seco a lo húmedo
Los géneros no existen. En cualquier sentido un género es una abstracción, una forma de clasificar. El periodista inventa los géneros para trabajar mejor. El sistema propuesto por el maestro es un mapa, una topografía y por tal razón es necesario recordar que los mapas nunca reproducen el territorio. Lo que se propone en El Blanco Móvil es un sistema formal para trabajar e incluso para enseñar periodismo.
Las barreras entre los géneros no son precarias –como dice Daniel Samper– sino que son móviles. En este sistema de géneros, básicamente informativos, se proponen tres grandes géneros que se podrían caracterizar por los grados de interpretación que ellos implican.
El género seco es el punto cero de interpretación y no se firma nunca. Es el texto de la despersonalización máxima, cosa que es imposible puesto que siempre estamos interpretando. El periodista carece de toda propiedad sobre el texto y no ha tenido ninguna participación en la consecución de los datos. Se limita a trabajar con material de agencias o fuentes indirectas.
La crónica –valga la pena aclarar que no coincide con el término que se aplica en el periodismo de América Latina y particularmente en Colombia, pero es obvio que Bastenier lo utiliza en un sentido particular– implica un mayor grado de interpretación por parte del periodista. El periodista no puede estar en todas partes al mismo tiempo y, en consecuencia, acude a una multiplicidad de fuentes. En este caso predomina lo ajeno (información de agencias, noticias radiales, información de archivo, etc.) pero el periodista se apropia de este material y lo recicla.
Dentro de la crónica, encontramos un subgénero que es el análisis, definido como una crónica que no se centra en los acontecimientos del momento. Vuelve atrás para llegar a conclusiones (que no pueden ser favorables ni desfavorables, ni buenas ni malas). Es una teoría para contar lo que no se ve. El soporte informativo de un análisis es un párrafo a lo sumo que sirve para establecer un punto de vista y llegar a una conclusión técnica. Trata de explicar el revés de las cosas.
En la medida en que aumenten los análisis rigurosos formaremos una mejor opinión pública. Por lo regular, en la prensa latinoamericana los analistas satanizan y abundan en opiniones personales. La gran diferencia entre interpretar y opinar es que la interpretación es esclarecimiento en tanto que la opinión es preferencia. Sin embargo, es difícil llevar esta frase a la realidad.
El reportaje es el género mayor y debe firmarse. Es el periodista convertido en fuente quien además tiene propiedad sobre el material informativo. Se permite pasar de la interpretación al juicio pero no es recomendable.
Se podrían identificar dos tipos de reportajes: el reportaje de escenarios, realizado in situ por el periodista; y el reportaje virtual, donde el periodista reconstruye hechos y situaciones, incluso personajes, a partir de las declaraciones de múltiples fuentes directas. Este reportaje puede alcanzar el grado máximo de personalización.
En el sistema propuesto por Bastenier, La entrevista es un subgénero del reportaje. Es el género ficción por excelencia. Esto no quiere decir que sea falsa pero, en sentido estricto, lo que la gente habla no se entiende y lo que publicamos en realidad no se ha dicho nunca. El diálogo real con un personaje, la grabación misma, es impresentable. La entrevista está oculta dentro de los cuarenta minutos de conversación. La respuesta veraz se construye y está en el minuto 12 de la grabación, luego en el 25, y más tarde en el 39. Esta respuesta es un producto literario basado en la conversación.
Hay tres formas de entrevista: Pregunta–respuesta, quizás la más ficticia de todas; Romanceada que consiste en un diálogo interruptus, si se permite el término, a veces interpretado y a veces con comillas; y Temática, en la que a partir de un tema propuesto, el entrevistado ofrece respuestas. La más realista es la entrevista romanceada, muy usual en la prensa británica.
Según Bastenier, este sistema de clasificación de géneros periodísticos, que no pretende erigirse en único, permite identificar si no el género al menos una línea melódica para que el periodista (y los estudiantes) trabajen de una manera más cómoda, y donde en última instancia puedan encontrar su propia voz. A juicio de algunos participantes, el concepto de línea melódica puede ser más funcional desde un punto de vista didáctico. Para otros talleristas, sin embargo, el sistema de Bastenier puede cerrar un poco las posibilidades de escritura.
Más allá de si este sistema es aplicable o no al periodismo colombiano (el término crónica, tal como lo presenta el maestro, es bastante problemático para los latinoamericanos y en especial para los colombianos) lo importante es instalar el debate sobre los Géneros Periodísticos en las universidades y en las redacciones de los periódicos.
Ante la aparición en escena de la expresión Periodismo literario, se alertó a los periodistas y profesores sobre el peligro de que los estudiantes confundan esta técnica con la ausencia de rigor y la escasa búsqueda de información. "Entre más información se tenga se puede escribir mejor", anotó uno de los asistentes. Para el maestro Bastenier, el problema es que no se puede hablar de lo literario porque nadie sabe qué es lo literario. El periodismo debe ser bien escrito, bien investigado, y es difícil establecer si es literario o no.
De titulares y editores:
Un poco de taller
El que piensa el periódico es el gran periodista. Un periódico es una ciudad y los buenos periódicos son los reconocidos por los grandes paseantes. El buen periodista es el que hace periódicos habitables. El lector debe encontrar lo que busca en cada sitio. En ese sentido la prensa colombiana es pobre y hay un escaso respeto por el lector. Las secciones no se definen, cambian de páginas todos los días, o se definen de manera arbitraria. En el caso colombiano, parece que es difícil encontrar buenos editores.
En cuanto a los titulares, parece no existir un criterio definido. En el análisis que se hizo, a manera de taller periodístico, de la noticia publicada en la edición de Agosto 10 de El Espectador, página 2 A, se abre con el siguiente titular: "Fue un ataque anunciado". En realidad nunca se sabe de dónde salieron tales comillas. No es recomendable escribir "hace diez meses" porque no se puede obligar al lector a hacer cálculos. Así lo han establecido confiables estudios de legibilidad.
En la misma edición en la página 4 A se abre con el titular: "Habría ONG cercanas a ETA en la caravana". Según el maestro español, este titular no está escrito en castellano. Un titulo informativo, además, no puede ser nunca una sospecha.
En el cuerpo de esta noticia, el lector ignora qué es ETA (el grupo separatista vasco, que ha efectuado atentados terroristas en España). Todo párrafo periodístico debe aspirar a la completud, es decir a ser autosuficiente por sí mismo. Por supuesto no es necesario explicar qué es ETA en cada uno de los párrafos. Una vez realizada esta contextualización, el periodista puede soltar ciertos lastres.
En la página 6 A de la misma edición se lee: “Narcotráfico, ¿delito de lesa humanidad?” El lector se pregunta si esto es un análisis o una noticia. Si es un análisis, entonces debe firmarse. Si es una noticia, no se permiten los signos de interrogación.
En Colombia, así como en otros diarios latinoamericanos, no hay formato de primera página. Los grandes periódicos a lo sumo tienen siete modelos de primera página y ya son muchos.
Uno de los aspectos que merece más atención es la foto de primera página. Para que una foto tenga calidad no basta con que narre una acción. En las fotos de los periódicos latinoamericanos no hay profundidad de campo. Y también en muchas de El País. En Europa, el periódico que mejor trabaja las fotos es “The Independent”.
Tres escuelas de Periodismo
Los periódicos de América Latina informan muy poco sobre América Latina. ¿Puede deberse a la imposibilidad de mantener corresponsales? Para algunos de los asistentes se debe a las limitaciones de espacio y a las condiciones de las páginas internacionales. Para Miguel Ángel Bastenier, el problema es mental. En México, hace dos décadas, se publicaban más noticias sobre América Latina. En Ecuador se ha replanteado el asunto y ya empiezan a formarse especialistas en el conflicto colombiano. El Nacional de Caracas ha conformado una plantilla de especialistas y quiere ser una excepción en el tratamiento de la noticia internacional.
En la prensa europea se podrían distinguir tres escuelas de periodismo.
La escuela británica, la más imitada en el continente y la que más ha evolucionado. Los periódicos británicos son muy bien escritos y se firma todo porque el material así lo amerita. El autor interpreta la realidad y toda noticia se publica con un input considerable y casi toda la información es analítica. A los periodistas les interesa muy poco la identificación del género.
El índice de compras de los periódicos sigue siendo muy elevado, aunque no aumenta y tiende incluso a bajar. En Inglaterra se cierran diarios con un millón de ejemplares en venta, como "Morning Star". No hay un diario que venda cuatro millones de ejemplares. “The Sun” vende tres millones. En Inglaterra se venden 300 diarios por cada mil habitantes, un promedio modesto si se compara con Noruega donde se venden 510 ejemplares por cada mil.
Una segunda escuela es la Francesa, donde podrían caber también España y Portugal. El periodismo francés tiene una larga tradición que hoy está en quiebra. Hace diez años Le Monde era un periódico muy bien escrito. Francia tiene tres grandes diarios cuyas ventas sumadas no llegan al millón de ejemplares, seis veces menos que en Inglaterra. Sin embargo, el éxito de la prensa regional es grande en este país. En algunos diarios de provincia se hacen 18 ediciones distintas con páginas internacionales comunes. "Liberation" es quizás el periódico francés que todavía mantiene la bandera del periodismo tradicional y "Le Monde Diplomatique" es la única publicación de izquierda que queda en Europa.
La escuela italiana es interesante y por fortuna, según el propio Miguel Ángel Abstener, vulnera todo lo que se dijo en este seminario. Italia tiene los diarios más personalizados y no se concibe la posibilidad de escribir algo sin firma. El periodismo italiano busca una complicidad, un diálogo con el lector, quien entiende los guiños que le hace el periodista. En la prensa italiana hay una gran cantidad de información sobrentendida. Se le concede gran importancia a la política, al deporte y las secciones de cultura son las más cosmopolitas, aunque para los italianos España no existe.
El periodismo español es técnicamente muy bueno, fino, y mantiene una amplia cobertura en sus páginas internacionales. Sin embargo, la prensa es brutalmente politizada.
A pesar de que directores y editores de todos los países de Europa se han reunido en múltiples oportunidades para concebir diarios europeos y crear lazos empresariales e informativos, son pocos los cambios profundos que se han visto en los últimos años. Por supuesto, los periódicos han cambiado pero las modificaciones han sido lentas y más que todo formales. Todavía, por ejemplo, no se incorporan páginas dedicadas a las empresas y hay muchas dificultades para trabajar con agendas propias porque la dictadura de las secciones sigue mandando.
En todo el mundo los periódicos deben transformarse si quieren sobrevivir a los cambios tecnológicos y a la competencia de los medios electrónicos. Lo que sí es cierto es que en veinticinco años los periódicos no serán iguales y el oficio de periodista no existirá como lo conocemos hoy. Comprar y leer un diario es un ejercicio suntuario. Luego entonces tenemos que hacerlo útil si queremos seguir en este oficio.
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"Historia del presente"
Ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los 90
Timothy Garton Ash
(Traducción de Marisa Rodríguez Tapia). Tusquets editores 2000.
Introducción
El 1 de enero de 1990, un minuto después de la medianoche, ya sabíamos que esta década iba a ser decisiva para Europa. Con el Muro de Berlín acababan de derrumbarse cuarenta y un años de orden europeo. Todo parecía posible. Todo el mundo saludaba a la “nueva Europa”. Pero nadie sabía cómo iba a ser.
Hoy lo sabemos: en Europa occidental, en Alemania, en Europa central y en los Balcanes; en todas las regiones, como es natural, el futuro está repleto de sorpresas. Siempre lo está. Pero al terminar la década podemos vislumbrar el perfil general del nuevo orden europeo al que ya hemos dejado de llamar “nuevo”. Sólo en el vasto territorio de la antigua Unión Soviética, lleno de divisiones étnicas, el rumbo más elemental de estados como Rusia y Ucrania sigue siendo nebuloso. Y quizá también, al otro extremo de Europa, el de un Reino Unido cada vez menos unido.
Este libro no pretende ser una historia exhaustiva de los años noventa en Europa. Es una colección de lo que se denomina acertadamente ‘piezas’ –en otras palabras ‘retazos’– que reflejan mis propios intereses, mi experiencia y mis viajes. Sin embargo, la cronología presente en todo el libro no sirve únicamente para hilvanar un ensayo con otro, sino que también deja constancia de importantes acontecimientos ocurridos en Europa y que no figuran en ninguno de ellos. En esta línea temporal he incluido algunos breves esbozos, como apuntes de diario, sacados fundamentalmente de mis cuadernos de notas y, asimismo, de mis recuerdos. También hay otros esbozos más largos en el cuerpo principal del texto. La mayor parte del libro consiste en análisis publicados, sobre todo, en “The New York Review of Books”, y que se beneficiaron de la experta labor de edición de la persona a la que va dedicado este libro. Por último, hay varios ensayos en los que intento ofrecer una síntesis provisional de temas más amplios, como son el desarrollo de la Unión Europea, la turbulenta relación de Gran Bretaña con ropa o la manera de afrontar el legado de una dictadura en diversos países.
Como corresponde a una ‘historia del presente’, todo lo que constituye el texto principal se escribió en la época de la que se habla o poco después. He corregido ligeramente los artículos, sobre todo para eliminar las repeticiones, pero no he añadido ni cambiado nada fundamental. La cronología y los apuntes breves los recopilé más recientemente. En ocasiones, asimismo, he añadido un comentario al final del ensayo.
Me gustaría reflexionar sobre lo que significa escribir ‘la historia del presente’. La expresión no es mía. Por lo que sé, la acuñó el diplomático e historiador estadounidense George Kennan, en una reseña de mi libro “The Uses of Adversity”, sobre Europa central en los años ochenta. Me parece la mejor definición posible de lo que intento hacer desde hace veinte años, combinando el oficio de historiador y el de periodista.
Sin embargo, es una expresión que suscita inmediatamente el desacuerdo. ¿Historia del presente? Está claro que son términos contradictorios. Está claro que la historia, por definición, trata del pasado. La historia consiste en libros sobre César, la guerra de los Treinta Años o la Revolución rusa. Consiste en descubrimientos y nuevas interpretaciones basadas en años de rastreo y de estudio documental en archivos.
Dejemos aparte la objeción de que ‘el presente’ no es más que una fina línea, un milisegundo de longitud, entre el pasado y el futuro. Sabemos a qué nos referimos cuando decimos ‘el presente’, aunque los límites cronológicos sean siempre objeto de discusión. Podemos llamarlo ‘el pasado muy reciente’, o de ‘los acontecimientos actuales’, si se prefiere. Lo importante es esto: muchas personas –no solo historiadores profesionales, sino la mayoría de los árbitros de nuestra vida intelectual– opinan que es necesario que pase un mínimo período de tiempo y que se disponga de ciertos tipos establecidos de fuentes documentales para que se pueda considerar que una cosa escrita sobre ese pasado inmediato es historia.
No siempre fue así. Como ha observado el erudito historiador e intelectual alemán Reinhart Koselleck, desde la época de Tucídides hasta bien entrado el siglo XVIII, haber sido testigo ocular de los hechos descritos o, mejor aún, haber intervenido directamente en ellos, se consideraba una ventaja fundamental a la hora de escribir historia. (1) Se pensaba que la historia contemporánea era la mejor. Fue sólo con la aparición de la idea de progreso, la expansión de la filología crítica y la obra de Leopold von Ranke cuando los historiadores empezaron a pensar que los acontecimientos se entendían mejor cuanto más alejado estuviera uno de ellos. Si nos paramos a pensarlo, la verdad que ésta es una idea muy rara: supone afirmar que la persona que no estuvo allí sabe más que la que estuvo.
Hasta el más ascético seguidor de Ranke depende de los testigos que dejan el primer documento escrito sobre el pasado. Si no dejan testimonio escrito, no hay historia. Si lo hacen mal o con un objetivo muy distinto (religioso, astrológico, escatológico), el historiador no hallará allí respuesta a las preguntas que desea hacer. Por consiguiente, es preferible contar con un testigo que también tenga interés por encontrar respuestas a las preguntas del historiador sobre los orígenes y las causas, las estructuras y el proceso, el individuo y la masa. Por ejemplo, las memorias personales de Alexis Tocqueville sobre la Revolución de 1848 en Francia valen más que veinte textos juntos.
Esta necesidad de testigos con mentalidad histórica se ha agudizado en épocas recientes, por una razón muy sencilla. En tiempos de Ranke, la política se plasmaba sobre el papel. La diplomacia se llevaba a cabo o quedaba inmediatamente documentada a través de la correspondencia. Los políticos, generales y diplomáticos escribían largos diarios, cartas y memorandos. Por supuesto, también entonces había muchas cosas cruciales que no se escribían: acuerdos privados que se susurraban en los pasillos del Congreso de Viena, conversaciones íntimas de reinas… También entonces, la mayoría de la experiencia humana no se anotaba jamás. Pero la política, en su mayor parte, sí.
Hoy, por el contrario, la alta política se desarrolla, cada vez más mediante encuentros personales (gracias al avión), por teléfono (cada vez más con más frecuencia, a través del teléfono móvil) o mediante otros sistemas de comunicación electrónica. Por supuesto, después se elaboran actas de esas reuniones y, en el caso de las máximas autoridades, se transcriben las conversaciones telefónicas. Pero la proporción de asuntos importantes que se trasladan al papel ha disminuido. ¿Y quién sigue escribiendo cartas descriptivas o diarios detallados en la actualidad? Una minoría cada vez más reducida.
Los investigadores pueden acudir a las imágenes de televisión, desde luego. A veces, pueden oír las cintas telefónicas –o las escuchas ilegales– de las conversaciones. Tal vez en el futuro incluso lean los correos electrónicos. No se trata de que haya menos fuentes que antes, más bien al contrario; un especialista en historia antigua tiene que reconstruir toda una época a partir de un solo papiro, mientras que el historiador contemporáneo, para hablar de un solo día, cuenta con fuentes suficientes para llenar una habitación. Lo que ha ido a peor es la relación entre cantidad y calidad.
Por otro lado, nunca como ahora han estado los políticos, diplomáticos, militares y empresarios tan ávidos de ofrecer su propia versión sobre lo que acaba de ocurrir. Las crisis iraquíes, como es sabido, se desarrollan en ‘tiempo real’ en la CNN. Los ministros europeos salen corriendo de las reuniones de la UE para hablar con los periodistas de sus respectivos países. Como es natural, cada uno da su versión y ofrece sus propios matices. Pero si se reúnen las diversas versiones, es posible obtener una instantánea bastante buena de lo que ha sucedido.
En otras palabras, ahora ha aumentado lo que es posible saber poco después de los hechos y ha disminuido lo que se puede saber mucho después. Ocurre, sobre todo, cuando se trata de acontecimientos extraordinarios. Durante parte de los espectaculares debates entre los dirigentes de la ‘revolución de terciopelo’ en Checoslovaquia, celebrados en el teatro de la Linterna Mágica de Praga en noviembre de 1989, yo era la única persona presente que tomaba nota. Recuerdo que pensé: “Si no escribo todo esto, nadie más lo va a hacer. Se desvanecerá para siempre, como el agua del baño por el desagüe”. Gran parte de la historia reciente ha desaparecido de este modo y no podrá recobrarse jamás, por falta de un testigo que dejara constancia.
Aún así, siguen existiendo dos poderosas objeciones. En primer lugar, dado que las cosas que los gobiernos y las personas intentan mantener en secreto son, con frecuencia, las más importantes, la publicación posterior de nuevas fuentes puede cambiar de forma sustancial el panorama. No es un argumento decisivo a favor de esperar –mientras tanto, es posible que se olviden cosas tan importantes como aquellas y que, en su momento, se comprendían muy bien–, pero sí es un riesgo considerable de este género. En el prefacio en mi primera ‘historia del presente’, un relato de la revolución de Solidaridad en Polonia, indicaba que no habría intentado escribir el libro si hubiera tenido la impresión de que los documentos oficiales de los regímenes comunista soviético y polaco iban a estar disponibles en un futuro próximo. Esa era una cosa que –continuaba alegremente– que parecía “tan probable como la restauración de la monarquía en Varsovia o Moscú”. Ocho años después el bloque soviético había desaparecido, y muchos de esos documentos estaban a nuestro alcance. Por suerte, también citaba la advertencia de Sir Walter Raleigh, en el prefacio a su libro “History of the World”, de que “quien al escribir una historia moderna, siga la verdad muy de cerca, puede acabar sin dientes”.
La segunda objeción es que no conocemos las consecuencias de los hechos actuales, de forma que nuestra comprensión de su importancia histórica es mucho más especulativo y susceptible de revisión. También esto es verdad, sin ninguna duda. Cualquier chico de sexto que estudia historia sabe que el Imperio romano entró en decadencia y se derrumbó. Cuando escribíamos sobre el Imperio soviético en los años ochenta, ninguno de nosotros conocíamos el final de la historia. En 1988 yo publiqué un ensayo titulado “The Empire in Decay”, pero creía que todavía faltaba mucho para la caída de ese imperio. En enero de 1989 escribí un artículo que desechaba las sugerencias de que el Muro de Berlín podía abrirse pronto.
No obstante, eso puede ser también una ventaja. Quien escribe mientras ocurren los hechos deja documentado lo que la gente no sabía entonces; por ejemplo, que el Muro estaba a punto de caer. Se detiene en hechos que parecían terriblemente importantes en la época, pero que si no se hubieran puesto por escrito, ahora estarían olvidados, porque no tuvieron ninguna consecuencia. Con ello se evita, tal vez, la ilusión óptica más poderosa que aqueja al historiador.
Uno de los placeres genuinos de sumergirse en los archivos de un período acabado es que, a lo largo de los meses y los años, se ve gradualmente como aparece en las montañas de papel, una especie de mensaje escrito con tinta invisible. Pero luego hay que empezar a preguntarse: ¿Esa pauta está verdaderamente en el pasado? ¿O solo está en la cabeza de quien escribe? O tal vez sea una pauta presente en el tejido de la época en la que trabaja el historiador. Cada generación tiene su propio Cronwell, su propia Revolución francesa, su propio Napoleón. Donde los contemporáneos no veían más que un páramo en penumbra, el historiador actual puede ver un jardín cuidado, una plaza bien iluminada o, la mayoría de las veces, un camino que conduce al siguiente hito histórico. El filósofo francés Henri Bergson habla de las ‘ilusiones del determinismo retrospectivo’.
Los periodistas norteamericanos que escriben libros sobre la historia reciente suelen referirse a ellos, con modestia, como ‘el primer borrador de la historia’. Ello implica que el segundo o tercer borrador del especialista va a ser siempre una mejora. Pues bien, en ciertos aspectos es posible que lo sea, porque disponía de más fuentes y una perspectiva más alejada. Pero en otros es posible que no, porque el especialista no sabrá verdaderamente –y, por tanto, no podrá reproducir– cómo eran las cosas entonces: qué aspecto y qué olor tenían los lugares, qué sentía la gente, qué cosas no sabían. Cada autor tiene su propio método de trabajo, pero yo puedo resumir mi experiencia en una frase: no hay nada comparable a estar allí.
Kennan decía que la historia del presente pertenece “a ese campo del trabajo literario y poco visitado, en el que el periodismo, la historia y la literatura (…) se unen”. También esta observación me parece exacta. El rincón de Europa en el que se juntan Francia, Alemania y Suiza se llama, en alemán, el Dreinländereck, o punto de encuentro de los tres países. La ‘historia del presente’ está en un punto de encuentro entre el periodismo, la historia y la literatura. Estas áreas fronterizas siempre son interesantes pero, con frecuencia, están llenas de tensiones. A veces, trabajar en este rincón es como caminar por tierra de nadie.
La frontera más corta y mejor diferenciada es la existente entre la historia y el periodismo, por un lado, y la literatura, por otro. Tanto el buen periodismo como la buena historiografía poseen algunas características propias de la ficción de calidad: imaginación para simpatizar con los personajes del relato y poderes literarios de selección, descripción y evocación. El reportaje o la narración histórica es siempre un relato escrito por un autor concreto, impregnado por su percepción individual y su estilo propio al colocar las palabras sobre la página. Exige un esfuerzo, no sólo de investigación, sino de imaginación, para introducirse en la experiencia de las personas sobre las que se escribe. En ese sentido, el historiador y el periodista trabajan como los novelistas. Y así lo reconocemos cuando hablamos de ‘Napoleón de Taine’ o el ‘Napoleón de Carlyle’.
Sin embargo, existe una diferencia muy marcada y fundamental en relación con el tipo de verdad que se busca. El novelista Jerry Kosinski que jugaba libremente con todos los datos, incluidos los relativos a su propia vida, se defendía agresivamente. “Me interesa la verdad, no los datos –decía–, y soy lo bastante viejo como para conocer la diferencia”. En cierto sentido, todos los novelistas pueden decir lo mismo. Ningún periodista ni historiador debe decirlo. Tucídides se permitía poner palabras en boca de Pericles, como un novelista. Nosotros, no. Nuestros ‘personajes’ son gente real, y las grandes verdades que buscamos tienen que fabricarse con los ladrillos y el cemento de los datos. ¿Qué dijo exactamente el Primer Ministro? ¿Fue antes o después de la explosión en el mercado de Sarajevo, y de quién era el mortero que disparó la bomba fatal?
Algunos postmodernos están en desacuerdo. Sugieren que la labor de los historiadores debe juzgarse como la de los autores de ficción, por su fuerza retórica y su capacidad de convicción imaginativa, no por una ilusoria verdad objetiva. Eric Hobsbawm da una respuesta perfectamente medida: “Es esencial, escribe, que los historiadores defiendan la base de su disciplina: la supremacía de las pruebas. Aunque sus textos sean ficticios”, como en cierto sentido lo son, porque son composiciones literarias, “la materia prima de esas ficciones la componen datos verificables”. (2)
Lo mismo ocurre con el periodismo. Todos sabemos que, en los niveles más bajos, en la prensa amarilla, se inventan historias. Por desgracia, esa frontera con la ficción también se viola en los niveles más altos, sobre todo en los reportajes con aspiraciones literarias. Cualquier reportaje digno de ser leído incluye reordenar el material, destacar algunos elementos y, en cierta medida, convertir a personas reales en personajes de un drama. Sin embargo, cuando se inventan citas o se altera el orden de los acontecimientos, se cruza la línea. Hay un género del periodismo moderno, el ‘docudrama’, que lo hace y lo reconoce. El docudrama es, por así decirlo, honradamente tramposo. Pero en la mayoría de las ocasiones, esa trampa se hace bajo una máscara de sobria autenticidad.
Los precedentes son notables. El relato de John Reed sobre la Revolución rusa, “Ten Days that Shook the World”, es seguramente uno de los reportajes más influyentes jamás escritos. Sin embargo, Reed no hablaba prácticamente ruso, se inventó muchos diálogos, presentó relatos de segunda mano como si fueran presenciales, mezcló fechas y añadió detalles de imaginación. Como observa Neal Ascherson en un magnífico ensayo sobre su obra, Reed “relata de forma emocionante la aparición de Lenin en una reunión de bolcheviques a puerta cerrada en Smolny, el 3 de noviembre, de la que supuestamente le había ido informando Volodarski, en el exterior de la sala, a medida que se desarrollaba la sesión. Esa reunión no se celebró nunca (…)”. (3)
Para rescatarnos del mal que aquejaba a Reed, y para fastidiar nuestros mejores reportajes, las grandes publicaciones estadounidenses como “The New Yorker” tienen verificadores de hechos (‘fact checkers’). Cuando pasan su fino peine por el texto que ha escrito una persona, ésta queda horrorizada al ver cuantos detalles erróneos se han deslizado en sus notas o se han colado en el paso de las notas al artículo. Pero luego, tarde o temprano, se llega a una serie de párrafos –con frecuencia, los más importantes– en los que los examinadores escriben al margen: “Según el autor”. Es decir, que el autor es la única fuente para decir que es cierto (si es que lo es) que, por ejemplo, en Krajina había una puerta de iglesia manchada de sangre, o que un líder rebelde kosovar ha dicho lo que las notas dicen que ha dicho. Ahí, uno se queda a solas con sus notas y su conciencia. ¿De verdad dijo eso?
Lo ideal, supongo, sería que el autor en cuestión estuviera permanentemente conectado para grabar los sonidos, como un superespía. O, todavía mejor, que llevara una cámara de video en miniatura implantada en el cráneo. Desde luego, la mejor historia contemporánea se ha hecho, en parte, en televisión. Me refiero a series documentales como “The Death of Yugoslavia”. Aunque también se puede hacer que la cámara de televisión mienta, mediante una selección tendenciosa y un montaje manipulador, en sus mejores momentos nos acerca más que cualquier medio a cómo han ocurrido verdaderamente las cosas.
Por el contrario, para el escritor, la grabadora, la cámara convencional, visibles y de uso manual, tienen grandes inconvenientes. Pesan mucho, incluso en las versiones más modernas, avanzadas y aligeradas. Para comprobarlo, no hay más que intentar usar una mientras se toman notas durante una manifestación que avanza con rapidez: en la práctica, es muy difícil ver simultáneamente con la cámara y con el ojo de escritor. Uno siempre corre el peligro de perderse el detalle significativo, crucial para el reportaje, por toquetear la cinta o el objetivo. Y no deja de preocuparse por si los aparatos están grabando y por qué es lo que graban. Además, las grabadoras y las cámaras retraen a la gente. Tanto los políticos como la gente corriente hablan con menos naturalidad y libertad en cuanto ve las máquinas. O, peor aún, hay personas a las que las cámaras y los micrófonos las excitan. Manifestantes o soldados que adoptan actitudes heroicas y realizan declaraciones espectaculares que, en situación normal, no harían. Es decir, estos aparatos cuya función es registrar la realidad, de hecho, la alteran con su mera presencia. Pero eso es algo que ocurre sólo conque se vea una libreta de notas.
En ocasiones yo utilizo una grabadora para una conversación importante, peor mi acompañante inseparable es una liberta de bolsillo. La libreta suele estar abierta mientras habla la persona, pero a veces no, cuando creo que así va a hablar con más libertad, o simplemente cuando estamos andando o comiendo alguna cosa. Entonces lo que hago es transcribir la conversación lo antes posible. Me obsesiona la precisión y creo que, al cabo de veinte años, tengo bastante práctica en ejercitar la memoria. Sin embargo, cuando reviso mis cuadernos, siempre queda una preocupación. ¿De verdad dijo eso?
Veamos el primer párrafo de mi reportaje sobre Serbia en marzo de 1997 (v. Pág. 279): el estudiante llamado Momcilo que exclamaba: “Solo quiero vivir en un país normal”, etcétera. Momcilo lo dijo, en su inglés imperfecto, mientras corríamos por las calles de Belgrado hacia una asamblea de estudiantes. Lo escribí nada más al llegar allí. Si tuviera una grabación de lo que me dijo, seguramente sería ligeramente distinto: una frase un poco más elegante y no tan dura. Pero no dispongo de esa grabación. La verdad histórica y contrastada de ese fragmento del pasado ha desaparecido para siempre. Tienen que fiarse de mí. Recuerdo que poco después hubo discusiones exaltadas en la reunión de estudiantes, y que esas las anoté mientras se producían. Pero yo no hablo serbio, así que lo que se puede leer es la versión de mi intérprete, no tenemos más remedio que fiarnos de ella.
En general, el asunto del idioma es crucial. La mayor parte de las citas que aparecen en este libro son cosas dichas o escritas en lenguas que puedo entender. Pero algunas, sobre todo las que originariamente estaban en albanés o en las lenguas eslavas meridionales que ahora se llaman, de manera confusa, serbio, croata, bosnio y macedonio, me las traducía algún intérprete, con la inevitable pérdida de precisión y matiz que ello supone. Lo primero que hay que preguntar a cualquiera que escriba sobre cualquier sitio es si conoce la lengua.
Al final, en mi opinión, la clave para poder fiarse no es todo ese aparato técnico de grabaciones audiovisuales, fuentes y comprobación de datos, por muy valioso que sea. Se trata de una cualidad que quizá pueda definirse, sobre todo, como veracidad. Nadie va a ser jamás totalmente exacto. Existe un margen de error inevitable y, por así decirlo, cierta licencia artística para que una realidad confusa y cacofónica se transforme en prosa legible. Pero el lector debe estar convencido de que un autor determinado suele ser exacto, que tiene la genuina intención de reunir todo los datos significativos y que no va a jugar con ellos para obtener un efecto literario. Debe sentir que el autor, aunque tal vez no tenga una grabación en video de lo que describe, siempre le gustaría tenerla.
“Homenaje a Cataluña”, de George Orwell, es un modelo de ese tipo de veracidad. El libro es una obra literaria. Es inexacto en muchos detalles, entre otras razones, porque sus cuadernos se los robaron los matones comunistas que fueron a detenerle por ser trostkista. No obstante, no hay la menor duda, ni por un instante, de que está esforzándose para ser lo más exacto posible, para hallar la verdad objetiva que siempre debe separar las llanuras de la historia y el periodismo de las montañas mágicas de la ficción.
La frontera entre periodismo e historia es la más larga en nuestro punto de encuentro de estos tres países. Además es la peor señalada y, por tanto, la más tensa y discutida. Puedo dar fe de ello, ya que he vivido a ambos lados y en medio. En periodismo, decir que un relato es ‘academicista’ –con lo que se pretende decir aburrido, lleno de jerga e ilegible– es la forma más segura de acabar con él. En el mundo académico, decir que el trabajo de alguien es ‘periodístico’ –es decir, superficial, frívolo y, en general, nada riguroso– es menospreciarlo. “¿Historia contemporánea?”, me dijo con desdén un anciano profesor, cuando regresé a mi departamento de Oxford después de trabajar como periodista a finales de los años ochenta. “¿Quiere decir ‘periodismo con notas a pie de página’?”.
A mi juicio, es importante comprender que las razones por las que se hace tanto hincapié en las diferencias entre el periodismo y la historia académica o especializada tiene tanto que ver, si no más, con las exigencias prácticas de ambas profesiones, la imagen que tienen de sí mismas y sus neurosis, como con la verdadera esencia intelectual de ambas disciplinas. Es cierto que las características del mal periodismo y la mala historiografía son muy diferentes: el primero consiste en tonterías sensacionalistas, impertinente, populistas, que leen millones de personas; la segunda, en tesis doctorales especializadas hasta el extremo, pobremente argumentadas y mal escritas, que no lee nadie. Pero las virtudes del buen periodismo y la buena historiografía son muy parecidas: la investigación exhaustiva y escrupulosa; la aproximación compleja y crítica a las fuentes; el firme sentido del tiempo y el lugar, la imaginación suficiente para simpatizar con todas las partes; la capacidad de argumentación lógica; la prosa clara y llena de vida. Cuando Macaulay escribía sus ensayos para el “Edimburgh Review”, ¿era historiador o periodista? Ambas cosas, por su puesto.
Sin embargo, en las sociedades occidentales modernas, la profesión es un rasgo definitorio de la identidad personal, y las profesiones que más cerca están entre sí son las que más se esfuerzan por diferenciarse. Digo sociedades modernas occidentales, porque no ocurría exactamente lo mismo en el mundo comunista, donde la identificación social más importante era la pertenencia a una clase en sentido amplio: la clase intelectual, los obreros y los campesinos. Una de las experiencias interesantes de la última década en los antiguos países comunistas de Europa ha consistido en ver cómo los amigos de han ido diferenciando rápidamente con arreglo a su profesión, a la manera de Occidente. Si antes todos eran simplemente miembros de una clase intelectual, ahora son universitarios, abogados, editores, periodistas, médicos, banqueros, con distintos estilos de vida, modos de vestir, casas, niveles de ingresos y actitudes.
Ahora bien, debido al desarrollo que han tenido las profesiones de periodista e historiador y a las tensiones existentes entre ambas, la elaboración de la ‘historia del presente’ se ha quedado, normalmente, a medio camino entre las dos. Esa tierra de nadie es, tal vez, más amplia, y más llena de tensiones que cuando Lewis Namier dejó de lado la política inglesa del siglo XVIII para seguir atentamente la historia de la diplomacia europea de su época o cuando Hugh Trevor-Roper pasó de ocuparse del arzobispo Laud a escribir “The Last Days of Hitler”.
Cada profesión tiene su defecto característico, si tuviera que resumirlo en una sola palabra, diría que el defecto de la labor periodística es la superficialidad, y el del trabajo académico, la irrealidad. Los periodistas tienen que escribir mucho y están sometidos a muchas presiones para cumplir los plazos. A veces ‘caen en paracaídas’ sobre países o situaciones de la que no saben nada, y se espera que informen sobre ellos al cabo de unas cuantas horas. De ahí la famosa y horrible frase: “¿Hay alguien aquí a quien hayan violado y que hable inglés?”. Luego, su texto lo cortan y lo reescriben los editores y redactores que trabajan con plazos más cortos todavía más acuciantes. Y, al fin y al cabo, mañana será otro día y habrá otro reportaje.
Los estudiosos, por el contrario, puedan tardar años en terminar un solo artículo. Pueden esforzarse sin medida (y a veces lo hacen) para comprobar hechos, nombres, citas, textos y contextos, examinar y reexaminar la validez de una interpretación. Pero también pueden dedicar una vida a describir una guerra sin haber visto jamás disparar un solo tiro. No se supone que deban ser testigos de la vida real, ni se les paga para ello. La metodología, las notas y la postura en algún debate académico permanente pueden parecer tan importantes como desentrañar lo que ocurrió verdaderamente y por qué. En ocasiones, las personas que forman parte de los mundos que ellos describen se ríen, desesperados, por lo irreal de los resultados.
Desde luego, podría detenerme igualmente en las virtudes características de cada uno de los oficios, que son lo opuesto al defecto del otro: la profundidad en el caso del especialista académico, y el realismo en el caso del periodista. La pregunta que interesa es: ¿Ha ido a mejor o a peor? Pues bien, algunas cosas han mejorado. Si leemos lo que se consideraba historia contemporánea en la Gran Bretaña de los años veinte, nos encontraremos con una franca falta de profesionalidad que hoy es impensable. En el periodismo, el aumento en las televisiones de todo el mundo de servicios informativos como los de la CNN, Reuters y BBC World Televisión, además de la documentación disponible en Internet, ofrece nuevas fuentes de una riqueza maravillosa para la historia del presente. Pese a ello, en conjunto, creo que ha empeorado.
Todavía existen algunos cuantos grandes periódicos internacionales: “New York Times”, “Washington Post”, “International Herald Tribune”, “Financial Times”, “Le Monde” en Francia, “Neue Zürcher Zeitung” y el “Frankfurter Allgemeine Zeitung” en el mundo de habla alemana. Normalmente, uno puede creer lo que lee en estos diarios. Pero, incluso en este grupo selecto, si se compran todos y se comparan los relatos que hacen de un mismo suceso, es asombroso cuántas discrepancias se descubren. En general, tienen cuidado de separar los hechos y la opinión, pero hay excepciones. Por ejemplo, la cobertura de las guerras de Yugoslavia en el “Frankfurter Allgemeine Zeitung” estuvo distorsionada, durante años, por las tendencias pro croatas de uno de los propietarios del periódico.
Las exigencias son mucho más bajas en los periódicos del ámbito nacional; sobre todo en Gran Bretaña, donde la competencia por los lectores es feroz. No me refiero exclusivamente a los sorprendentes niveles habituales de inexactitud y distorsiones, causados tanto por el sensacionalismo como por la ideología; en Gran Bretaña, éste es un hecho especialmente visible en cualquier asunto relacionado con la Unión Europea. Pero, además, hay otros dos rasgos igualmente importantes: el dominio de las secciones y el futurismo.
En la actualidad, nuestros periódicos están ocupados, en gran parte, no por las noticias, como sería de esperar, sino por las diversas secciones: estilo, belleza, medicina, moda, gastronomía, ocio, etc. Dicen que eso es lo que quieren los lectores. Mientras tanto, en las páginas que quedan para la información, se extiende la enfermedad más sutil, del futurismo. Cada vez se dedica más espacio a especular sobre lo que puede ocurrir mañana, en vez de describir lo que ocurrió ayer, que era la misión inicial del periodismo. Todas estas especulaciones, leídas con posterioridad, resultan inútiles, excepto como ilustración de lo que la gente no sabía en aquel momento. El hecho de leer mis propios artículos para este libro me han servido para recordar, de nuevo, que no hay nada que envejezca con tanta rapidez como la profecía, incluso cuando es clarividente.
Por todas estas razones, cada vez es menos frecuente que la historia del presente se escriba en su medio natural, los periódicos. Pero también hay problema en el lado académico de la frontera. Es verdad que algunos historiadores profesionales han abordado temas de la historia reciente. Incluso el departamento de Historia de la Universidad de Oxford, con una antigua reputación de convervadurismo (con minúsculas), incluye ya un programa de historia británica con final abierto y orientado hacia el presente. Pero, en mi experiencia, casi todo los historiadores académicos siguen siendo reacios a aproximarse a la actualidad por debajo de los habituales treinta años que tardan en hacerse públicos los documentos oficiales en la mayoría de las democracias. Todavía tienen tendencia a dejar ese territorio a los colegas especializados en materias tales como relaciones internacionales, ciencias políticas, asuntos de seguridad, estudios europeos o estudio sobre refugiados.
Sin embargo, estas especialidades relativamente nuevas sienten con frecuencia la necesidad de establecer sus credenciales académicas y su derecho a reclamar la elevada denominación de ciencia (en el sentido de la palabra alemán Wissenschaft) mediante una fuerte dosis de teoría, jerga, abstracción o cuantificación. En caso contrario, la gente podría confundir su trabajo –horror de horrores– con el periodismo. Incluso cuando los autores en cuestión tienen la formación necesaria para escribir sobre historia, los resultados suelen sufrir un exceso de especialización, una prosa ilegible y un fallo característico: la falta de realismo. Al mismo tiempo, las presiones de la norma de ‘publicar o perecer’ copiada de los estadounidenses y reforzadas en Gran Bretaña por la ‘evaluación de investigaciones’ impuesta por el Estado, hacen que muchos trabajos académicos en pleno proceso de elaboración se publiquen en forma de libro. También en este caso, la proporción entre cantidad y calidad ha ido peor, sin ninguna duda.
Por eso sostengo, que pese a todos sus inconvenientes la aventura literaria de escribir ‘historia del presente’ siempre ha merecido la pena, y ahora todavía más, por la forma de hacer y documentar la historia en nuestros días; y porque le ha perjudicado la evolución habida en las profesiones del periodismo y la historia académica. No obstante, uno puede hartarse pronto de tanta introspección metodológica. En mi opinión, el hábito generalizado y compulsivo de etiquetar, encasillar y compartimentar es una enfermedad de la vida intelectual moderna. Dejemos que el trabajo hable por sí mismo. Al final, lo que importa es una sola cosa: ¿es el resultado auténtico, importante, interesante o conmovedor? Si lo es, qué más da la etiqueta. Y si no lo es, entonces, no merece la pena leerlo.
T.G.A., Oxford, febrero de 1999
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Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno... Jean Paul Sartre
"El Blanco Móvil"
Taller de periodismo
Miguel Ángel Bastenier
El País de España
Extensión: 2.915 palabras
Miguel Ángel Bastenier es el subdirector de relaciones internacionales del diario El País (España) y uno de los periodistas más prestigiosos de Europa, cuya prensa conoce como pocos.
Las siguientes son las memorias del taller convocado por al FNPI que dictó en Bogotá entre el 8 y el 11 de agosto del 2001 en la sede de la Fundación Santillana.
Polémico y mordaz, con Bastenier ningún taller puede resultar aburrido. En este caso sus opiniones giraron en torno al tema de la formación de periodistas, el estado de cosas de la prensa en Europa y América Latina y, sobre todo, en su propuesta sobre géneros periodísticos, explicada ampliamente en su recién editado libro: El Blanco Móvil: Curso de Periodismo (Aguilar - El País, 2001).
Edición: Pedro Badrán
"Las comillas son el gran enemigo del periodismo"
"Lo que la gente habla no se entiende
y lo que publicamos no se ha dicho"
Miguel Ángel Bastenier refiriéndose a las entrevistas.
Por fortuna se puede iniciar este relato con estas dos citas, obviamente descontextualizadas, para que el maestro y los talleristas absuelvan al autor de cualquier posible tergiversación. Nunca se sabe cómo ocurrieron los hechos, y menos qué ocurrió en un lugar donde, en medio del insoportable humo de los cigarros, se partió de la premisa de que es imposible enseñar periodismo a pesar de que maestro había escrito un libro que lleva por título El Blanco Móvil, Curso de Periodismo.
El sentido de estas memorias no será describir o evocar cada uno de los debates que allí se plantearon y menos ofrecer conclusiones sobre temas que nunca podrán agotarse. Pero a través de un híbrido de entrevista temática y romanceada ellas recordarán algunos de los puntos más interesantes de este seminario. Por desgracia ninguno de estos párrafos pueden aspirar a la completud pregonada por el maestro, menos a la objetividad y quizás un poco a la honradez.
Estado de la profesión
A comienzos del siglo XXI estamos viviendo la ‘Era de las tormentas’, de múltiples cambios en las redacciones de los periódicos. No hay ninguna garantía de que en los próximos 25 años haya ediciones de los diarios en papel y que exista el oficio tal como lo conocemos hoy. Hacemos un producto que no es necesario. Cualquier ciudadano culto no necesita periódicos. En los últimos cinco años no ha aumentado la venta de periódicos ni en Europa ni en EEUU. Los periódicos no crecerán nunca más. Ya no hay bolsa de lectores por conquistar.
Como si esto fuera poco, en los periódicos no se cuenta nada nuevo, la mayoría de las noticias han sido ya relatadas por televisión. En los próximos años habrá que justificar una razón para que la gente compre periódicos. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿Por qué se siguen comprando periódicos? La respuesta es muy simple: Porque los hábitos mueren difícilmente.
Las operaciones digitales son, además, un gran enemigo de las ediciones de papel. Cuanto más éxito tienen las ediciones digitales, menos ejemplares se venden. ¿Llegaremos a cobrar por el diario on-line, tal como lo hacen ya algunos periódicos como el “Wall Street Journal”? El lector se conforma con la versión on-line, pero una vez satisfecho, no compra el periódico. La oferta de Internet hoy en día es pequeña pero en diez años será inmensa.
Por otro lado, la vía electrónica nos permite "inventar / personalizar" nuestro periódico, pero evidentemente pone en peligro las ediciones de papel. En medio de esta situación es necesario revisar la tensión existente entre la agenda obligada y la agenda propia.
Agenda Obligada y Agenda Propia
Es un hecho que el modelo de diario general tiende a desaparecer y sólo sobrevivirán periódicos más personalizados, con agendas propias, donde el lector pueda encontrar lo que busca y sólo lo que busca. Esto permitiría una justificación de compra distinta.
Contra la agenda propia, que es una necesidad urgente, obra la estructura actual de los periódicos basada en las secciones. En ese sentido, los periódicos colombianos poseen unas secciones extrañas, por decir lo menos, y absurdas en la mayoría de los casos.
En 25 años sólo sobrevivirán dos tipos de periódicos: Los diarios perspectivistas, que tratan de explicar el mundo al mundo (“Folha de Sao Paulo” y “Le Monde” son dos ejemplos de esta tendencia) y los diarios de proximidad, aquellos que cuentan lo que ocurre a 50 kilómetros a la redonda, diarios regionales podrían llamarse. En Colombia, los periódicos de provincia no se han enterado de esta situación y siguen publicando noticias internacionales que no interesan al lector.
Un ejemplo de AGENDA PROPIA es el titular de “Le Monde”, edición del viernes 10 de septiembre de 1999.
"Contra el olvido, retorno a Kosovo"
El periódico se convierte en fuente, de hecho renuncia a una noticia de actualidad porque se considera derrotado de antemano. Pretende en cambio ofrecer un análisis de la situación de Kosovo, a pesar de no ser el tema del momento.
Estudios de periodismo
Los estudios de periodismo no son asimilables a una profesión liberal. De allí la imposibilidad de enseñarlo. Y más en las facultades de comunicación, cuyas características estructurales lo imposibilitan. Se puede aprender periodismo bajo supuestos de realidad, como se hace en la Escuela de El País. Es necesario resaltar que la enseñanza debe impartirse desde instituciones privadas, porque la información es un objetivo imposible del Estado.
El debate sobre si los estudios de periodismo deben ser de postgrado o no, o sobre cómo deben concebirse es demasiado largo para siquiera intentar capturar en estas líneas los matices de la discusión. Frente a las frases que se refieren al oficio: "Los comunicadores sociales saben de todo pero de nada más"; "El periodista es un ignorante al que se le permite aprender en público", es necesario preguntarse qué tipo de periodistas queremos en el futuro. El maestro Miguel Ángel Bastenier propone el modelo de un generalista que se ha especializado.
Las experiencias de nombrar politólogos, médicos y arquitectos como editores de páginas de orden público, salud o urbanismo –respectivamente por supuesto– tampoco parecen dar resultados, porque en la mayoría de los casos, tales especialistas desconocen el oficio de editor.
Géneros informativos,
de lo seco a lo húmedo
Los géneros no existen. En cualquier sentido un género es una abstracción, una forma de clasificar. El periodista inventa los géneros para trabajar mejor. El sistema propuesto por el maestro es un mapa, una topografía y por tal razón es necesario recordar que los mapas nunca reproducen el territorio. Lo que se propone en El Blanco Móvil es un sistema formal para trabajar e incluso para enseñar periodismo.
Las barreras entre los géneros no son precarias –como dice Daniel Samper– sino que son móviles. En este sistema de géneros, básicamente informativos, se proponen tres grandes géneros que se podrían caracterizar por los grados de interpretación que ellos implican.
El género seco es el punto cero de interpretación y no se firma nunca. Es el texto de la despersonalización máxima, cosa que es imposible puesto que siempre estamos interpretando. El periodista carece de toda propiedad sobre el texto y no ha tenido ninguna participación en la consecución de los datos. Se limita a trabajar con material de agencias o fuentes indirectas.
La crónica –valga la pena aclarar que no coincide con el término que se aplica en el periodismo de América Latina y particularmente en Colombia, pero es obvio que Bastenier lo utiliza en un sentido particular– implica un mayor grado de interpretación por parte del periodista. El periodista no puede estar en todas partes al mismo tiempo y, en consecuencia, acude a una multiplicidad de fuentes. En este caso predomina lo ajeno (información de agencias, noticias radiales, información de archivo, etc.) pero el periodista se apropia de este material y lo recicla.
Dentro de la crónica, encontramos un subgénero que es el análisis, definido como una crónica que no se centra en los acontecimientos del momento. Vuelve atrás para llegar a conclusiones (que no pueden ser favorables ni desfavorables, ni buenas ni malas). Es una teoría para contar lo que no se ve. El soporte informativo de un análisis es un párrafo a lo sumo que sirve para establecer un punto de vista y llegar a una conclusión técnica. Trata de explicar el revés de las cosas.
En la medida en que aumenten los análisis rigurosos formaremos una mejor opinión pública. Por lo regular, en la prensa latinoamericana los analistas satanizan y abundan en opiniones personales. La gran diferencia entre interpretar y opinar es que la interpretación es esclarecimiento en tanto que la opinión es preferencia. Sin embargo, es difícil llevar esta frase a la realidad.
El reportaje es el género mayor y debe firmarse. Es el periodista convertido en fuente quien además tiene propiedad sobre el material informativo. Se permite pasar de la interpretación al juicio pero no es recomendable.
Se podrían identificar dos tipos de reportajes: el reportaje de escenarios, realizado in situ por el periodista; y el reportaje virtual, donde el periodista reconstruye hechos y situaciones, incluso personajes, a partir de las declaraciones de múltiples fuentes directas. Este reportaje puede alcanzar el grado máximo de personalización.
En el sistema propuesto por Bastenier, La entrevista es un subgénero del reportaje. Es el género ficción por excelencia. Esto no quiere decir que sea falsa pero, en sentido estricto, lo que la gente habla no se entiende y lo que publicamos en realidad no se ha dicho nunca. El diálogo real con un personaje, la grabación misma, es impresentable. La entrevista está oculta dentro de los cuarenta minutos de conversación. La respuesta veraz se construye y está en el minuto 12 de la grabación, luego en el 25, y más tarde en el 39. Esta respuesta es un producto literario basado en la conversación.
Hay tres formas de entrevista: Pregunta–respuesta, quizás la más ficticia de todas; Romanceada que consiste en un diálogo interruptus, si se permite el término, a veces interpretado y a veces con comillas; y Temática, en la que a partir de un tema propuesto, el entrevistado ofrece respuestas. La más realista es la entrevista romanceada, muy usual en la prensa británica.
Según Bastenier, este sistema de clasificación de géneros periodísticos, que no pretende erigirse en único, permite identificar si no el género al menos una línea melódica para que el periodista (y los estudiantes) trabajen de una manera más cómoda, y donde en última instancia puedan encontrar su propia voz. A juicio de algunos participantes, el concepto de línea melódica puede ser más funcional desde un punto de vista didáctico. Para otros talleristas, sin embargo, el sistema de Bastenier puede cerrar un poco las posibilidades de escritura.
Más allá de si este sistema es aplicable o no al periodismo colombiano (el término crónica, tal como lo presenta el maestro, es bastante problemático para los latinoamericanos y en especial para los colombianos) lo importante es instalar el debate sobre los Géneros Periodísticos en las universidades y en las redacciones de los periódicos.
Ante la aparición en escena de la expresión Periodismo literario, se alertó a los periodistas y profesores sobre el peligro de que los estudiantes confundan esta técnica con la ausencia de rigor y la escasa búsqueda de información. "Entre más información se tenga se puede escribir mejor", anotó uno de los asistentes. Para el maestro Bastenier, el problema es que no se puede hablar de lo literario porque nadie sabe qué es lo literario. El periodismo debe ser bien escrito, bien investigado, y es difícil establecer si es literario o no.
De titulares y editores:
Un poco de taller
El que piensa el periódico es el gran periodista. Un periódico es una ciudad y los buenos periódicos son los reconocidos por los grandes paseantes. El buen periodista es el que hace periódicos habitables. El lector debe encontrar lo que busca en cada sitio. En ese sentido la prensa colombiana es pobre y hay un escaso respeto por el lector. Las secciones no se definen, cambian de páginas todos los días, o se definen de manera arbitraria. En el caso colombiano, parece que es difícil encontrar buenos editores.
En cuanto a los titulares, parece no existir un criterio definido. En el análisis que se hizo, a manera de taller periodístico, de la noticia publicada en la edición de Agosto 10 de El Espectador, página 2 A, se abre con el siguiente titular: "Fue un ataque anunciado". En realidad nunca se sabe de dónde salieron tales comillas. No es recomendable escribir "hace diez meses" porque no se puede obligar al lector a hacer cálculos. Así lo han establecido confiables estudios de legibilidad.
En la misma edición en la página 4 A se abre con el titular: "Habría ONG cercanas a ETA en la caravana". Según el maestro español, este titular no está escrito en castellano. Un titulo informativo, además, no puede ser nunca una sospecha.
En el cuerpo de esta noticia, el lector ignora qué es ETA (el grupo separatista vasco, que ha efectuado atentados terroristas en España). Todo párrafo periodístico debe aspirar a la completud, es decir a ser autosuficiente por sí mismo. Por supuesto no es necesario explicar qué es ETA en cada uno de los párrafos. Una vez realizada esta contextualización, el periodista puede soltar ciertos lastres.
En la página 6 A de la misma edición se lee: “Narcotráfico, ¿delito de lesa humanidad?” El lector se pregunta si esto es un análisis o una noticia. Si es un análisis, entonces debe firmarse. Si es una noticia, no se permiten los signos de interrogación.
En Colombia, así como en otros diarios latinoamericanos, no hay formato de primera página. Los grandes periódicos a lo sumo tienen siete modelos de primera página y ya son muchos.
Uno de los aspectos que merece más atención es la foto de primera página. Para que una foto tenga calidad no basta con que narre una acción. En las fotos de los periódicos latinoamericanos no hay profundidad de campo. Y también en muchas de El País. En Europa, el periódico que mejor trabaja las fotos es “The Independent”.
Tres escuelas de Periodismo
Los periódicos de América Latina informan muy poco sobre América Latina. ¿Puede deberse a la imposibilidad de mantener corresponsales? Para algunos de los asistentes se debe a las limitaciones de espacio y a las condiciones de las páginas internacionales. Para Miguel Ángel Bastenier, el problema es mental. En México, hace dos décadas, se publicaban más noticias sobre América Latina. En Ecuador se ha replanteado el asunto y ya empiezan a formarse especialistas en el conflicto colombiano. El Nacional de Caracas ha conformado una plantilla de especialistas y quiere ser una excepción en el tratamiento de la noticia internacional.
En la prensa europea se podrían distinguir tres escuelas de periodismo.
La escuela británica, la más imitada en el continente y la que más ha evolucionado. Los periódicos británicos son muy bien escritos y se firma todo porque el material así lo amerita. El autor interpreta la realidad y toda noticia se publica con un input considerable y casi toda la información es analítica. A los periodistas les interesa muy poco la identificación del género.
El índice de compras de los periódicos sigue siendo muy elevado, aunque no aumenta y tiende incluso a bajar. En Inglaterra se cierran diarios con un millón de ejemplares en venta, como "Morning Star". No hay un diario que venda cuatro millones de ejemplares. “The Sun” vende tres millones. En Inglaterra se venden 300 diarios por cada mil habitantes, un promedio modesto si se compara con Noruega donde se venden 510 ejemplares por cada mil.
Una segunda escuela es la Francesa, donde podrían caber también España y Portugal. El periodismo francés tiene una larga tradición que hoy está en quiebra. Hace diez años Le Monde era un periódico muy bien escrito. Francia tiene tres grandes diarios cuyas ventas sumadas no llegan al millón de ejemplares, seis veces menos que en Inglaterra. Sin embargo, el éxito de la prensa regional es grande en este país. En algunos diarios de provincia se hacen 18 ediciones distintas con páginas internacionales comunes. "Liberation" es quizás el periódico francés que todavía mantiene la bandera del periodismo tradicional y "Le Monde Diplomatique" es la única publicación de izquierda que queda en Europa.
La escuela italiana es interesante y por fortuna, según el propio Miguel Ángel Abstener, vulnera todo lo que se dijo en este seminario. Italia tiene los diarios más personalizados y no se concibe la posibilidad de escribir algo sin firma. El periodismo italiano busca una complicidad, un diálogo con el lector, quien entiende los guiños que le hace el periodista. En la prensa italiana hay una gran cantidad de información sobrentendida. Se le concede gran importancia a la política, al deporte y las secciones de cultura son las más cosmopolitas, aunque para los italianos España no existe.
El periodismo español es técnicamente muy bueno, fino, y mantiene una amplia cobertura en sus páginas internacionales. Sin embargo, la prensa es brutalmente politizada.
A pesar de que directores y editores de todos los países de Europa se han reunido en múltiples oportunidades para concebir diarios europeos y crear lazos empresariales e informativos, son pocos los cambios profundos que se han visto en los últimos años. Por supuesto, los periódicos han cambiado pero las modificaciones han sido lentas y más que todo formales. Todavía, por ejemplo, no se incorporan páginas dedicadas a las empresas y hay muchas dificultades para trabajar con agendas propias porque la dictadura de las secciones sigue mandando.
En todo el mundo los periódicos deben transformarse si quieren sobrevivir a los cambios tecnológicos y a la competencia de los medios electrónicos. Lo que sí es cierto es que en veinticinco años los periódicos no serán iguales y el oficio de periodista no existirá como lo conocemos hoy. Comprar y leer un diario es un ejercicio suntuario. Luego entonces tenemos que hacerlo útil si queremos seguir en este oficio.
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Grandes preguntas
Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. George Orwell
Las grandes preguntas del periodismo
Tomás Eloy Martínez
La Nación de Argentina
Extensión: 1.161 palabras
Sólo los grandes diarios estadounidenses –que un argentino calificaría como conservadores– han introducido sensatez en un debate sin matices, enloquecido de sentimentalismo patriotero. Y a ellos se los está acusando, por eso, de extremistas de izquierda.
La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. Todas las tardes, entre las 5 y las 7, la emisora Z One Hundred, una de las más potentes del área de Nueva York y la favorita –de lejos– entre los adolescentes norteamericanos, emite un programa de homenaje a los muertos de las Torres Gemelas. Tanto en el suburbio de Greenwich, al sur de Connecticut, como en Princeton, al centro del Estado de Nueva Jersey, decenas de chicos se reúnen en las iglesias baptistas, episcopales o presbiterianas, con una vela encendida y una escarapela en el pecho o en el pantalón, para oír la radio juntos, como si fuera una forma nueva de liturgia.
Casi siempre, el programa empieza con Héroe, Hero, desplegada por la voz vibrante de Mariah Carey, y sigue con canciones de U-2, What's Going On, Christina Aguilera, Jewel y otras.
Entre canción y canción se deslizan algunos documentos sobre la tragedia: madres, hermanos o novias de los desaparecidos bajo los escombros cuentan sus vidas apacibles y triviales, con un acento de dolor contagioso. Esos testimonios han sido elegidos entre otros miles, y se advierte, desde el principio, que la intensidad de la pena y la habilidad para contagiarla fueron los requisitos privilegiados por los productores.
Pero las voces dolientes son muchas menos que los llamamientos al orgullo nacional y las promesas de justicia y destrucción. Detrás de Mariah Carey llega siempre algún discurso de George W. Bush con sus siseos mal cicatrizados y su sensación de desconcierto: "Los norteamericanos no deben esperar una sola batalla, sino una lenta y larga campaña como no se ha visto otra en la historia". La melodía de Carey sigue reverberando en el fondo. Luego llega Jewel y, enseguida, Bush: "No nos fatigaremos. No vacilaremos y no fracasaremos". Aun a los pacifistas de alma, a los temerosos y a los que no confían en Bush, les dan ganas de salir corriendo y enrolarse en la santa cruzada de la democracia contra el mal. La prensa norteamericana ha hecho uno de los más eficaces y armoniosos trabajos de propaganda que jamás se hayan visto en favor de la demonización de los talibanes y en la presentación de Osama ben Laden como enemigo público número uno de los valores que Occidente viene abrazando desde los griegos. En lo general, es un trabajo en el que no se reconocen matices ni se analizan pruebas. Si el gobierno lo dice, por algo será, deduce la enorme mayoría de los medios. El lenguaje de la televisión ha recuperado el fundamentalismo religioso de los años 80, y los predicadores evangélicos hicieron su agosto –o su septiembre– declamando que no hay otra fe que la nación americana ni otra civilización posible que “our way of life”, nuestro modo de vida. Si las Torres Gemelas cayeron –dijo un par de ellos– fue porque en los Estados Unidos se han instalado el aborto y la tolerancia a los homosexuales y se ha dejado de rezar en las escuelas. Al día siguiente tuvieron que pedir disculpas.
Dos géneros despreciables de periodismo –aunque no los únicos despreciables– irrumpieron después del 11 de setiembre: la de los analistas políticos que, como ese par de predicadores, se han valido de la agresión terrorista para acomodar los hechos a sus ideologías, y la de aquellos que excitaron el horror y la paranoia de la gente para vender más ejemplares, captar más oyentes o aumentar el encendido. El llamado al sagrado nacionalismo, a las Cruzadas –es decir, a la jihad o guerra santa, aunque del buen lado–, ha llenado el país de banderas y escarapelas. La palabra América se oye por todas partes. Al principio, la televisión hablaba de US Under Attack, Estados Unidos bajo ataque. Ahora es America’s New War, America Under Siege, God Bless America. La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. El que no está con América está contra el futuro de la civilización.
Como siempre, los grandes diarios y las grandes revistas son los más confiables. Ya tenían suficientes lectores. No les importa perder algunos cuando explican que en Afganistán hay por lo menos siete grupos étnicos y que un ataque ciego a ese país sembraría la desdicha en poblaciones ya oprimidas por el dominio talibán, o que algunas líneas aéreas no permiten en sus vuelos a pasajeros árabes "porque la tripulación no se siente cómoda con ellos".
“The New York Times”, “The Philadelphia Inquirer”, “The Washington Post”, son diarios que un argentino calificaría como conservadores. Tal vez diría también lo mismo del semanario “The New Yorker”. Todos ellos, sin embargo, han introducido sensatez en un debate sin matices, y han tratado de contrarrestar con información seria las aguas enloquecidas del sentimentalismo patriotero. Y a todos ellos se los está acusando, sólo por eso, de extremistas de izquierda.
Caer en excesos, sin embargo, ha sido la norma. En la escuela de mi hija, los chicos de 15 a 17 años decidieron llamar a “The New York Times” para formular una pregunta que es todo un desafío ético: "Hemos visto fotografías terribles en su diario –dijeron–. Mujeres lanzándose desde lo alto de las Torres Gemelas, cuerpos desmembrados o descabezados, niños quemándose vivos en brazos de sus madres. ¿Eso es periodismo?" La persona que les respondió, en la mesa de noticias, no dio su nombre, o los chicos no lo tomaron en cuenta. "Es información –respondió–. A veces la información es dolorosa, pero también es necesaria. No podemos censurarnos. Tenemos que mostrar lo que pasó."
¿Es preciso mostrar todo lo que pasó o basta sólo con enunciarlo? ¿Qué se gana al publicar una fotografía de un niño quemado? ¿Se halaga así el morbo de la gente o se hace algo en favor del niño quemado? Una de las funciones de la civilización es respetar la dignidad de la vida. Con mayor razón habría que respetar la dignidad de la muerte, porque un muerto ya no tiene voz para defenderse, ni maneras de lavar de las memorias ajenas la imagen de su cuerpo lacerado y destruido.
Todas las carencias y riquezas de la condición humana salen a la luz, como se sabe, en los momentos de crisis, cuando hay que reaccionar casi sin pensar ante ciertos hechos. Esos límites extremos de la vida ponen al descubierto los valores éticos de cada individuo, lo que se respeta y lo que se desprecia, lo que se es y lo que no se es. La prensa de los Estados Unidos ha mostrado como nunca sus debilidades durante las tres últimas semanas de septiembre. No hay muchas esperanzas de que mejore en los días por venir.
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Las grandes preguntas del periodismo
Tomás Eloy Martínez
La Nación de Argentina
Extensión: 1.161 palabras
Sólo los grandes diarios estadounidenses –que un argentino calificaría como conservadores– han introducido sensatez en un debate sin matices, enloquecido de sentimentalismo patriotero. Y a ellos se los está acusando, por eso, de extremistas de izquierda.
La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. Todas las tardes, entre las 5 y las 7, la emisora Z One Hundred, una de las más potentes del área de Nueva York y la favorita –de lejos– entre los adolescentes norteamericanos, emite un programa de homenaje a los muertos de las Torres Gemelas. Tanto en el suburbio de Greenwich, al sur de Connecticut, como en Princeton, al centro del Estado de Nueva Jersey, decenas de chicos se reúnen en las iglesias baptistas, episcopales o presbiterianas, con una vela encendida y una escarapela en el pecho o en el pantalón, para oír la radio juntos, como si fuera una forma nueva de liturgia.
Casi siempre, el programa empieza con Héroe, Hero, desplegada por la voz vibrante de Mariah Carey, y sigue con canciones de U-2, What's Going On, Christina Aguilera, Jewel y otras.
Entre canción y canción se deslizan algunos documentos sobre la tragedia: madres, hermanos o novias de los desaparecidos bajo los escombros cuentan sus vidas apacibles y triviales, con un acento de dolor contagioso. Esos testimonios han sido elegidos entre otros miles, y se advierte, desde el principio, que la intensidad de la pena y la habilidad para contagiarla fueron los requisitos privilegiados por los productores.
Pero las voces dolientes son muchas menos que los llamamientos al orgullo nacional y las promesas de justicia y destrucción. Detrás de Mariah Carey llega siempre algún discurso de George W. Bush con sus siseos mal cicatrizados y su sensación de desconcierto: "Los norteamericanos no deben esperar una sola batalla, sino una lenta y larga campaña como no se ha visto otra en la historia". La melodía de Carey sigue reverberando en el fondo. Luego llega Jewel y, enseguida, Bush: "No nos fatigaremos. No vacilaremos y no fracasaremos". Aun a los pacifistas de alma, a los temerosos y a los que no confían en Bush, les dan ganas de salir corriendo y enrolarse en la santa cruzada de la democracia contra el mal. La prensa norteamericana ha hecho uno de los más eficaces y armoniosos trabajos de propaganda que jamás se hayan visto en favor de la demonización de los talibanes y en la presentación de Osama ben Laden como enemigo público número uno de los valores que Occidente viene abrazando desde los griegos. En lo general, es un trabajo en el que no se reconocen matices ni se analizan pruebas. Si el gobierno lo dice, por algo será, deduce la enorme mayoría de los medios. El lenguaje de la televisión ha recuperado el fundamentalismo religioso de los años 80, y los predicadores evangélicos hicieron su agosto –o su septiembre– declamando que no hay otra fe que la nación americana ni otra civilización posible que “our way of life”, nuestro modo de vida. Si las Torres Gemelas cayeron –dijo un par de ellos– fue porque en los Estados Unidos se han instalado el aborto y la tolerancia a los homosexuales y se ha dejado de rezar en las escuelas. Al día siguiente tuvieron que pedir disculpas.
Dos géneros despreciables de periodismo –aunque no los únicos despreciables– irrumpieron después del 11 de setiembre: la de los analistas políticos que, como ese par de predicadores, se han valido de la agresión terrorista para acomodar los hechos a sus ideologías, y la de aquellos que excitaron el horror y la paranoia de la gente para vender más ejemplares, captar más oyentes o aumentar el encendido. El llamado al sagrado nacionalismo, a las Cruzadas –es decir, a la jihad o guerra santa, aunque del buen lado–, ha llenado el país de banderas y escarapelas. La palabra América se oye por todas partes. Al principio, la televisión hablaba de US Under Attack, Estados Unidos bajo ataque. Ahora es America’s New War, America Under Siege, God Bless America. La apropiación de la palabra América aplicada a los Estados Unidos, aunque no es algo nuevo, ha llegado a su apogeo. El que no está con América está contra el futuro de la civilización.
Como siempre, los grandes diarios y las grandes revistas son los más confiables. Ya tenían suficientes lectores. No les importa perder algunos cuando explican que en Afganistán hay por lo menos siete grupos étnicos y que un ataque ciego a ese país sembraría la desdicha en poblaciones ya oprimidas por el dominio talibán, o que algunas líneas aéreas no permiten en sus vuelos a pasajeros árabes "porque la tripulación no se siente cómoda con ellos".
“The New York Times”, “The Philadelphia Inquirer”, “The Washington Post”, son diarios que un argentino calificaría como conservadores. Tal vez diría también lo mismo del semanario “The New Yorker”. Todos ellos, sin embargo, han introducido sensatez en un debate sin matices, y han tratado de contrarrestar con información seria las aguas enloquecidas del sentimentalismo patriotero. Y a todos ellos se los está acusando, sólo por eso, de extremistas de izquierda.
Caer en excesos, sin embargo, ha sido la norma. En la escuela de mi hija, los chicos de 15 a 17 años decidieron llamar a “The New York Times” para formular una pregunta que es todo un desafío ético: "Hemos visto fotografías terribles en su diario –dijeron–. Mujeres lanzándose desde lo alto de las Torres Gemelas, cuerpos desmembrados o descabezados, niños quemándose vivos en brazos de sus madres. ¿Eso es periodismo?" La persona que les respondió, en la mesa de noticias, no dio su nombre, o los chicos no lo tomaron en cuenta. "Es información –respondió–. A veces la información es dolorosa, pero también es necesaria. No podemos censurarnos. Tenemos que mostrar lo que pasó."
¿Es preciso mostrar todo lo que pasó o basta sólo con enunciarlo? ¿Qué se gana al publicar una fotografía de un niño quemado? ¿Se halaga así el morbo de la gente o se hace algo en favor del niño quemado? Una de las funciones de la civilización es respetar la dignidad de la vida. Con mayor razón habría que respetar la dignidad de la muerte, porque un muerto ya no tiene voz para defenderse, ni maneras de lavar de las memorias ajenas la imagen de su cuerpo lacerado y destruido.
Todas las carencias y riquezas de la condición humana salen a la luz, como se sabe, en los momentos de crisis, cuando hay que reaccionar casi sin pensar ante ciertos hechos. Esos límites extremos de la vida ponen al descubierto los valores éticos de cada individuo, lo que se respeta y lo que se desprecia, lo que se es y lo que no se es. La prensa de los Estados Unidos ha mostrado como nunca sus debilidades durante las tres últimas semanas de septiembre. No hay muchas esperanzas de que mejore en los días por venir.
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